sábado, 2 de agosto de 2014

EL VUELO DEL BÚHO - El cine contado

Juan José Prieto Lárez

¡Ah¡ las tardes asuntinas y su embrujo. Hace poco junto a unos amigos, luego de la ración futbolística que ocupa al mundo entero, hablamos de cine. Su magia, su realismo y ficción. Las preferencias cinéfilas realzaban la conversa, tanto, que fue tornándose en un enterizo cuerpo filosofal, aunque no con músculos eruditos, pero si con una anatomía sugerente de criterios válidos. El histrionismo balsámico de sensuales actrices, el empalagamiento de actores rudos con sus mentiras colosales, algunos duros de tragar. Por supuesto un salpicón de erotismo, un contorno porno, y las maromas chinas que fueron la fiebre un tiempo bastante prolongado, teníamos un menú apetecible.

Mientras, los más jóvenes hacían alarde de las pretensiones técnicas en las inefables y exuberantes salas de cine, donde las cotufas, refrescos, tequeños y un sinfín de chucherías hacen su papel de extras a la perfección, creo que en futuro estará nominado a un Oscar el mejor mostrador de los grandes centros comerciales. Son un señuelo ineludible para un tráiler al paladar y al bolsillo ya de por sí exiguo.

Hice un comentario carente del rigor de un guion electrizante pero si conmovedor. Con un bolívar de los antiguos en la puerta del cine La Asunción, de Félix Silva, uno se compraba un pancito de leche, un vaso de cacao y un paquetico de maní o semilla de merey, era el milagro de los domingos. El resto de la semana un banco de la plaza de Bolívar era la mejor locación para un cortometraje de pendejadas de muchachos. Pero además, agregué: “me cansé de ver películas sin ir al cine”. Claro, No me creyeron. Luego de las carcajadas que matizaron las habladurías sobre el séptimo arte, les eché el cuento.

Un personaje asuntino, Teclo y sus dos hijos Jorge y Juan iban todas las noches al cine a la función de siete. Cuando había una cinta reservada para los adultos su horario era a las nueve, cuando los menores estaban recogidos. A un cuarto de hora antes de terminar la función repasaba los cartelones de las películas que esperaban turno colgados en estricto orden de los días de la semana, todo por dar tiempo a que saliera Teclo con sus muchachos. La ruta era la misma hacia su casa que estaba subiendo hacia Buenos Aires, mucho antes de llegar al castillo Santa Rosa. Al salir los escoltaba a pocos metros por el callejón al lado de mi casa. Los tres no paraban de contarse entre ellos lo que recién habían visto, el diálogo de los protagonistas eran secundario, lo que importaba era el porqué de los coñazos, los tiros, cómo había quedado el muchacho después de la trifulca en la cantina, y el inmenso corazón de la bailarina que prefirió irse con él dejando atrás ese infierno de Laredo.

Mi mamá al ver pasar a los tres contadores de historias sabía que yo venía cerquita, entonces con cierta ironía me decía: ¡coño! hoy si hubo tiros en esa película. Después de muchos años aun caigo en la confusión si de verdad vi tal película o la escuché de Teclo y sus muchachos. En todo caso me ahorré un montón.


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