miércoles, 23 de julio de 2014

EL VUELO DEL BÚHO - La Asunción es Aracataca

Juan José Prieto Lárez

“Vivir para contarla”, son las memorias de Gabito, abrir el libro es conocer su cuerpo por dentro. Por ello estoy de vuelta con esa lectura. Esta vez la nostalgia ejerciendo su dominio sobre el entusiasmo que me abrazó la primera que me interné en sus íntimas raíces. Fue como tenerlo sentado en una mecedora enfrente de mí, bajo un almendrón de los que crecen en La Asunción. Todavía hoy es exactamente igual esa sensación. Aunque yo más viejo. Encontrarse de nuevo con tantos personajes es llegar a la misma casa luego de un largo viaje que se inició el 2002. Todos siguen iguales, entera humanidad, las mismas costumbres, sus penas y sinsabores. Aracataca con el mismo bochorno, donde vivir tiene forma de cuento.

Desde la primera vez supe que antes nuestra frontera no nos era diferente. Como un patio se abría para los de aquí y los allá. Así lo cuenta Gabo, la costumbre de la música dormía en los horcones del vallenato y la cumbia. El arpa y cuatro llaneros vestían de liquilique, el baile apartaba cualquier amargura, las mariposas seguían siendo amarillas allá y aquí. Entonces me llamó la atención de los venezolanos que tuvieron el privilegio de quedar para siempre en la memoria de Gabriel y fueran contados muchos años más tarde. Uno de los seres que me hizo acucioso para trenzar este relato fue Juana de Freites, quien encendió en los muchachitos de entonces las sienes entusiastas por la oralidad. Fue un campo fértil para que el universo marquiano fuese realmente mágico. Nos parecemos tanto, los pueblos de esta América, que La Asunción es referente de los halagos imaginarios alumbrados por el cerillo de las primeras letras. La conjugación perfecta de los saberes es, y sigue siendo, aprender para contar escribiendo o hablando.

Los asuntinos, al menos los de mi generación, aprendimos las primeras letras en casa de Anita Ortega, Teodora Suniaga, Pepa Villarroel, Santiago Salazar, Josefina Salazar o Pepa Urresta, en la cartilla de cartón que nos facilitaba Beltrán Brito, quien trabajaba en la Imprenta del Estado, ubicada en el actual Palacio Legislativo. Era tamaño carta gris con letras negras, contenía igualmente al final del abecedario la hilera de números del 0 al 10. Cuando cumplíamos con la recitación formal de las letrillas, venía la recompensa: los cuentos de los duendes, el muerto sin cabeza que salía en el callejón de Franzo Aguilera, o el jinete que bajaba por Cantarrana desde el castillo arrastrando unas pesadas cadenas. De adolescentes comprendimos que solo se trataba de una coartada para hacernos dormir temprano. Todavía hoy no nos cansamos de contarlo a nuestros hijos, la diferencia es que la televisión persuadió ese intento de hacerlos dormir a la misma hora de aquellos días.     

Cuando caminamos las calles del libro nos damos cuenta de la constelación de similitudes que son elogios a dos pueblos unidos por el colorido y contentura representados en las faldas de nuestras mujeres y la parranda de los hombres que adoran la esquina donde cosen y descosen la jactancia de beber hasta en soledad, hasta después de cien años.



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