EN ESTA VENTANA Y ESTOS PATIOS


Ángel Félix Gómez
Juan José Prieto Lárez

EN ESTA VENTANA Y ESTOS PATIOS


“Las ventanas siempre estarán abiertas a la vida. Los pasos siempre resonarán en los corredores de las casas que antes habitamos. No importa el paso del tiempo, aunque la ciudad se nos caiga a pedazos”.

                                                Lucho Vinicio (poeta romano del siglo VI a.C.). 




Desde esta ventana de mi casa toco las campanas ocres vueltas verdosas en la Catedral. Camino la cornisa que detiene al sol y la lluvia, cuando mi casa se colma de claroscuro. Entre las cepas de plátano sembradas al final del patio de afuera donde se mueven sombras que parecen gentes. Qué harán las almas sobre el tanque donde flotan las hojas de níspero.



Sentado en esta ventana puedo mirar mi casa por dentro, el cuarto de mis hijos frente al mío, donde con mi mujer descanso los días,
donde me hago más viejo.
Más allá por un angosto pasillo, dejando atrás el estar, está mi estudio. Allí atesoro libros con sus poetas y escritores, donde siento cuando escribo, que me miran y señalan. Los presiento undulando como si quisieran ayudarme a unir las letras de las muchas palabras labradas en tantas madrugadas, pero ellos, los muertos, se sienten bien conmigo porque los tengo cebados con una luz que enciendo cuando estoy allí.



La brisa trae voces, murmullos, risas, quejidos, los árboles crujen, piensa uno en los difuntos de uno. El olor a crisantemos se adueña del suspenso, celebrando la metamorfosis atribulada. Arrecian en racimos los dolores y secretos lastimados, con la sola proclama de ángeles vence el solitario consuelo, nada parece distinto más allá de la ventana de mi casa.



Mi casa es nueva, pero desde hace mucho tiempo es mi morada, me reconozco en la madera de su esqueleto. En ella he vivido siempre, quizás antes de volver a ser quien soy, por eso me apodero de cuanto ella encierra. Surjo callado a exclamar las horas cuando me consigo otros moradores entrelazándose con mis huellas, vivas, las de ellos son señales.



Siento el rumor de mi cuerpo desnudo en la batalla por el sueño, pisando el techo con venas hechas de mangle, estériles. Atenazan gruesos troncos ahogados en máscaras de cemento.
Solitario, mi rostro clama por la marca del vacío desprendido del cuerpo, igual al morirse y dejar el manantial devastado. Busco en la mecedora sola en su vaivén, si los duendes juegan a las escondidas.



Vienen palabras para mentar el patio de afuera, donde se amaban la noche y el silencio, allí una laguna, escondía en su fondo sapos negros, que no demoraban en engullirse un hombre íntegro. En la orilla un hermoso ponsigué destacaba por el brillo de sus frutos, los pájaros comían, cantaban para espantar el misterio.
Mi hermano fue sin orden y regresó cargado de las redondeces pulidas, mi madre enmudeció ante el atrevimiento. Quiso saber cómo hizo, él respondió: me los tumbó abuelo. El abuelo había muerto algunos años atrás.



Los olores de vigilia se desplazaron por toda la casa, el humo de los lirios vendó mis ojos, mientras un chaure, sin cesar hacía llamas con su llanto. El destino había desembocado con el poder de un carro atrapando un niño para tragárselo sin vacilación. Desde la ventana de mi casa cerré los ojos espantados.



Busqué mis gestos en el espejo, la extraña silueta de mi cara alcanzó a mirarme sobrepasando la frontera del miedo. Al borde de mi pensamiento se abrieron grietas donde se arrastraron mis manos desplazando el abismo donde me aguardaban seres marcados de cicatrices.



Desde esta ventana acompaño la oración vecina, lleva igual que yo el frío de nuestros muertos, tan profundo, revelando el titilar del juicio y una sed de luz traspasando las losas como símbolo silencioso.



Habito con presencias mudas, cercanas, recorriendo las mejillas frías de las paredes, denotan la ausencia de los que estuvieron. Se asoman a mis sentidos cuando me acerco, siento cuando me persiguen haciéndome trampas a la espera del sobresalto. Los dejo con la duda que ellos mismos, los espíritus, han sembrado en la suma de los silencios.



