Juan José Prieto Lárez
A muy temprana edad conocí el oficio de mi papá: carpintero. Todos los
días iba a la enramada donde estaba su precaria acería en el último rincón del
patio de la casa. La casa vieja donde nací yo. Allí no hacía más que jugar con
listones y otras tablas desechadas por sus habilidosas manos. Un día en que
estaba muy atareado con un encargo que debía entregarle a un cliente buena
paga, sucedió lo que siempre pasa en La Asunción cuando la pelona hace su
aparición. Esta vez se llevó a dos prominentes personalidades de un solo
guadañado. Los familiares, ante las sorpresivas defunciones acudieron a
Juancito, mi papá, para finiquitar lo de las cajas mortuorias ante la
emergencia presentada. Afortunadamente y para aliciente de los deudos mi padre
acostumbraba a tener un discretísimo muestrario de ataúdes a disposición de inminentes decesos, por supuesto
variaban en tamaño.
Ese azaroso día por las tribulaciones del funesto compromiso, también
acudí a su taller provisto de un robusto banco donde cepillaba y armaba desde
un escaparate hasta una huérfana repisa donde colocar un florero. Antes de
precisar los retazos de madera que servirían de protagonistas en mis réplicas
peliculeras, con sus fuertes manos me tomó por la cintura y me encaramó en
aquel mesón gigante alfombrado de aserrín. Sentándome sobre una perola de leche
Reina del Campo. Luego me dictó precisas instrucciones con su desacostumbrada
paciencia. Apenas había terminado de limpiar los sarcófagos escogidos que
permanecían penitentes en un cuarto destinado al almacenaje de obras en espera
de su retiro por parte de los demandantes. Consistía mi incursión carpintera en
adornar cada filo de las cajas con tirillas de un endeble cartón gris,
conteniendo en alto relieve una flor de lis que se repetía consecuentemente,
previamente, debían estar forradas en terciopelo negro. Las dos concluidas,
completaron el recio carácter sombrío del luto, pero un respeto ilimitado. Por
tratarse de quienes se trataba los rebordes debían llevar doble tirilla.
Unos años después mi papá acusó dolores de espalda atribuidos al
esfuerzo de estar doblado tanto tiempo cepillando y claveteando. El calendario
de su humanidad reclamaba descanso, aunque fuera parcial. De tal manera que
decidió cambiar Carpintería la Fraternidad por el oficio de bodeguero, fue así
como nació Bodega El Almendrón. Yo seguí creciendo y jugando en el patio. La
enramada se fue deshaciendo igualito a un ataúd y el muerto juntos, que había
quedado esperando por un inquilino eterno. Quedó recostado a una pared de
bahareque como lindero de los patios contiguos, solo le faltaba el terciopelo
negro y las franjas grises con la flor de lis.
peyestudio@hotmail.con
NOTA: QUEDA PROHIBIDA LA REPRODUCCIÓN PARCIAL O COMPLETA DE ESTE MATERIAL, SIN
CONSENTIMIENTO DEL AUTOR.
0 comentarios:
Publicar un comentario