La Asunción de Vivir
Juan José Prieto Lárez
No
hay un balcón que mire a la calle. Desde la calle se mira el frente de las casas. Todo
el que camina por ellas no distingue nada al final por su largura, los ojos no
encuentran final. Es como si alguien las estira de ambos lados. A un costado,
los postes de luz dan la impresión de alinearse en un ejército de marionetas gigantes
sostenidas por cordeles larguísimos impidiendo caerse de un lado u otro. Los
cables alimentan con su poderosa savia los bombillos de las casas, con luces
blancas unos, con luces amarillas otros. Alguien dice que los postes parecieran
sostener un papagayo del color del sol.
Todos los días las calles de La Asunción son un
espectáculo de olores. Los que suben, los que bajan, se deleitan con el aroma
escapado de los fogones, se saborea la imaginación con un pescado frito,
plátano frito, berenjenas, bistec o pollo guisado, se siente que el apetito relincha
en el estómago del viandante. Es lo tradicional en nuestros fogones, las
frituras y guisos conviven con la delgada tela en la mañana y arepas al medio
día y hasta en la comida de la tarde, cuando la noche está próxima. En los
patios se entretejen cuerdas de alambre donde la ropa ondeará para arriba, para
abajo hasta la huida de la última humedad, luego se recogen en un cestón para
alisarlas en la mesa donde también se come. En apartados rincones de la comarca
una cerca de chigüichigüi o una improvisada cerca divisoria de un corral, se
adecúa al muestrario de la lencería. Las pantaletas y sostenes, por el más puro
pudor nunca se muestran, se quedan en casa a mejor resguardo.
Las sábanas calcan figuras sensuales, sinuosas curvas
por la manía de envolver cuerpos mujeriles, la brisa esculpe la frágil
superficie que por las noches recubre un territorio abundante de accidentes
seductores. Por otra parte, como signo austero de reverencia al reino vegetal
muchos patios lucen una vieja ponchera de peltre amamantando maticas de
albahaca, perejil o cilantro, unas matas de cambur, otra de coco enana y una de
catuche completan el paisaje doméstico.
En las noches secas, los grillos saltan a los helechos
en ringlera, debajo del tejado de la sala para que aprovechen la lluvia cuando
aparezca, procurando un oasis que arrase sus chasquidos ensordecedores. El
sueño llega temprano. La Asunción se sume en la íngrima desnudez, y en absoluto
silencio vive otra vida que es la que nadie ve, como una sepultura oscura y
profunda. Hay quienes dicen, pareciera mentira, que por las madrugadas se
escuchan los sublimes acordes de una guitarra que nadie sabe de dónde vienen.
Solo se opaca por los aullidos perrunos codiciando la escogencia tardía de la
hembra por el que habrá de montarla.
Una caminata por el único río que la remoja, es una
visita a un universo arbolado inconmensurable. Provoca sentarse a contemplar su
hilillo de agua, por lo general turbia, quizás sucia, porque su cauce crece
solo cuando cae mucha la lluvia. Hacer un sancocho es plausible bajo la sombra
de una enorme ceiba que cuenta su historia en la hinchazón de las raíces, por
donde circula el céfiro avivando la candela. Si este paseo ocurriera por la
tarde, entonces la mejor idea es sancochar castañas, al regreso a nuestras
casas sentarnos en la puerta a comernos su rica salazón y a tirarle pedos a la
luna. En su defecto irnos al cine y pobre de quién se siente al lado.
El tiempo transita sin lidias, como temiendo despertar
no sé a quién, cuando más inadvertido pretende ser es luego del almuerzo,
después de una sopa de gallina con bastante pandelaño y lechosa tierna, y acto
seguido, el cuerpo se derrumba en un chinchorro a causa de la plenitud y el
sofocón, llegando a sueños profundos hasta que comienza a batir la brisa
vespertina, cuando las sombras se van arrimando a medida que el sol va bajando
para ocultarse por los lados de Juangriego. A esa hora, entre tres y cuatro de
la tarde no me cae nada mal un baño a orilla del tanque bajo la mata de níspero
y el fresco aroma de un jabón lechuga, después Isabel que me dé un cafecito
negro bien caliente para espantar el frío de adentro. La modorra huye
despavorida.
