domingo, 16 de noviembre de 2014

La Bella de los Jardines - Cuento.

La Bella de los Jardines
(Cuento)



Texto: Juan José Prieto Lárez*


Era la hembra más bella y hermosa de la ciudad. Alta, estilizada, elegante, siempre llamando la atención con accesorios haciendo juego perfecto con sus inigualables atributos naturales. Era una real hermosura moldeada increíblemente con la maestría del mejor de los maestros, traduciendo una obra alucinante imposible de calcar.


Codiciada hasta más no poder, su delicado estereotipo homenajeaba con matices dulces su espectacular puesta en escena. Cada ademán suyo correspondía a un trazo habilidoso en perspectiva fulgurante delineando un rostro impecable, influido solo por la belleza, un pedazo de paraíso expuesto a los ojos insinuantes de los hombres. Cuando digo de todos los hombres me refiero a todos, sin excepción. Era la musa de todas las fantasías humanamente imaginables. Solía proclamar una especie de encantamiento, y ella intuitivamente se ufanaba sonriente de una ingenuidad convincente y angelical. Los cumplidos se hicieron costumbre, armonizaron coros destacando atributos corporales prominentes acogidos en telillas sugerentes y desprejuiciadas, frecuentes guiños picarescos buscando congraciarse con aquel monumento esculpido sin censura, incubando apetitos despabilados, un mecenazgo intranquilo por tan apreciada obra 


-El mundo para ti, mi reina.
-El arrullo de tu voz es cascada de dulzura.
-Solo cuando estás tú, tengo la vida.
-En tus ojos de profundo brillo busco caminos.
-Tus labios como frutas hacen de tu boca una fortuna.
-Al mirarte en las mañanas se desnuda mi alma.


Así todos los días la llaneza consagraba el campechano pregón sembrado a cada milímetro de su cadenciosa semblanza y refinada estampa. La ciudad era la portada de sin nombre del revistero resumiendo en sus páginas el gustazo de contener a sus anchas el retrato de aquella mujer, prólogo antológico de un apasionamiento remitente de una esfera insoslayable y distinguida raigambre por la magnificencia femenina.  


Al pasar el tiempo su corazón se fue conmocionando, atendiendo causas arrogantes  que despertaron propósitos irreconocibles como pronósticos evidentes de sobrevaloración a sí misma, engreída. Descolló, entonces, involucrada en un arrebato insensato de felonía a su natural pose de diva. Sus propias amigas, contrariadas por el repentino cambio de actitud denigraban cada instante sus desaires vueltos inquisidores contra todas y todos quienes le rodeaban, era una función degradante, donde lo extrañamente concluyente era una demencial postura.  La indiferencia fue una meta trazada colectivamente a modo inmediato por deshacerse de insufribles dotes displicentes surgidos de la nada, o de una catapulta donde residían seres endemoniados esperando el momento justo para infligir su incomprensible absurdo. Años más tarde fue presa de la soledad, ahora debía batallar, desamparada o declarar su error para que el perdón la asistiera elogiando su capacidad reflexiva. Quedó sola, sin amigos, sin familia, irremediablemente atormentada. Un día visitó a una de sus amigas solicitándole en préstamo, unas zapatillas, unos zarcillos y un collar. No importó si aquellas prendas combinaran de alguna forma, color o llevara un descriptivo detalle que fuera acorde con su estilo principesco. La sorpresa fue apoteósica. Estaba anonadada por la sórdida solicitud, viniendo de la mujer que debía poseer cualquier cantidad de estos artículos, puesto que la lluvia de regalos recibidos de incontables admiradores resultaba insultante en comparación a sus allegadas que sacrificaban un importante porcentaje de sus salarios para adquirir alguna prensa de vestir.


A pesar del abrumador desconcierto, extrajo de un armario enseres dispuestos al desuso previendo no verlos más. Sin preguntarle nada, hizo un bojotico con lo recolectado y se lo entregó sin mediar palabra más que un beso en la mejilla y un adiós recrudecieron viejos momentos estelares, ahora insólitos, ahora recubren la memoria embargada de un curioso caballete arruinado por la ausente inspiración, en compañía de una paleta lúgubre, incolora, muy lejos  de toda dimensión cromática. La amiga, creyó conveniente dar a conocer al resto de las conocida, la actitud de la antigua compañera, para ello que la mejor manera sería hacer una convocatoria donde estuvieran todas y así brindarles con puntos y señales lo acontecido unos días atrás. Todas accedieron y en una cafetería cercana realizaron el cónclave.


La narración de los hechos fue impecable, tanto, que a ratos su voz se resquebrajaba, obligándola a hacer una pausa para luego continuar con la truculenta experiencia. Abiertamente se pronunciaron casi al unísono, de una posible pérdida de la razón. La expresión en los rostros tradujo loas al desencanto. Concluyeron inmersas en un silencio de siglos, enfrentadas a una dura realidad compitiendo con el vigor influyente de quienes se resisten a entrar en años. Marta nunca se imaginó la pena sufrida por el resto de sus amigas. Pero una de ellas intervino infiriendo haberle ocurrido el mismo episodio, solo que prefirió esperar algo semejante para determinar de grado de desquiciamiento padecido por Ángela. Ahora tales confesiones derivaron a la conclusión inapelable: locura. La aflicción las hizo estallar en un llanto quejoso. Dejó traslucir en dejo de lástima.


No volverían a verla sino mucho después, cuando los muchachos de la cuadra se la pasaban jeringándole la vida a una anciana, cuya manía consistía en escarbar con un palo los jardines de las casas y plazas, los hoyos se incorporaron al paisaje urbano, en franca competición con bachacos. Usaba un andrajoso vestido abocado a una silente cosecha de inmundicia. Pelo desatado, insuflado por bichos ensañados a degradarlo ante la falta mínima de higiene. Endilgaba a sus pies descalzos huellas de confesas rajaduras, su cuerpo encorvado en afinidad a una imagen atrapada en un retrato gris holocausto. Registraba las bolsas de basura procurando algo comestible. En alguna esquina, donde la agarrara la noche, improvisaba un colchón con periódicos y cartón para asirse al sueño. Los vecinos en vista de tal situación denigrante, lograron un cupo en el ancianato de la ciudad. Allí quedó recluida. Todas las mañanas, luego de la revisión médica colectiva y recibir adecuada alimentación, era llevada a un paseo mañanero por larguiruchos pasillos sombreados por trinitarias ceñidas a un cielo de celosías. A viva voz se le escuchaba decir:


llévenme a mi jardín de zapatillas, a mi jardín de aretes, a mi jardín de collares


 *Periodista
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