sábado, 2 de agosto de 2014

EL VUELO DEL BÚHO - Los Guayacanes mágicos

Juan José Prieto Lárez

Por los años sesenta y setenta las tardes asuntinas eran realmente sabrosas. Detrás de la Catedral hay unos guayacanes frondosos, por aquellos días gozaban de mejor salud por ende de mayor exuberancia. Era cuando se podría transitar por la doble vía de la calle Matasiete, hoy bulevard 5 de Julio. Los carros que subían hacia las plazas de Bolívar y Luisa Cáceres tenían la obligación de pasar por detrás de la Catedral, pero en realidad el tránsito era muy poco por lo que la contaminación, se puede decir, tenía poca incidencia en la vida vegetal de entonces en toda la ciudad.

Había una acera amplia de unos veinte centímetros de alto sobre el nivel de la calle, donde podía inclusive estacionarse algunos vehículos sin entorpecer a los que pasaban, el largo, la misma anchura de la estructura religiosa. Esta acera estaba tapizada de lajas, que por el tiempo allí habían perdido su rugosa superficie, para entonces lucían lisas, siempre frescas por la bondadosa sombra de los guayacanes. De hecho al lugar lo llamaban así, Los Guayacanes, todo asuntino sabía a cuáles se referían.

Los viejos choferes de plaza dormían allí su siesta, los beodos adormilaban la resaca, los más jóvenes reposábamos luego de las horas agitadas en los salones de clases en el Liceo Francisco Antonio Rísquez. En la Semana Santa este era el lugar preferido para las primeras incursiones amorosas, la luz de los postes era tenue, la oscurana era más densa porque los carros no pasaban por allí durante por las procesiones. Era el escondite perfecto para los tragos clandestinos lejos de las murmuraciones de las beatas que acudían a misa a darse los respectivos golpes de pecho, sin embargo escrutaban para enterarse quién andaba en tareas de enamoramiento.

Allí uno podía roncar más que en su propia casa, nadie lo molestaba a no ser que alguna broma interrumpiera la modorra. Ese dicho que reza: he visto pasar mucha gente, se ajusta perfectamente a quienes fuimos en algún momento asiduos visitantes de Los Guayacanes, por allí pasaba todo el mundo, todo el mundo lo veía a uno allí sentado “reposando”. Después de un aguacero la acera se ponía demás de yerta y si era un fin de semana mejor porque se convertía en el lugar predilecto para libar unos sorbos de ron Don Simón, bebida con la que mi generación se inició en la catadura de rones y otras aguas espirituosas, por que el güisqui era escaso y caro, una botella podía costar hasta doce bolívares, viejos, el ron dos bolívares con cincuenta el litro, una ganga venida de Carúpano.

Nuestros padres se acostumbraron tanto a escuchar Los Guayacanes que cuando nos mandaban a buscar decían: está en Los Guayacanes. No se pelaban, allí estábamos pasando la mala o pasándola muy bien. Ya a las siete de la noche no quedaba nadie, si era día de semana, porque el frío se colaba y las lajas parecían planchas de hielo.

Hoy en día están los mismos guayacanes mágicos, pero el ambiente cambió totalmente, muchos carros a toda hora, contaminación, delincuencia y hasta la acera quitaron para que los vecinos estacionen sus carros. La ciudad ha cambiado la pregunta es, para bien o para mal?




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