Cuando llueve, dígame cuando llueve, los cerros se avivan
de escarcha mostrando sus formas difusas, palpitando en su eternidad. Luciendo
lo oculto como cantos sosegados, ojos detenidos, lamiendo el cielo su constante
talla detenida. Las calles chirrean cuando el agua las anega, un sopor de
adioses levantan vuelo siendo pájaros humeantes. Se siente el olor a asfalto
comiéndose la lluvia, se escucha el trozar de los huesos apedreados en lo que
parece un incendio sin candela ni por arriba, ni por abajo. De los sectores
aledaños hasta el casco histórico bajan torrentes escapados de las entrañas abiertas
en la dura batalla con el agua penetrante, hiriente, que hace saltar la
inocencia interior de los suelos con señales del pasado, pasado altivo sin
gemidos arrancados de la impronta acusación forastera.
De pronto árboles y casas en desahucio se van en un
río llevando en el lomo la desazón. En el tránsito van quedando restos
amontonados en las alcantarillas, presos en el entramado metálico, huella
vanguardista que nos alcanza. De igual manera el aguazal, en su insistente
regadera es capaz de desmembrar calzadas, colarse por la dermis callejera hasta
hacer saltar costras cementeras. La Catedral también sufre, tanto que por
algunos lados comienzan a vérsele algunos “huesos”en su armazón de caña brava,de
allí que las angoletas y paraulatas se la pasen escarbando entre las rajaduras
donde se esconden insectos y otras alimañas diminutas que alimentaran sus
pichones.
Entre tanto en las plazas Bolívar y Luisa Cáceres los
antiguos robles se desojan y sus troncos se pudren, haciendo correr un peligro
inminente. Miremos ahora el bulevard, abrumado por la inclemencia del astro que
remeda unas jardineras esmirriadas, con un desorden atroz en las sobrevivientes
plantas enfermizas que relucen de guapeza solo porque a veces llueve. A pesar de
las calamidades, cuando las horas comienzan a bajar de medio día miramos cómo
el mármol relumbra haciendo las veces de un río inmóvil, su brillo enceguece y
hasta muy entrada la noche es cuando se esfuma el último fogaje. Gracias a los vientos que crecen en las
plazas y que se enredan en el campanario espantan el sopor que sale de todas
partes. Es así de recio que la gente prefiere quedarse dentro de sus casas.
Cuando el reloj marca las dos de la tarde los duendes juegan a sus anchas porque saben que nadie los está
mirando, no hay nadie en las calles, no en balde se ha vuelto tradicional el
dicho que reza que uno puede salir desnudo en las tarde asuntinas porque no hay
nadie en la calles, nadie. Solo las gallinas perciben esas identidades y por
eso cloquean, hay quienes creen que es de contentura, pero no es así es que hay
muchas almas recorriendo las huellas que dejaron.
De las tres en adelante es cuando la brisa roba
frescura a los viejos tejados, para embadurnar la cara de quienes dejan
colgados en los amplios corredores los larguiruchos chinchorros.
A estas horas es cuando el bullicio va calando en la
escena vespertina, son los muchachitos que vienen de las escuelas Luisa Cáceres
de Arismendi y Francisco Esteban Gómez, a ellos se suman lo que van a recibir
clases en el Núcleo de la Orquesta Sinfónica, la música académica con sus
trombones, cornos, trompetas, violines, chelos y tamborones sirven de marco al
casco histórico de la ciudad rememorando a excelentes maestros que ha dado este
terruño. La conversa comienza a ponerse buena.
Son las cinco de la tarde y las beatas emperifolladas
se van arrimando a las puertas laterales sedientas de escuchar la palabra de
Dios. Los nombres de los difuntos son leídos con antelación para que los fieles
sepan por quién elevará sus plegarias, el descanso eterno se hace cada vez más
comunitario. Los bancos de las plazas tiene quien los enfondillen
consuetudinariamente, los mismos de siempre, si hay extraños los perros de
Chichino se encargan de delatarlos.
De pronto el aroma despedido por los hornos de la
Panadería San Juan Bosco todos otean para descubrir si están saliendo los panes
de leche o aliñados, todos terminamos empalagados de ese bálsamo inefable.
En estos ratos cuando casi toda la familia está por
fuera “cogiendo fresco”, nuestras mamás y abuelas aprovechan para juntarse con
los recuerdos. Van a sus cuartos, abren el baúl hecho por el viejo, agarran un
paquetico amarrado con una cinta azul celeste, y comienzan a ojear las tarjetas
de bautizo de los nietecitos, biznietos, admirándose de cómo han crecido los
carricitos, de igual forma repasan las estampitas de los santos, esas que
reparten en las misas, haciéndole un encarguito a cada uno, finalmente cuando
siente el chirriar de la puerta vuelven a colocar su memorial en el mismo
lugar, hasta otro día, mijó, le dicen al finado marido, besando la amarillenta
y única fotico que quedó de él.