Pude una vez, irritar los trasgos cuando no permití que mi hijo Sebastián con cinco años de edad siguiera jugando sólo, al menos eso creía yo, su rabieta lo obligó a dormirse al lado de su mamá. Encima de un baúl, al pie de la cama quedaron acomodaditas sus boticas. Hice lo mismo de todos los días antes de entregarme al reposo. Hacía calor esa noche, oscura estaba esa noche. El niño entre los dos se habituaba al sueño profundo.
Dócilmente despedí el último rastro del día hacia el escampado inconsciente. El reino de la madrugada consoló mis huesos, mis carnes, hallando el fausto sosiego. En medio de la entrega sentí que algo golpeó mi espalda, dispuse unos segundos para sugerirme qué cosa pudo haber sido pero no atiné, busqué a tientas y tropecé con una de las boticas del muchachito.
Quién pudo haber hecho eso.



La piel de ixora se fue llamando áspera, capaz con su rojo acompañar al santo amarillento por la luz del poste, donde mismo una madrugada mi madre sintió el temblor del ánima que en sigilo recorría las calles con palidez inmaculada. Fue cuando su boca, trémula e insólita se durmió con un Padre Nuestro perfumado de incienso. La mañana se coronó de oraciones por los hundidos en el fierro derretido del purgatorio.



Recuerdo las urnas próximas a las manos tibias de mi padre, en el cedro, dando forma a los límites. El cepillo arrancaba escamas claras, enroscadas para batirse contra el suelo, el mismo donde yace el cedro transformado y los finados.
No se detuvo el castaño y al ras del cielo dejó caer su fruto, ni el pandelaño se aturdió cuando el relámpago iluminó un manto blanco por entre las espinas de limón.



Vuelvo a la voz de Isabel acusando la presencia del huésped, vio su pincelada atravesando la sala a las doce de la noche. Escúchame le dije, o es tu madre o mi padre, calla, que se queden, éste es también su hogar.



En la vieja casa era usual un florero, modestamente adornado con flores nacidas en las poncheras de peltre donde mi madre amorosamente las cuidaba, eran seres nuevos entre nosotros, hasta hacíamos cuenta por la floración de los capullos. Cuando no estaban propicias para el corte, por un real un mazo de flor de la reina o de hortensias o ixoras blancas me vendía la señora mercedita cerca de mi casa quien las cultivaba con el mismo y exquisito gusto. Ella enfermó, Mercedita, y todo su jardín se marchitó, siguió enferma y las de mi casa se pasmaron. Una mañana a las seis, sentí mi chinchorro lanzado por todo lo largo del corredor, nunca dije nada hasta ahora, pero Mercedita quiso despedirse de mí, por eso la recuerdo en los mármoles floridos.



Cayendo la tarde, los ojos de mi madre penetraron la sombra del guayacán en el patio del medio, se desplomaba sobre el piso de lajas, vio una mujer cargando una niñita, con su cobijita rosada, ambas se fugaron entre las paredes de la cocina. No llevaban prisa, más bien se mostraban serenas como si llegaran de un largo viaje.



Guardo en mi memoria a Vicenta, lejana como el último acorde de una cajita de música que contiene nuestra inocencia. Ella moría despacio, yo miraba entre adultos, la contemplaban esperando el adiós. Su hija Luisa reconciliada a una voluntad poderosa sujetaba ese encuentro que sería la despedida. Su final deseo fue un café, diligentemente su hija fue a buscarlo a la cocina, cuando regresó el pulso de Vicenta se había escurrido entre las arenas de sus viejos años.



Naciendo la madrugada, los perros ladraron hasta el cansancio. Me asomé por cada rincón de la casa, el orden era impecable. Aullaban asustados. No sé si por jocosidad, cuando aúllan de manera persistente es que perciben la muerte, a mí esa sola idea me produjo escalofrío, y siguieron, siguiendo yo escuchándolos. La indiferencia no logró hacerme suya. Mentiría si dijera cuándo callaron, y yo me quedé dormido. Las tonalidades de luz anunciaron el inminente amanecer, mi madre con una suerte mezcla de sentimiento y pena en su semblante me dijo quedamente: levántate, tu abuela se murió.  Jamás la vi de pie, una hamaca una hamaca fue aliada de su parálisis por años. Me pregunté, si en cierto modo los moribundos deshandan, cómo es qué aun sin la fortaleza de sus piernas pueden estar en otras partes, será sencillamente cosas del alma.



