Juan José Prieto Lárez
“Vivir para contarla”,
son las memorias de Gabito, abrir el libro es conocer su cuerpo por dentro. Por
ello estoy de vuelta con esa lectura. Esta vez la nostalgia ejerciendo su
dominio sobre el entusiasmo que me abrazó la primera que me interné en sus
íntimas raíces. Fue como tenerlo sentado en una mecedora enfrente de mí, bajo
un almendrón de los que crecen en La Asunción. Todavía hoy es exactamente igual
esa sensación. Aunque yo más viejo. Encontrarse de nuevo con tantos personajes
es llegar a la misma casa luego de un largo viaje que se inició el 2002. Todos
siguen iguales, entera humanidad, las mismas costumbres, sus penas y
sinsabores. Aracataca con el mismo bochorno, donde vivir tiene forma de cuento.
Desde la primera vez
supe que antes nuestra frontera no nos era diferente. Como un patio se abría
para los de aquí y los allá. Así lo cuenta Gabo, la costumbre de la música
dormía en los horcones del vallenato y la cumbia. El arpa y cuatro llaneros
vestían de liquilique, el baile apartaba cualquier amargura, las mariposas
seguían siendo amarillas allá y aquí. Entonces me llamó la atención de los
venezolanos que tuvieron el privilegio de quedar para siempre en la memoria de
Gabriel y fueran contados muchos años más tarde. Uno de los seres que me hizo
acucioso para trenzar este relato fue Juana de Freites, quien encendió en los
muchachitos de entonces las sienes entusiastas por la oralidad. Fue un campo
fértil para que el universo marquiano fuese realmente mágico. Nos parecemos
tanto, los pueblos de esta América, que La Asunción es referente de los halagos
imaginarios alumbrados por el cerillo de las primeras letras. La conjugación
perfecta de los saberes es, y sigue siendo, aprender para contar escribiendo o
hablando.
Los asuntinos, al menos
los de mi generación, aprendimos las primeras letras en casa de Anita Ortega,
Teodora Suniaga, Pepa Villarroel, Santiago Salazar, Josefina Salazar o Pepa
Urresta, en la cartilla de cartón que nos facilitaba Beltrán Brito, quien
trabajaba en la Imprenta del Estado, ubicada en el actual Palacio Legislativo.
Era tamaño carta gris con letras negras, contenía igualmente al final del
abecedario la hilera de números del 0 al 10. Cuando cumplíamos con la
recitación formal de las letrillas, venía la recompensa: los cuentos de los
duendes, el muerto sin cabeza que salía en el callejón de Franzo Aguilera, o el
jinete que bajaba por Cantarrana desde el castillo arrastrando unas pesadas
cadenas. De adolescentes comprendimos que solo se trataba de una coartada para hacernos
dormir temprano. Todavía hoy no nos cansamos de contarlo a nuestros hijos, la
diferencia es que la televisión persuadió ese intento de hacerlos dormir a la
misma hora de aquellos días.
Cuando caminamos las
calles del libro nos damos cuenta de la constelación de similitudes que son
elogios a dos pueblos unidos por el colorido y contentura representados en las
faldas de nuestras mujeres y la parranda de los hombres que adoran la esquina
donde cosen y descosen la jactancia de beber hasta en soledad, hasta después de
cien años.
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