En efecto, han llegado los muchachos, con el pan
fresco y caliente, todos se sientan a la mesa y comienzan el festín del pan con
mantequilla derretida rebosando el corazón tierno de la harina, los pocillos de
café con leche están por salir de la cocina. Esta será la última comida del
día.
Llega el momento de juntar las puertas de la Catedral
para cerrarse, la misa ha concluido. Algunas oraciones se escapan para
prendarse al aliento entristecido de los deudos. Es como si bajaran el telón de un gran escenario.
Cuando la noche hace los primeros amagues por aparecer
simultáneamente deja escucharse la algarabía de las angoletas buscando acomodo
en los guayacanes y robles, procurando acurrucarse para burlar el chaure y siga
de largo entre el ramaje sin llevarse una de ellas. Los días de retretas se
perdieron, la desidia ocultó para siempre las notas de los valses de Augusto
Fermín, Claudio Fermín y tantos otros insignes maestros que se interpretaban
con tanto alarde, dejaron que se fueran detrás de las noches azules deleitando
la oscurana que flota en los cocales del Cerro El Copey, ya quisiéramos los
asuntinos volver a escuchar Quisiera.
Como en todo pueblo, no pueden faltar las fiestas. Solo
que las nuestras son celebraciones religiosas, las disfrutamos con el más
elevado espíritu, pero básicamente con una fe enaltecida, buscando allanar los
caminos hacia Dios sin ocultar el regocijo inmanente, pienso que nacemos con
ese fervor, es la Semana Santa, el reencuentro de nosotros con todos los
santos, son nuestras fiestas. Sin duda alguna que el 15 de agosto es motivo
para mostrar la espiritualidad de la que se reviste, la Ciudad a golpearnos el
pecho e hincarnos en el altar mayor porque es el día de Nuestra Patrona, la
Virgen de La Asunción, así como lo es de los margariteños.
La noche es el telón que lentamente se deja escurrir
en una gran sala indicando que la función está terminando por ese día, con él
se van ánimos y desánimos, palabras envueltas en verdades y mentiras, miradas
reveladoras, confiscadas, las que no se ven y las que se miran de reojo. Casi
todo se va con los días, me faltó decir que somos un trozo de vida con la
esperanza apuntando al saliente, volveremos a mirar extasiados el amanecer de
un nuevo día, que como todos los días se levantará en puntillas a descifrar
nuestras purezas e impurezas.
No nos asusta irnos a dormir sin lavar las penas que
deambulan al igual que los espíritus olorosos a acacias, a flamboyán, no nos
detenemos en copas rebosantes del vino de los siglos en el palacio de la
indiferencia, más bien tostamos la turbulencia que nos atañe, así como lavarnos
los cabellos en señal de tregua. Me imagino que el agua hace desaparecer el
abatimiento. La noche se va desparramando sin más retoques a la entrega
silenciosa, un manto fino que la viste de dama empecinada turnando el balanceo
de su antigua silueta entre horas colgadas en el crujir de los troncos, a
medida que la savia se les enfría.
Las gruesas paredes del templo se liberan de los
ruidos molestos que cohabitan en el día; camiones, carros, motos, pitos,
cohetes, cañonazos y el humo que lo agobia, todos los días de todos los años.
Las calles y calzadas se tornan fantasmales, cálidas, placenteras para que el
caso de venirse encima un lucero encima de ellas pueda esconderse en la juntura
de las lajas, sin que nadie se dé cuenta. El puente colonial testimonia el
diminuto diálogo entre un hilillo de agua sucia y pececitos grises que viven en
las posas mirando cómo el limo ha invadido las piedras viejas y nuevas que trae
la corriente y en la llana profundidad han hecho cuevas donde disfrutan las
estaciones.
Cuando el alba levanta, disipando la bruma adormecida
despiertan los alcatraces, gaviotas y guanaguanares para acompañar al pescador
guacuquero que comienza recoger sus guacucos, una medida de ellos cuesta
trabajo y poco dinero. Comienza a pasar la gente a sus labores, a pie, en
bicicleta, los muchachos a la escuela, el tránsito principia su labor de
atormentarnos con estruendos y bocanadas de veneno. La ciudad muestra su
ominoso lado de modernidad. Apostada cada cual en su santo lugar, las
empanaderas asuntinas abultan el vientre de la masa en media luna con pescado,
queso, pollo, carne o caraotas, el desayuno exprés de un poblamiento que ahora
conoce la prisa.
Con todos sus pesares, angustias y frustraciones La
Asunción es la niña de los ojos de los asuntinos, la garganta ceñida a un
silencio de adioses, flameando como los resplandores salidos de la Catedral
adorando a Dios.
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