sábado, 9 de agosto de 2014

La Asunción de Vivir

La Asunción de Vivir

Juan José Prieto Lárez

No hay un balcón que mire a la calle. Desde  la calle se mira el frente de las casas. Todo el que camina por ellas no distingue nada al final por su largura, los ojos no encuentran final. Es como si alguien las estira de ambos lados. A un costado, los postes de luz dan la impresión de alinearse en un ejército de marionetas gigantes sostenidas por cordeles larguísimos impidiendo caerse de un lado u otro. Los cables alimentan con su poderosa savia los bombillos de las casas, con luces blancas unos, con luces amarillas otros. Alguien dice que los postes parecieran sostener un papagayo del color del sol.



Todos los días las calles de La Asunción son un espectáculo de olores. Los que suben, los que bajan, se deleitan con el aroma escapado de los fogones, se saborea la imaginación con un pescado frito, plátano frito, berenjenas, bistec o pollo guisado, se siente que el apetito relincha en el estómago del viandante. Es lo tradicional en nuestros fogones, las frituras y guisos conviven con la delgada tela en la mañana y arepas al medio día y hasta en la comida de la tarde, cuando la noche está próxima. En los patios se entretejen cuerdas de alambre donde la ropa ondeará para arriba, para abajo hasta la huida de la última humedad, luego se recogen en un cestón para alisarlas en la mesa donde también se come. En apartados rincones de la comarca una cerca de chigüichigüi o una improvisada cerca divisoria de un corral, se adecúa al muestrario de la lencería. Las pantaletas y sostenes, por el más puro pudor nunca se muestran, se quedan en casa a mejor resguardo.

Las sábanas calcan figuras sensuales, sinuosas curvas por la manía de envolver cuerpos mujeriles, la brisa esculpe la frágil superficie que por las noches recubre un territorio abundante de accidentes seductores. Por otra parte, como signo austero de reverencia al reino vegetal muchos patios lucen una vieja ponchera de peltre amamantando maticas de albahaca, perejil o cilantro, unas matas de cambur, otra de coco enana y una de catuche completan el paisaje doméstico.

En las noches secas, los grillos saltan a los helechos en ringlera, debajo del tejado de la sala para que aprovechen la lluvia cuando aparezca, procurando un oasis que arrase sus chasquidos ensordecedores. El sueño llega temprano. La Asunción se sume en la íngrima desnudez, y en absoluto silencio vive otra vida que es la que nadie ve, como una sepultura oscura y profunda. Hay quienes dicen, pareciera mentira, que por las madrugadas se escuchan los sublimes acordes de una guitarra que nadie sabe de dónde vienen. Solo se opaca por los aullidos perrunos codiciando la escogencia tardía de la hembra por el que habrá de montarla.

Una caminata por el único río que la remoja, es una visita a un universo arbolado inconmensurable. Provoca sentarse a contemplar su hilillo de agua, por lo general turbia, quizás sucia, porque su cauce crece solo cuando cae mucha la lluvia. Hacer un sancocho es plausible bajo la sombra de una enorme ceiba que cuenta su historia en la hinchazón de las raíces, por donde circula el céfiro avivando la candela. Si este paseo ocurriera por la tarde, entonces la mejor idea es sancochar castañas, al regreso a nuestras casas sentarnos en la puerta a comernos su rica salazón y a tirarle pedos a la luna. En su defecto irnos al cine y pobre de quién se siente al lado.

El tiempo transita sin lidias, como temiendo despertar no sé a quién, cuando más inadvertido pretende ser es luego del almuerzo, después de una sopa de gallina con bastante pandelaño y lechosa tierna, y acto seguido, el cuerpo se derrumba en un chinchorro a causa de la plenitud y el sofocón, llegando a sueños profundos hasta que comienza a batir la brisa vespertina, cuando las sombras se van arrimando a medida que el sol va bajando para ocultarse por los lados de Juangriego. A esa hora, entre tres y cuatro de la tarde no me cae nada mal un baño a orilla del tanque bajo la mata de níspero y el fresco aroma de un jabón lechuga, después Isabel que me dé un cafecito negro bien caliente para espantar el frío de adentro. La modorra huye despavorida.