Cierto día Isabel se quedó en la cama más de lo acostumbrado, escurridizo salí del cuarto sin despedirme como no acostumbro. Me cuenta, pasado el día, que el sueño se le fue haciendo intenso, indócil hasta encontrarse en esa especie de barrera onírica, de estar dormida o alerta. En ese trance sintió hundirse el colchón cerca de ella, como si alguien quisiera acompañarla, despertó y estaba íngrima.



Cumplido el deseo de habitar la vieja casa donde crecería la familia, papá hizo reparaciones urgentes, eran espacios heridos de descuido por los dueños primeros. Apenas mis padres iniciaban su vida marital con la bendición desplegada en cada pronunciamiento cotidiano. Algunas vetas de lo antiguo manifestaban su rostro oscureciente, sin vacilar ante la disputa de inclinarse a lo delicado de la nueva compañía.
Mamá miró, a golpe de medio día, por la ranura de una puerta, quedó atónita, una mujer luciendo un camisón blanquísimo y el pelo hasta la cintura caminaba plácida por el patio de al lado, sin mirar su cara. Explicó a los vecinos lo sucedido, le dijeron que era Ana Margarita, muerta de dos disparos en la vieja casa donde hemos vivido todos.



Los amigos de papá se reunían en la puerta de la casa a esperar que sonara el tambor, sus golpes retumbaban en el silencio asuntino. Como quien va a una batalla, exaltaron el valor, y con la señal de la cruz en sus pechos decidieron auscultar la noche en busca del tambor de Bartolito. Cuando estaban cerca del tono este se dejaba escuchar más lejano. Nunca supieron su escondrijo como tampoco quién era Bartolito.



Guardiana en las calurosas tardes mamá se arrojaba al ture para asirse a la palabra extensa y cubrir el pasmo de las nebulosas. Rafaela Espinoza pasó con su cara atada a una mortificación, el qué te pasa, no se hizo esperar y soltó el asombro encajado en su estómago: anoche, Chente oyó una mujer que lloraba por la calle, pero no vio a nadie, bastó para que se prendiera en fiebre hasta esta mañana. Ave María Purísima exclamaron las dos.



¡Cara! Creyendo en llorona, refunfuñó papá al enterarse. La noche siguiente mamá sintió cuando papá le cayó encima en la hamaca ardiendo en fiebre. Qué pasa mijito: una mujer estaba llorando en la puerta de la casa.



Isabel recibió la visita de una amiga de su mamá. Ambas sostenían una conversa basada en semblanzas, reconstruían un pasado inmarchito. La indumentaria de esa amistad se sumerge en el torrente desbordado de una afinidad a prueba de aconteceres enmascarados. La señora Rosa se quedó dormida luego de almorzar arrellanada en el sofá, de repente sus labios comenzaron a pronunciar palabras que no eran de su voz. tu mamá está a orillas de un río muy hermoso, cristalino, con muchos jardines, está lavando su cara con esa agua fresca. Te manda a decir que está tranquila y muy pendiente de ti y los tuyos, te pide cuides mucho a tu papá. Despertó desdibujada, no quiso quedarse por temor a precipitar el miedo. Isabel respiró profundo y rezó un Padre Nuestro.



Otro día, arribando a su final, después de alumbrar a los santos difuntos desde un rincón, encima de un platico de losa la tenue llama se convirtió en hilacha amarillenta y saltó sorpresivamente atravesando el cuarto surtido de susto, mientras las miradas mascaban la  burlesca amenaza.



El primero de enero de 1998, torcida la madrugada, a punto de gotear el alba, en el cuarto nuestro un carrito, con sirena, en el fondo de la caja de juguetes comenzó su trepitar. Sólo bastó levantarme para que el zumbido huyera.



El pueblo dormía agotado, nunca la sangre lo había incendiado como esa noche cuando mataron un hombre en Santa Isabel. En su catre cuando dormía, una cabilla atravesó su garganta. Gota a gota fue muriendo hasta vaciarse el cuerpo. El alboroto se clavó en las sienes de la multitud aniquilando para siempre el muelle de la fraternidad. Fue la primera y única vez que vi a mi padre armarse con revólver, y caminar donde la muerte dejó una cicatriz que aun llevamos.



