Juan José Prieto Lárez
A quinientos
metros al este de Playa Punta Arena en la Península de Macanao, hay un sector que por años
se denomina, aun, Morro Blanco. Dicen las lenguas que por esa orilla el general
Natalio de Olmedo desembarcó luego que una tormenta lo atajara en su viaje
hacia Jamaica, siguen contando que en la bodega de la embarcación llevaba armas y municiones robadas al Imperio
Español, se sostiene que el arsenal estaba a cargo de un joven de nombre
Cástulo Toledo oriundo de la ciudad que lleva ese nombre en la vieja España.
Eran días noviembre de 1770.`
Ambrosio
Guevara, fue un lugareño que nunca se atrevió a cruzar de ese lado de la
península porque había la creencia que el galeón Tridente, la nave de Olmedo, a
ciertas horas de la madrugada era visto atravesar los canales de La Restinga con sus filas de
cañones asomadas por el vientre como bocas con gargantas oscuras dispuestas a
escupir fuego. Prefirió hasta sus noventa años arriar enjambres de chivos, los
más grandes jamás conocidos en muchos años en Margarita.
Alguna vez,
en la bodega de Berto Rojas, por los lados de Boca del Río le oyeron contar que
su bisabuela, Micaela Andarcia aseguraba que en el pie de un frondoso guayacán,
el más verde que nunca ha existido en la vasta extensión de los arenales
tostados que conforman ese territorio inhóspito, había un entierro. Este sería
para quien gozara de la bendición del muerto.
Sin
embargo no faltaron los avaros que se lanzaron a la incierta aventura de
descubrir la supuesta providencia resguardada por almas del más allá. Llevaron
detectores de metales, supuestos buscadores de tesoros, pero nunca encontraron
más que empuñaduras de sables y culatas de fusiles. Así nació esta exquisita
leyenda.
Debieron
pasar setenta años para que realmente se supiera la verdad. Sucede que Ambrosio,
esto se lo contó a un compadre suyo, Félix Marín, que mientras Dios le dio fuerza
contó una y mil veces la falsa historia de su bisabuela. La intención fue que
nunca se supiera que la verdadera la sabía él. Le dijo a Félix: cuando yo tenía
unos quince años soñaba con un banco de niebla que se me venía encima, de ella
surgía una voz pausada con un acento extraño y, me decía que fuera al pie del
guayacán, allí él había dejado algo para mí. Esa misma voz le exigía una misa
por su descanso eterno.
Al día
siguiente todo se le olvidaba. Una madrugada sintió que una mano huesuda lo
arrastraba desde su chinchorro hasta la puerta del rancho donde vivía junto a
la orilla de la playa: ¡anda o te maldigo para siempre!, y que le dijo. Acto
seguido agarró su azadón y caminó hasta el guayacán, se sentó recostado del
grueso tronco con espesas costras empeñadas en resguardar su terca rectitud de
ser el único en ofrecer un respingo de sombra por esas soledades.
Con el susto
en la boca rezó un Padre Nuestro para aminorar los riegos del embarazoso
misterio. A la primera punzada en la tierna tierra condenada por la hojarasca
desparramada, dio con un pequeño caldero de fuerte metal donde halló veinte
monedas de oro con la efigie de los reyes de España. Desde esos días se dice
que siempre es bueno escarbar al pie de un guayacán. Uno nunca sabe.
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