Cuando llueve, dígame cuando llueve, los cerros se avivan de escarcha mostrando sus formas difusas, palpitando en su eternidad. Luciendo lo oculto como cantos sosegados, ojos detenidos, lamiendo el cielo su constante talla detenida. Las calles chirrean cuando el agua las anega, un sopor de adioses levantan vuelo siendo pájaros humeantes. Se siente el olor a asfalto comiéndose la lluvia, se escucha el trozar de los huesos apedreados en lo que parece un incendio sin candela ni por arriba, ni por abajo. De los sectores aledaños hasta el casco histórico bajan torrentes escapados de las entrañas abiertas en la dura batalla con el agua penetrante, hiriente, que hace saltar la inocencia interior de los suelos con señales del pasado, pasado altivo sin gemidos arrancados de la impronta acusación forastera.

De pronto árboles y casas en desahucio se van en un río llevando en el lomo la desazón. En el tránsito van quedando restos amontonados en las alcantarillas, presos en el entramado metálico, huella vanguardista que nos alcanza. De igual manera el aguazal, en su insistente regadera es capaz de desmembrar calzadas, colarse por la dermis callejera hasta hacer saltar costras cementeras. La Catedral también sufre, tanto que por algunos lados comienzan a vérsele algunos “huesos”en su armazón de caña brava,de allí que las angoletas y paraulatas se la pasen escarbando entre las rajaduras donde se esconden insectos y otras alimañas diminutas que alimentaran sus pichones.

Entre tanto en las plazas Bolívar y Luisa Cáceres los antiguos robles se desojan y sus troncos se pudren, haciendo correr un peligro inminente. Miremos ahora el bulevard, abrumado por la inclemencia del astro que remeda unas jardineras esmirriadas, con un desorden atroz en las sobrevivientes plantas enfermizas que relucen de guapeza solo porque a veces llueve. A pesar de las calamidades, cuando las horas comienzan a bajar de medio día miramos cómo el mármol relumbra haciendo las veces de un río inmóvil, su brillo enceguece y hasta muy entrada la noche es cuando se esfuma el último fogaje.  Gracias a los vientos que crecen en las plazas y que se enredan en el campanario espantan el sopor que sale de todas partes. Es así de recio que la gente prefiere quedarse dentro de sus casas. Cuando el reloj marca las dos de la tarde los duendes juegan a  sus anchas porque saben que nadie los está mirando, no hay nadie en las calles, no en balde se ha vuelto tradicional el dicho que reza que uno puede salir desnudo en las tarde asuntinas porque no hay nadie en la calles, nadie. Solo las gallinas perciben esas identidades y por eso cloquean, hay quienes creen que es de contentura, pero no es así es que hay muchas almas recorriendo las huellas que dejaron.

De las tres en adelante es cuando la brisa roba frescura a los viejos tejados, para embadurnar la cara de quienes dejan colgados en los amplios corredores los larguiruchos chinchorros.

A estas horas es cuando el bullicio va calando en la escena vespertina, son los muchachitos que vienen de las escuelas Luisa Cáceres de Arismendi y Francisco Esteban Gómez, a ellos se suman lo que van a recibir clases en el Núcleo de la Orquesta Sinfónica, la música académica con sus trombones, cornos, trompetas, violines, chelos y tamborones sirven de marco al casco histórico de la ciudad rememorando a excelentes maestros que ha dado este terruño. La conversa comienza a ponerse buena.

Son las cinco de la tarde y las beatas emperifolladas se van arrimando a las puertas laterales sedientas de escuchar la palabra de Dios. Los nombres de los difuntos son leídos con antelación para que los fieles sepan por quién elevará sus plegarias, el descanso eterno se hace cada vez más comunitario. Los bancos de las plazas tiene quien los enfondillen consuetudinariamente, los mismos de siempre, si hay extraños los perros de Chichino se encargan de delatarlos.

De pronto el aroma despedido por los hornos de la Panadería San Juan Bosco todos otean para descubrir si están saliendo los panes de leche o aliñados, todos terminamos empalagados de ese bálsamo inefable.

En estos ratos cuando casi toda la familia está por fuera “cogiendo fresco”, nuestras mamás y abuelas aprovechan para juntarse con los recuerdos. Van a sus cuartos, abren el baúl hecho por el viejo, agarran un paquetico amarrado con una cinta azul celeste, y comienzan a ojear las tarjetas de bautizo de los nietecitos, biznietos, admirándose de cómo han crecido los carricitos, de igual forma repasan las estampitas de los santos, esas que reparten en las misas, haciéndole un encarguito a cada uno, finalmente cuando siente el chirriar de la puerta vuelven a colocar su memorial en el mismo lugar, hasta otro día, mijó, le dicen al finado marido, besando la amarillenta y única fotico que quedó de él.

