sábado, 2 de agosto de 2014

EL VUELO DEL BÚHO - Un largo sueño Ambrosiano

Juan José Prieto Lárez

A quinientos metros al este de Playa Punta Arena en la Península de Macanao, hay un sector que por años se denomina, aun, Morro Blanco. Dicen las lenguas que por esa orilla el general Natalio de Olmedo desembarcó luego que una tormenta lo atajara en su viaje hacia Jamaica, siguen contando que en la bodega de la embarcación  llevaba armas y municiones robadas al Imperio Español, se sostiene que el arsenal estaba a cargo de un joven de nombre Cástulo Toledo oriundo de la ciudad que lleva ese nombre en la vieja España. Eran días noviembre de 1770.`

Ambrosio Guevara, fue un lugareño que nunca se atrevió a cruzar de ese lado de la península porque había la creencia que el galeón Tridente, la nave de Olmedo, a ciertas horas de la madrugada era visto atravesar los canales de La Restinga con sus filas de cañones asomadas por el vientre como bocas con gargantas oscuras dispuestas a escupir fuego. Prefirió hasta sus noventa años arriar enjambres de chivos, los más grandes jamás conocidos en muchos años en Margarita.

Alguna vez, en la bodega de Berto Rojas, por los lados de Boca del Río le oyeron contar que su bisabuela, Micaela Andarcia aseguraba que en el pie de un frondoso guayacán, el más verde que nunca ha existido en la vasta extensión de los arenales tostados que conforman ese territorio inhóspito, había un entierro. Este sería para quien gozara de la bendición del muerto.

            Sin embargo no faltaron los avaros que se lanzaron a la incierta aventura de descubrir la supuesta providencia resguardada por almas del más allá. Llevaron detectores de metales, supuestos buscadores de tesoros, pero nunca encontraron más que empuñaduras de sables y culatas de fusiles. Así nació esta exquisita leyenda.

Debieron pasar setenta años para que realmente se supiera la verdad. Sucede que Ambrosio, esto se lo contó a un compadre suyo, Félix Marín, que mientras Dios le dio fuerza contó una y mil veces la falsa historia de su bisabuela. La intención fue que nunca se supiera que la verdadera la sabía él. Le dijo a Félix: cuando yo tenía unos quince años soñaba con un banco de niebla que se me venía encima, de ella surgía una voz pausada con un acento extraño y, me decía que fuera al pie del guayacán, allí él había dejado algo para mí. Esa misma voz le exigía una misa por su descanso eterno.

Al día siguiente todo se le olvidaba. Una madrugada sintió que una mano huesuda lo arrastraba desde su chinchorro hasta la puerta del rancho donde vivía junto a la orilla de la playa: ¡anda o te maldigo para siempre!, y que le dijo. Acto seguido agarró su azadón y caminó hasta el guayacán, se sentó recostado del grueso tronco con espesas costras empeñadas en resguardar su terca rectitud de ser el único en ofrecer un respingo de sombra por esas soledades.

Con el susto en la boca rezó un Padre Nuestro para aminorar los riegos del embarazoso misterio. A la primera punzada en la tierna tierra condenada por la hojarasca desparramada, dio con un pequeño caldero de fuerte metal donde halló veinte monedas de oro con la efigie de los reyes de España. Desde esos días se dice que siempre es bueno escarbar al pie de un guayacán. Uno nunca sabe.



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