Juan José Prieto Lárez
Una calurosa
tarde de agosto supe la historia. Félix Brito, “El Cumanés”, me echó el cuento.
Todo sucedió en el reacomodo político en la Venezuela de los años
sesenta, cuando se pretendió petrificar todo aquello que oliera a Unión
Soviética. Algunos adoctrinados, con un maltrecho entrenamiento ideológico,
trasnocharon su desobediencia para enfrentarla a una realidad urgida por marcar
la diferencia entre una supuesta mejor vida, como pararrayos a la incipiente
revolución cubana como posible trasmisora de la fiebre del todos somos iguales.
Aquí en La Asunción , un
insignificante eslabón en el escenario proselitista nacional, se libraba una
gran batalla con sangre joven dispuesta a incendiar las intenciones derechistas
de esta entonces tierra de nadie. En el viejo Parque Luisa Cáceres de Arismendi
de la capital neoespartana, estaba la famosa lira, enfrente de la Catedral , donde los
valses y pasodobles de la Banda Gómez
deleitaban a parroquianos y visitantes.
Detrás de
este icono de la pulcra herencia cultural conseguida al paso de la historia por
los asuntinos, se construyó en tiempos de Pérez Jiménez, una fuentecilla
circular con un peculiar dispensador de agua; un angelito carajito, meón. Todo
de blanco, sin alas, pero un angelito era. Precisar a estas alturas quién o
quiénes iniciaron con el empeño de convertirlo en comodín publicitario de
toldas partidistas, no es el punto. Lo cierto es que de la noche a la mañana,
este angelito meón se convirtió en el alusivo propagandístico más visitado, al
menos en Margarita. Cada mañana el Parque Luisa Cáceres se atiborraba de
visitantes para ver de qué color había amanecido el querubín meón. Si más
blanco que su propia piel fueron los adecos, si de amarillo los urredistas, si
de rojo los comunistas, si de verde los copeyanos, y así sucesivamente. Pero
cuando no era rojo en algún lugar pintoresco de la ciudad amanecía una bandera
negra, como un día en el Castillo Santa Rosa. Una perfecta táctica de
persuasión a la impresión que pudiera causar el angelito de la plaza. Así que
eran varios los elementos utilizados por los últimos bolcheviques asuntinos.
Los ojos de
Cumanés brillaban cuando contaba de las odiseas para lograr llamar la atención
del electorado. Desde persecuciones hasta muchos días de arresto, pero todo por
la causa de los pueblos oprimidos del mundo en levantar su voz ante el opresor.
En cualquier esquina podría aparecer una pinta protestataria, o algo así como:
¡el pueblo unido jamás será vencido! Pero nunca la cuenta de cuatro o cinco
revoltosos pudo aumentar, algunos todavía viven para contarnos sus vivencias
juveniles, otros han partido al mitin infinito del máximo líder universal.
Finalmente,
en conchupancia expresa entre los partidos conservadores decidieron impulsar
una suerte de puntofijismo local, y así aniquilar a los rojos bolcheviques y se
fueran con sus cuitas a otra parte. Ellos blandían la bandera rebelde por un
cambio que nunca llegaba. Pusieron a
prueba la vida y la muerte, con escaramuzas muy bien pensadas. Doblegaron el
pánico y la gloria los recompensaba, a medias. El último bolchevique pasó a
retiro cuando el silencio sopesó, la retirada o una vejez imposible. Ahora “El
Cumanés” puede contar su cuento sin temor a desertar de las filas rojas.
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