La tierra que somos
Manzanillo entre la danza y la furia
Juan José Prieto
Lárez
A tientas, el
sol busca la manera de sorprender por encima de los tunales, la pasividad de
los botes morando las frías aguas de Manzanillo. Para precipitarse sobre ellos
y desgarrar la última gota de humedad acunada en los surcos de la madera hecha
viaja por el tanto salitre que la agobia. Y comienza la algarabía de los
alcatraces, se extiende por la verde hondura haciendo salpicar las lisas
brillando como fantasmas aflorando de la nada, pero esa nada significa la vida
de hombres y mujeres que no se han ido nunca de allí por más colores y brillos
de otras costas.
Crecen entonces
las olas, y cuando la mañana se hace paisaje. El viento atraviesa los uveros
borrándole el rocío acurrucado en sus gruesas hojas. Es la sonrisa arrullando
la sorpresa súbita desatada por el nuevo día, cubriendo el respiro de la
madrugada hecha solemne como una criatura en el regazo de su madre.
El tiempo, ha
pasado desatando furia, distinguiéndose en el asfalto que reta la fingida
inocencia de la mar. Mirando de reojo la distancia que los separa. En efecto, y
como reza la voz del marinero: “la mar reclama lo que le han quitado”, la
respetan porque saben que cuando se agita es porque de sus entrañas vendrá el
látigo mordaz con una intensidad telúrica reclamando su espacio aniquilado. Así
aturde y sacude el arenal donde yacen las rancherías. Salta la espuma entre las
piedras, respiran los guamos intranquilos, sin cueva por que la bravura se les
vino encima.
Manzanillo es
así, dormida como el trazo de una danza que la adorna y la habita, pero
despierta a veces, convirtiendo su sueño en ruinas. Conquista su orilla para
seguir anidando bravuras que habrá de lamer el sol cuando se haga pronto.
Manzanillo
La
carretera su lengua
queriéndonos
llevar
a lo
desconocido a su hondura
Enramadas
huesudas
no sienten
el fogaje
Lloran
En la
orilla máquinas
metros
cuadrados
parcelas
bloques
tubos
cabillas
Un
pichiguey encaramado
a punto de
venirse entre piedras
tiene miedo
(del Poemario
Orillas, Juan José Prieto Lárez)
Manzanillo. Isla
de Margarita. Venezuela
La tierra que somos
Juangriego
y la última fortuna del ocaso
Juan José Prieto Lárez
Repentinamente
uno mira el horizonte. Como un grito áspero se hace densa la marea cobijando el
resplandor moribundo, el último del día. Es mágico el atardecer en Juangriego,
donde se abalanzan las horas para incrustarse en la pausada ciudad donde gime
el salitre cuando emboca la laguna de Los Mártires, cual rincón de una amplia
sabana que es toda la bahía. La quietud se hace muro donde el aliento de los
almendrones hace olvidar el sopor vigilante del cemento vuelto opaco. Gota a
gota por el aceite regado de las máquinas que lo apabullan.
Sin embargo no
limita el paso del guardián trayendo una sarta de pescados ganados al mar desde
el muelle tendido, y ahora vestido de modernidad, porque sacudieron sus viejos
troncos, soportando por muchos años las enclenques tablas pulidas por pasos
viajeros a ultramar, hasta que su piel se agrietó suplicando la llegada de la
ausencia para siempre.
Es ahora
Juangriego, un testigo silencioso del viejo puerto por donde arribó el
Libertador para la cita en Santa Ana del Norte. Quizá exista un clemón detrás
de su iglesia guardando un tañido del bronce cuando pisó este suelo Simón
Bolívar. El rostro del comercio actual hace incómodo mirar las fachadas
antiguas escondiendo la hechura de los primeros albañiles que prefirieron no hacerse
pescadores, sino embellecer con finos arabescos las primeras casonas con
zaguán, y fueron venciendo los avejentados bahareques.
Reposa distinto
el cardumen aquietado al sosiego del puente que busca adentrarse en Pedregales,
esa parte de acá nacida allá, es avenida hacia el crepúsculo, al final, donde
se confunde el estruendo de las aguas y el último alboroto del gentío.
Juangriego
Cuando en
tu muelle
ya no hubo
espacio
para
amarrar
más botes
no importó
anclaron
ajenos al
olvido
en mi
memoria
(del poemario Orillas, Juan José
Prieto Lárez)
Juangriego.
Isla de Margarita. Venezuela
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