El tanque rebosaba tapizando raspaduras descubiertas bajo un frondoso jobo, donde dicen que las uñas de un muerto cobraban vida cada año, y las aguas se hacían rojas donde lavó su daga después de cortar sus venas.



Cuando el reloj de la Catedral sonaba las doce campanadas todas las noches, un carajito vestido de nada daba doce saltos alrededor de una mata de coco con un lirio blanco en su mano izquierda. No se vio más después que el agua bendita regó el pie de la mata que ya no existe.



Quiero estar en esta ventana de mi casa cuando me vaya río arriba contando estrellas, donde habitan los míos, desprendidos hace mucho dejando sus huellas.
En esta ventana de mi casa quiero estar cuando de mí solo sea el celaje.



Marcial el paso
en la alta madrugada
En el patio de adentro
Los jazmines perfuman la noche cuajada de cocuyos
La aldaba de la puerta
del patio de afuera
abre la casa
a los misterios
de la mata de guayaba
que guarda entre sus raíces
la luz fantasmal
del entierro velado
y el alma y el polvo de los huesos
del aparecido
en las noches de tormentas
cuando el silbido del viento
por entre el yacal del riíto
es el paso del caballo descabezado
de Lope de Aguirre
camino hacia las dunas de Guaraguao.



Vuelve a cerrarse la aldaba
de la puerta del patio de afuera
y el paso marcial de Padre
resuena sobre los mosaicos del corredor
En lo alto de los pilares
Comienzan las palomas
a despertar sus sueños
sobresaltados de murciélagos
que en vuelos rasantes
huyen de la inútil trampa
de las ramas de guichere.



El paso marcial se detiene
en el zaguán a oscuras
Padres se santigua
ante la Virgen del Carmen
y frente a los rubicundos querubines
que sostienen la banda
de Dios bendiga este hogar
Que para siempre sea así
dice Padre al abrir la puerta de la calle
y entra a las sombras de la madrugada
que comienza a bostezar
sus primeros rayos sobre el mar.



La casa queda de nuevo en silencio
las palomas han vuelto a su sueño
y comienzan a pasar bandadas de angoletas
que ni se ven
de tan oscura la madrugada
quién sabe hacia donde
por esos montes
dirá Padre en sus explicaciones
del mundo y de la vida
cuando su paso marcial
regresa al medio día
después de haber luchado
a brazo partido
con su brazo de niño campesino
por la vida
por nuestras vidas.



El paso liviano de Madre
Como una gota de agua
se oye en el largo corredor
cuando ya clarea por el Morro de Charaima
y el trino de las angoletas
en la mata de maco macho
se confunde con el toque de segundo para misa.



Pasa Madre con su paso de aletear de colibrí
ante la Virgen del Carmen del zaguán
y apaga la luz encendida por Padre
Como un suspiro se abre
la alta puerta de la calle
y antes del tercero último para la misa matinal
ya Madre reza por nosotros
y por todos los espíritus de la casa.



La casa vuelve a quedar
Suspendida entre las plumas de los pájaros
las palomas que se arrullan
en lo alto de los pilares
y las angoletas con su algarabía sin límites
En el patio de afuera
José el perico balbucea su abecedario
Cerca de las brazas de la cocina
y los murciélagos que no son pájaros
pero vuelan como pájaros del diablo
según la vieja Ana
que tiene más de un siglo
y los ojos profundos y la piel lustrosa como piel de culebra
que escarban los misterios de la noche
Los murciélagos cuelgan de las varas del techo
como frutos por caer
y regurgitan su ración nocturna
de cautaros y yaguareyes maduros.



Madre regresa de santificar la vida
de pedirle a Nuestro Señor
a la Virgen
y al Beato Claret
que cuiden y guíen todos los pasos de la casa
desde el zaguán de la Virgen del Carmen
hasta el patio de afuera
con todos sus misterios de aparecidos
y entierros velados
y cenizas de niños enterrados
en la última guerra
de tantos años atrás
que ya son flores de muerto
cuando caen las pocas gotas de lluvia
en esta tierra de sed.



