Juan José Prieto Lárez
Por los años
sesenta y setenta las tardes asuntinas eran realmente sabrosas. Detrás de la Catedral hay unos
guayacanes frondosos, por aquellos días gozaban de mejor salud por ende de
mayor exuberancia. Era cuando se podría transitar por la doble vía de la calle
Matasiete, hoy bulevard 5 de Julio. Los carros que subían hacia las plazas de
Bolívar y Luisa Cáceres tenían la obligación de pasar por detrás de la Catedral , pero en
realidad el tránsito era muy poco por lo que la contaminación, se puede decir,
tenía poca incidencia en la vida vegetal de entonces en toda la ciudad.
Había una
acera amplia de unos veinte centímetros de alto sobre el nivel de la calle,
donde podía inclusive estacionarse algunos vehículos sin entorpecer a los que
pasaban, el largo, la misma anchura de la estructura religiosa. Esta acera
estaba tapizada de lajas, que por el tiempo allí habían perdido su rugosa
superficie, para entonces lucían lisas, siempre frescas por la bondadosa sombra
de los guayacanes. De hecho al lugar lo llamaban así, Los Guayacanes, todo
asuntino sabía a cuáles se referían.
Los viejos
choferes de plaza dormían allí su siesta, los beodos adormilaban la resaca, los
más jóvenes reposábamos luego de las horas agitadas en los salones de clases en
el Liceo Francisco Antonio Rísquez. En la Semana Santa este era el lugar
preferido para las primeras incursiones amorosas, la luz de los postes era
tenue, la oscurana era más densa porque los carros no pasaban por allí durante
por las procesiones. Era el escondite perfecto para los tragos clandestinos lejos
de las murmuraciones de las beatas que acudían a misa a darse los respectivos
golpes de pecho, sin embargo escrutaban para enterarse quién andaba en tareas
de enamoramiento.
Allí uno
podía roncar más que en su propia casa, nadie lo molestaba a no ser que alguna
broma interrumpiera la modorra. Ese dicho que reza: he visto pasar mucha gente,
se ajusta perfectamente a quienes fuimos en algún momento asiduos visitantes de
Los Guayacanes, por allí pasaba todo el mundo, todo el mundo lo veía a uno allí
sentado “reposando”. Después de un aguacero la acera se ponía demás de yerta y
si era un fin de semana mejor porque se convertía en el lugar predilecto para
libar unos sorbos de ron Don Simón, bebida con la que mi generación se inició
en la catadura de rones y otras aguas espirituosas, por que el güisqui era
escaso y caro, una botella podía costar hasta doce bolívares, viejos, el ron
dos bolívares con cincuenta el litro, una ganga venida de Carúpano.
Nuestros
padres se acostumbraron tanto a escuchar Los Guayacanes que cuando nos mandaban
a buscar decían: está en Los Guayacanes. No se pelaban, allí estábamos pasando
la mala o pasándola muy bien. Ya a las siete de la noche no quedaba nadie, si
era día de semana, porque el frío se colaba y las lajas parecían planchas de
hielo.
Hoy en día
están los mismos guayacanes mágicos, pero el ambiente cambió totalmente, muchos
carros a toda hora, contaminación, delincuencia y hasta la acera quitaron para
que los vecinos estacionen sus carros. La ciudad ha cambiado la pregunta es,
para bien o para mal?
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