Religión adentro
No lo llamaremos pueblo
porque no lo fue, un caserío tampoco. Una comunidad, esa sería la definición
más acertada. Solo era una explanada, un lunar de tierra en el cuerpo verde de
una sábana vegetal. En un principio fueron no más de diez chozas de palma, no más
familias que nuestros dedos. La nada como testigo de carencias y saber nada de
sí. Ese minúsculo territorio la llamaron Angustia y las mujeres y niñas se
mentaban igual. Los hombres eran nombrados Espíritu, todos eran un solo
espíritu. No distinguían entre el bien y el mal, solo apreciaban la yuca y las
gallinas, de las que nunca supieron cómo llegaron a ese remoto punto del inmenso
territorio desconocido por ellos. La muerte era muy normal, sin llanto
desgañitado, pero si el aire perfumado por la esencia de la savia de los
árboles gigantes. Los que morían eran enterrados al pie de ellos para que
llegaran pronto al cielo, un camino seguro para no desviarse en la travesía,
sin dilación.
Por alguna casualidad
un ramalazo de cristiandad pasó calmo por las arenas movedizas de la herejía.
No fue del todo inútil la rauda visita, después de un veloz rosario y los
pellizcos de agua bendita. Como muestra de la salutación en nombre de Jesús
Sacramentado, les dejaron un cartón con la imagen de un santo con el nombre en
letras que ellos no supieron nunca lo que decía. Nada más entendieron que todas
las mujeres y hombres deben tener un santo que los ilumine y proteja del mal,
cuál mal, se preguntaban. El cartón pasó unos días clavado a una vara con una
espina de naranja hasta que alguien recordó que el librito que les enseñaron
con el mayor de los apuros, la misma imagen tenía cuatro tablas a los cuatro
costados. Cortaron unos palos de bambú y lo mismo hicieron, y en una mesa
amarrada con bejucos lo pusieron, no sin darse cuenta que estaba opaco el
rostro de la imagen celestial. La matrona rompió un huevo de gallina y con la
clara pulió la acartonada figura. La sombra de un samán hizo lo demás. El
hombre más antiguo elaboró unos cirios con un patuque de savia de los muertos
viejos, guate de gallina y trocitos de palo secos, una hoja de lirio de agua
fue la mecha.
En medio de un redondel
colocaron la mesa con su carga santoral y cuando el astro se perdiera de vista
encendieron los cirios y todos haciendo hileras en frente, se sentaron a
mirarlo. Al concluir una letanía mal aprendida de los fugaces forasteros de la
palabra de Dios notaron dos gotas que se venían lentamente llevándose consigo
la pulitura. Como no sabían lo que era un milagro nadie decía nada. La matrona
conociendo la fragilidad de la clara del huevo exclamó: se le está derritiendo
el huevo al santo por la candela. Un adolescente soltó una carcajada como
pícara expresión. Todos rieron y se abrazaron y hasta bailaron el santo,
supieron lo que es una fiesta. Entre la maleza se movían sombras horizontales
hasta que el sol despuntó insolente, las mujeres seguían cantando y los hombres
pasaron días sin probar un bocado. Años después allí mismo en la misma explanada,
surgió la ciudad de San Lucas, allá en las enconadas riberas de Río Negro.
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