Madre apaga la luz del zaguán
que Padre enciende en la alta madrugada
Madre es precisa y milimétrica en sus andares
por eso cuando la luz sigue encendida
cuando ella sale para misa
es que el alma de alguien
la vuelve a encender y lleva la noticia a la casa
La señora Auxiliadora no apagó la luz
murmura Virginia despertando
como atontada de tanto roncar
Después la noticia triste
Cecilio aquel muchacho alto y trigueño
familia de Padre
desanduvo sus pasos
desde Yaguaraparo atravesando cacaotales
y mares
para anunciar con bombillo del zaguán
de la Virgen del Carmen
que se acaba de morir
allá tan lejos
Cosas del Señor
diría Madre.



Clarea y el mar es un camino de acero fundido
por donde regresan los botes
del frío agua y viento
Salen de la noche constelada
con sus vientres repletos de escamas
y esperanzas
y voces que pregonarán
a todo lo largo de la costa
más allá del pueblo nuevo
y de los retamales del genovés
que la pesca ha sido buena
En la orilla de la playa
junto  al faro que no tiene luz
pero que alumbra hasta alta mar
con la llamita siempre viva de la gente
que es puro corazón en el pueblo de la mar
van llegando los botes
con su séquito de alcatraces y gaviotas.



En las calles
por los caminos de las tres cruces
que circundan el pueblo
el paso de la gente
es amanecer de claridades
y bondades insospechadas
ancladas para siempre
en las aguas calmas del puerto.



En la Casa
el paso de Inés es imperceptible
Su andar por la cocina
es una música acompasada
que sólo José perico
y los acures bajo el fogón escuchan
Comienza Inés a hablar con José perico
entre el humo aromático del candil
y el crepitar de la leña de yaque
que vierte sus lágrimas matinales
en el sabor de las arepas
soles engendrados en el maíz piriteño
o en la bondad del grano de Cariaco.



Inés le habla a José perico
de un tal general Ferrer
que no perdió ninguna batalla
Y de un general Velutini
que trajo su tropa de negros
desvirgadores de mujeres
de burras de cochinas y de perras
por todos los andurriales de la isla
Por eso en ese mundo de Dios
le dice Inés a José Perico
hay mujeres que no tienen pelo
en sus santas partes
y hombres con rabos como de perros
entre las piernas
Fue todo lo que quedó
Benditas sean sus partes
musita Inés.



Viva el general Ferrer carajo
se desgañita José perico
y los acures temerosos
corren a esconderse
bajo los haces de leña
porque un tropel de caballos desbocados
y gritos de guerra
estallan como leñas verdes en la cocina
Inés impávida
peina su larga cabellera
que le llega más abajo
de la cintura
y que derrama estrellas de jazmín
para embalsamar el olor de los cadáveres
de la última guerra de por ahí.



A las siete de la mañana
el paso de madre es un rocío
en su jardín
florecido a goticas de agua
porque ni nubes hay por esos cielos de Dios
Que llueva que llueva
la vieja está en la cueva
la luna se levanta los pajaritos cantan
que si
que no
que caiga un chaparrón
del tamaño de un pilón
es la rogativa de Madre
frente a las panículas
de la astromelia
que un chinito lavandero trajo de un remoto bosque de la China
donde estaba perdido
y no pudo encontrar de noche a su chinita perdida.



Frente a las blancas flores
de las umbelas de los lirios sanjuaneros
Madre reza otra de sus oraciones
y al caer las primeras
entre el verdor de la cepa de lirios
Marina la hija menor
sale gateando llena de flores y de agua
como un botón recién brotado de la tierra
y el rocío se hace risa
que hace su presencia en los dedales
de los niditos de algodón y seda
de sus chiritos
y en sus chicharras de setiembre
cuando anuncian su fiesta.



El andar de Madre
es ahora de fiesta
con Marina a su lado
con su ramito de jazmín de la India
para el altar de la Virgen
Que ella nos dé larga vida
dice Madre en el sonido de la última gota de agua.



