domingo, 3 de agosto de 2014

EL VUELO DEL BÚHO - El último ataúd

Juan José Prieto Lárez

A muy temprana edad conocí el oficio de mi papá: carpintero. Todos los días iba a la enramada donde estaba su precaria acería en el último rincón del patio de la casa. La casa vieja donde nací yo. Allí no hacía más que jugar con listones y otras tablas desechadas por sus habilidosas manos. Un día en que estaba muy atareado con un encargo que debía entregarle a un cliente buena paga, sucedió lo que siempre pasa en La Asunción cuando la pelona hace su aparición. Esta vez se llevó a dos prominentes personalidades de un solo guadañado. Los familiares, ante las sorpresivas defunciones acudieron a Juancito, mi papá, para finiquitar lo de las cajas mortuorias ante la emergencia presentada. Afortunadamente y para aliciente de los deudos mi padre acostumbraba a tener un discretísimo muestrario de ataúdes a disposición de inminentes decesos, por supuesto variaban en tamaño.

Ese azaroso día por las tribulaciones del funesto compromiso, también acudí a su taller provisto de un robusto banco donde cepillaba y armaba desde un escaparate hasta una huérfana repisa donde colocar un florero. Antes de precisar los retazos de madera que servirían de protagonistas en mis réplicas peliculeras, con sus fuertes manos me tomó por la cintura y me encaramó en aquel mesón gigante alfombrado de aserrín. Sentándome sobre una perola de leche Reina del Campo. Luego me dictó precisas instrucciones con su desacostumbrada paciencia. Apenas había terminado de limpiar los sarcófagos escogidos que permanecían penitentes en un cuarto destinado al almacenaje de obras en espera de su retiro por parte de los demandantes. Consistía mi incursión carpintera en adornar cada filo de las cajas con tirillas de un endeble cartón gris, conteniendo en alto relieve una flor de lis que se repetía consecuentemente, previamente, debían estar forradas en terciopelo negro. Las dos concluidas, completaron el recio carácter sombrío del luto, pero un respeto ilimitado. Por tratarse de quienes se trataba los rebordes debían llevar doble tirilla.

Unos años después mi papá acusó dolores de espalda atribuidos al esfuerzo de estar doblado tanto tiempo cepillando y claveteando. El calendario de su humanidad reclamaba descanso, aunque fuera parcial. De tal manera que decidió cambiar Carpintería la Fraternidad por el oficio de bodeguero, fue así como nació Bodega El Almendrón. Yo seguí creciendo y jugando en el patio. La enramada se fue deshaciendo igualito a un ataúd y el muerto juntos, que había quedado esperando por un inquilino eterno. Quedó recostado a una pared de bahareque como lindero de los patios contiguos, solo le faltaba el terciopelo negro y las franjas grises con la flor de lis.

peyestudio@hotmail.con

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