En efecto, han llegado los muchachos, con el pan fresco y caliente, todos se sientan a la mesa y comienzan el festín del pan con mantequilla derretida rebosando el corazón tierno de la harina, los pocillos de café con leche están por salir de la cocina. Esta será la última comida del día.

Llega el momento de juntar las puertas de la Catedral para cerrarse, la misa ha concluido. Algunas oraciones se escapan para prendarse al aliento entristecido de los deudos. Es como si bajaran  el telón de un gran escenario.

Cuando la noche hace los primeros amagues por aparecer simultáneamente deja escucharse la algarabía de las angoletas buscando acomodo en los guayacanes y robles, procurando acurrucarse para burlar el chaure y siga de largo entre el ramaje sin llevarse una de ellas. Los días de retretas se perdieron, la desidia ocultó para siempre las notas de los valses de Augusto Fermín, Claudio Fermín y tantos otros insignes maestros que se interpretaban con tanto alarde, dejaron que se fueran detrás de las noches azules deleitando la oscurana que flota en los cocales del Cerro El Copey, ya quisiéramos los asuntinos volver a escuchar Quisiera.

Como en todo pueblo, no pueden faltar las fiestas. Solo que las nuestras son celebraciones religiosas, las disfrutamos con el más elevado espíritu, pero básicamente con una fe enaltecida, buscando allanar los caminos hacia Dios sin ocultar el regocijo inmanente, pienso que nacemos con ese fervor, es la Semana Santa, el reencuentro de nosotros con todos los santos, son nuestras fiestas. Sin duda alguna que el 15 de agosto es motivo para mostrar la espiritualidad de la que se reviste, la Ciudad a golpearnos el pecho e hincarnos en el altar mayor porque es el día de Nuestra Patrona, la Virgen de La Asunción, así como lo es de los margariteños.

La noche es el telón que lentamente se deja escurrir en una gran sala indicando que la función está terminando por ese día, con él se van ánimos y desánimos, palabras envueltas en verdades y mentiras, miradas reveladoras, confiscadas, las que no se ven y las que se miran de reojo. Casi todo se va con los días, me faltó decir que somos un trozo de vida con la esperanza apuntando al saliente, volveremos a mirar extasiados el amanecer de un nuevo día, que como todos los días se levantará en puntillas a descifrar nuestras purezas e impurezas.

No nos asusta irnos a dormir sin lavar las penas que deambulan al igual que los espíritus olorosos a acacias, a flamboyán, no nos detenemos en copas rebosantes del vino de los siglos en el palacio de la indiferencia, más bien tostamos la turbulencia que nos atañe, así como lavarnos los cabellos en señal de tregua. Me imagino que el agua hace desaparecer el abatimiento. La noche se va desparramando sin más retoques a la entrega silenciosa, un manto fino que la viste de dama empecinada turnando el balanceo de su antigua silueta entre horas colgadas en el crujir de los troncos, a medida que la savia se les enfría.

Las gruesas paredes del templo se liberan de los ruidos molestos que cohabitan en el día; camiones, carros, motos, pitos, cohetes, cañonazos y el humo que lo agobia, todos los días de todos los años. Las calles y calzadas se tornan fantasmales, cálidas, placenteras para que el caso de venirse encima un lucero encima de ellas pueda esconderse en la juntura de las lajas, sin que nadie se dé cuenta. El puente colonial testimonia el diminuto diálogo entre un hilillo de agua sucia y pececitos grises que viven en las posas mirando cómo el limo ha invadido las piedras viejas y nuevas que trae la corriente y en la llana profundidad han hecho cuevas donde disfrutan las estaciones.

Cuando el alba levanta, disipando la bruma adormecida despiertan los alcatraces, gaviotas y guanaguanares para acompañar al pescador guacuquero que comienza recoger sus guacucos, una medida de ellos cuesta trabajo y poco dinero. Comienza a pasar la gente a sus labores, a pie, en bicicleta, los muchachos a la escuela, el tránsito principia su labor de atormentarnos con estruendos y bocanadas de veneno. La ciudad muestra su ominoso lado de modernidad. Apostada cada cual en su santo lugar, las empanaderas asuntinas abultan el vientre de la masa en media luna con pescado, queso, pollo, carne o caraotas, el desayuno exprés de un poblamiento que ahora conoce la prisa.

Con todos sus pesares, angustias y frustraciones La Asunción es la niña de los ojos de los asuntinos, la garganta ceñida a un silencio de adioses, flameando como los resplandores salidos de la Catedral adorando a Dios.




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