La solemnidad del Popule meus
Inunda el zaguán de la casa
A las once en punto de la mañana
Cuando la vieja Mireya del Carmen
Entra por primera vez a dar los buenos días
Republicanos
Que la paz del Señor
siempre esté con ustedes
señora auxiliadora
dice tan pronto ve Madre
La vieja Mireya del carmen toda de negro vestida
Con su saya de hace ciento noventa años
Llegó con la Emigración de Oriente
junto con Luisa la egregia heroína
y se quedó desde entonces
andando con sus pasos de procesión
y su música sacra
por las calles del pueblo de la mar.



Si alguien será santo algún día
decía Inés a José perico
será esa mujer que viene desde tan lejos
con sus oraciones y rosarios
a ensalmar a la gente y a las casas
Esa vieja Mireya del Carmen dice que peleó
contra Boves en Urica y vio
cuando Zaraza le ensartó la lanza por el ojo
que se volvió mochuelo
aguaitacamino olaya
Se jodió el urogallo José perico
Viva el general Ferrer no joda
le responde José perico
Cuando las dos viejas guerreras
conversan de guerras y milagros
la casa se llena con un olor a pólvora
y gritos de guerra
Uno cree ver un riíto de sangre
que sale de la cocina hacia el patio de afuera
y riega el sabilar
donde asoman guaripetes de dos cabezas
con huesitos de niños entre la boca.



Viva el general Ferrer carajo
mueran los cachupines no joda
y el tararí de una trompeta triunfal
anuncia en la casa
que son las doce en punto del medio día
cuando la vieja Mireya del Carmen
sale para la calle
para seguir su guerra de ciento noventa años
Los ojos verdes
y el cabello como de candela
de la vieja Mireya del Carmen
es todo lo que quedó
de la explosión de la Casa Fuerte
Ahora ya no hay ni con quién pelear
dice al despedirse de la señora Auxiliadora.



Ballet para adelante
ballet para atrás
es el paso candencioso de mi hermana María
que se acompaña con el piano
Vuelan las mariposas en el patio de adentro
y los singapozos
siguen el mismo ritmo del paso de María
sobre la gota de agua
milagro viviente en los lirios de Madre.



El retrato de la mexicana María Elena Márquez
cuelga del espejo grande de la sala
Igualita a mi hija maría
dice entusiasmado Padre
cuando disfraza a mi hermano Enrique
como Jorge Negrete o Pedro Infante
a Marina como a Dolores del río
y a mí como Antonio Vadú
Mi hermana María
es el retrato de María Elena Márquez
y baila como ella
y camina como ellas
Y Padre dice que él es Joaquín Soler
cuando llegan los vaqueros a montón
contar en el zaguán de la casa que han matado a Juan Charrasqueado
Un vaquero enamorado
que a las mujeres más bonitas se llevaba
y en aquel campo
ya no quedaba ni una flor
Y fue con las flores del patio de Madre
que pudimos llevarle una florecita
al pobrecito de Juan Charrasqueado.



Las palomas asustadas abandonan sus nidos
De lo alto de los pilares caen plumas sueltas
y pichones con los picos suplicantes
Los murciélagos en pleno día
pasan rasantes por toda la casa
esquivando por un pelito los obstáculos
Este Enrique volvió a volar
como el Capitán Maravilla
se esponja Virginia en el patio de flores
señalando al techo de caña bravas
por donde planea mi hermano Enrique
con un paño de mota al cuello
la capa Mágica del Capitán Maravilla
Shazán
Shazán
repite mi hermano Enrique cuando aterriza
en el patio de afuera
y vuelve a levantar vuelo
ante el terror de las gallinas
que tanto susto ponen los huevos blandos
como si fueran de tortugas.



Shazán
Shazán
Repite José perico
Inés ni asombra
cuando lo ve caer como un ovillo desmadejado
sobre las brasas de cuicas y candil
Se jodió el general Ferrer
grita José perico
De la cocina escapa un olor
de plumas quemadas que reviven
a todas las ánimas de todos los rincones
y una voz gutural
desde las cenizas del fogón
desgarradamente exclama
que se jodió la revolución.



