Juan
José Prieto Lárez
¡Ah¡ las tardes
asuntinas y su embrujo. Hace poco junto a unos amigos, luego de la ración
futbolística que ocupa al mundo entero, hablamos de cine. Su magia, su realismo
y ficción. Las preferencias cinéfilas realzaban la conversa, tanto, que fue
tornándose en un enterizo cuerpo filosofal, aunque no con músculos eruditos,
pero si con una anatomía sugerente de criterios válidos. El histrionismo
balsámico de sensuales actrices, el empalagamiento de actores rudos con sus
mentiras colosales, algunos duros de tragar. Por supuesto un salpicón de
erotismo, un contorno porno, y las maromas chinas que fueron la fiebre un
tiempo bastante prolongado, teníamos un menú apetecible.
Mientras, los más
jóvenes hacían alarde de las pretensiones técnicas en las inefables y
exuberantes salas de cine, donde las cotufas, refrescos, tequeños y un sinfín
de chucherías hacen su papel de extras a la perfección, creo que en futuro
estará nominado a un Oscar el mejor mostrador de los grandes centros
comerciales. Son un señuelo ineludible para un tráiler al paladar y al bolsillo
ya de por sí exiguo.
Hice un comentario
carente del rigor de un guion electrizante pero si conmovedor. Con un bolívar
de los antiguos en la puerta del cine La Asunción, de Félix Silva, uno se
compraba un pancito de leche, un vaso de cacao y un paquetico de maní o semilla
de merey, era el milagro de los domingos. El resto de la semana un banco de la
plaza de Bolívar era la mejor locación para un cortometraje de pendejadas de
muchachos. Pero además, agregué: “me cansé de ver películas sin ir al cine”.
Claro, No me creyeron. Luego de las carcajadas que matizaron las habladurías
sobre el séptimo arte, les eché el cuento.
Un personaje asuntino,
Teclo y sus dos hijos Jorge y Juan iban todas las noches al cine a la función
de siete. Cuando había una cinta reservada para los adultos su horario era a
las nueve, cuando los menores estaban recogidos. A un cuarto de hora antes de
terminar la función repasaba los cartelones de las películas que esperaban
turno colgados en estricto orden de los días de la semana, todo por dar tiempo a
que saliera Teclo con sus muchachos. La ruta era la misma hacia su casa que
estaba subiendo hacia Buenos Aires, mucho antes de llegar al castillo Santa
Rosa. Al salir los escoltaba a pocos metros por el callejón al lado de mi casa.
Los tres no paraban de contarse entre ellos lo que recién habían visto, el
diálogo de los protagonistas eran secundario, lo que importaba era el porqué de
los coñazos, los tiros, cómo había quedado el muchacho después de la trifulca
en la cantina, y el inmenso corazón de la bailarina que prefirió irse con él
dejando atrás ese infierno de Laredo.
Mi mamá al ver pasar a
los tres contadores de historias sabía que yo venía cerquita, entonces con
cierta ironía me decía: ¡coño! hoy si hubo tiros en esa película. Después de
muchos años aun caigo en la confusión si de verdad vi tal película o la escuché
de Teclo y sus muchachos. En todo caso me ahorré un montón.
peyestudio@hotmail.com
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