El paso de mi hermana Marina
es enredadera florecida
en el paso de Madre
Marina es mariposa entre las astromelias
cocuyo entre las maticas de abrojo
que Madre deja crecer
por sus flores amarillas
porque es lo que luce
y verde nace por doquiera
El amarillo del abrojo
es la bandera liberal
en el patio de adentro de la casa
Mi hermana Marina redobla sus pasos
para seguir el marcial de Padre
que le dice que su hermana María es igualita a María Elena Márquez
y que no está lejano el día
que de los estudios Churubusco vengan a buscarla
para hacer una película
y yo seré el taquillero
se ríe Padre
con su risa de viento y de tierra mojada
de niño campesino.



Marina toca el redoblante
y la siguen en estricta formación
los acures de la cocina
Esa niña es igualita a la niña de Petronila
la de Francisco Esteban
dice Inés entre el humo del yaque
Los tizones crepitan más que nunca
y las brasas son más rojas
lo mismito que la cabellera de Francisco Esteban
El redoble de marina
llega hasta la pared del fondo
y del sabilar salen jinetes con el pecho descubierto
Un hombre alto y rubicundo
lee una proclama a los pueblos del mundo
Mi hermana Marina
con su aletear de mariposa se marchó a la guerra
Igualito que la niña Petronila
le dice Inés a José perico
Viva la niña Marina
grita José perico y el carajo se le hace rubor
en el hueco que tiene debajo del pico.




En las mañanas de lluvia
mi paso de niño es marcial como el de Padre
tras los barquitos de papel
y los maderos que van al mar
Soy capitán de soberbios barcos
Siguiendo el vuelo ancestral de pájaros marinos
En ocultas y mágicas ensenadas
careno mis barcos
con resinas olorosas a la vida
En una antilla remota
más allá de la memoria
un viejo marino con rostro de mapamundi
me regaló un astrolabio
para fijar mi rumbo
en la más viva luz de las constelaciones
En la casa
cuando los pasos de padre
son anuncio de felices amaneceres mi paso de niño
comienza andar la vida
con todas las velas desplegadas
en los cuatro vientos.



En la gota de agua
del jardín de madre se multiplica mi rostro
El paso se me hace vuelo sutil de tucusito
y con las chicharras de setiembre
entono mi canto de resurrección
Los lirios y astromelias nunca se han marchitado
la sombra guerrera de mi hermana marina
es savia nutricia en sus pétalos
que flotan sutiles en los amaneceres
frente a la imagen de la Virgen del Carmen
y encienden la luz
ahora la lámpara votiva
Los querubines rubicundos cuidadores de la noche
estiran sus alas
y el Dios bendiga este hogar
es fosforescencia
alquimia de fuego sagrado
guiando mi paso
ante el asombro de la vieja Mireya del Carmen
que en sus ciento noventa años de guerra
nunca había visto juntos tantos milagros cotidianos
Cosas de Dios
que premia a la señora Auxiliadora
Y sus rezos se escuchan más allá de la algarabía del puerto.



En la cocina siguen ardiendo los fuegos
De cuicas yaques y candiles
La vieja Inés peina su larga cabellera
de azahares y jazmines que perfuman
los olores de tantas muertes
José perico no ha dejado de dar vivas al general Ferrer
a pesar de la revolución perdida
Bajo el fogón los acures asoman sus hocicos bigotudos
y espían mi paso que pasa entre la candela
y aviva las cenizas
cuando camino hacia el patio de afuera
hacia el sabilar de los huesos de muertos
en tantas guerras de por ahí mismito
Allí se escucha el rumor del riíto
como si fuera el soberbio Orinoco
Lope de Aguirre pasa de ronda
En su caballo descabezado
Sin meterle miedo a nadie
Los guaripetes con sus huesitos de niños muertos
en la boca buscan las raíces de la mata de guayaba
adonde va mi paso
para desentrañar el misterio del entierro velado.




A esta distancia de aquel horizonte
escucho el piano de mi hermana María
y bailo ballet para adelante y para atrás
Digo la palabra mágica de mi hermano Enrique
Shazán
y subo a los altos pilares y arrullo a las palomas
en las cañabravas del techo despierto a los murciélagos
y el cielo de la casa vuelve a llenarse de claras vidas
con el revolotear de pájaros y murciélagos
y mariposas amarillas como la flor del abrojo
El tropel de angoletas anuncia de nuevo mi paso
Virginia con su voz cascada
Acaba de levantar
da gracias al Señor
porque la casa sigue habitada
Qué de cosas
Es como si nunca nadie se hubieran ido.




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