Una
venda en los ojos
En mis años universitarios tuve la oportunidad de conocer un sinnúmero
de personajes, cada uno con particulares señas en su tránsito por la máxima
casa de estudios del país, la Universidad Central de Venezuela. Iniciando mis
estudios de periodismo descubro que en esta escuela se discernía un marasmo de
ideales que iban desde intereses juveniles hasta la más severa semblanza
crítica ligada con la adultez, cuyas proporciones intelectuales merecían, y
siguen mereciendo, determinantes posiciones en el plano político-ideológico de
una Venezuela, que por decirlo de alguna manera, despertaba de golpe en golpe.
Allí se esgrimían luego las discusiones
altisonantes entre unos sesudos izquierdistas y otros, los descorazonados
derechistas. Existían distantes los nini, con calzones rotos y pelos largos en
espera de un chance en la cartelera de
shows en nuestra televisión.
Los cafés han permanecido en la UCV como sitio de encuentro obligado
donde las conversaciones giran en torno de los problemas más acuciantes de la
sociedad venezolana, donde son tratadas las implicaciones foráneas en la
doméstica y apolillada dirigencia política de la casa de que vence las sombras,
que hace mucho tiempo no encuentra el rumbo necesario. En estos foros
espontáneos suelen enarbolarse fórmulas mágicas para enderezar entuertos de los
gobiernos de turno, tanto dentro como afuera de la ciudad universitaria. A
pocos días de cumplir con las presentaciones de rigor, práctica común entre
profesores y alumnos, los grupos de amigos se alineaban a modo muy personal. El
comedor, con sus achaques de asiduo prestador de oportunidades de comensalía a
los provenientes del interior de la república,
era la fuente milagrosa para pasar un día sin mucho gasto para el
náufrago bolsillo estudiantil, apocado como en todos los tiempos. En esas asiduas
incursiones de comensal de la educación superior tercermundista conocí a
“Manolo”, su nombre de pila es otro, pero éste fue su alias entre la jungla.
Cada momento fuera del aula de clases, en cualquier cafetín, era un
episodio manolense que me narraba con
cierta nostalgia desvaneciéndose en la niebla de los parajes fríos de la
cordillera de Los Andes, a la que una vez el bardo español, Rafael Alberti
bautizara como los hombros de América, y la distancia de su hogar que mudó a la
cima de la serranía para que los rezos llegaran pronto a Dios, cuando los
fusiles escupían plomo agrietando hasta el aire, me decía: “El tableteo del fusil automático liviano
(FAL) alborotaba la adrenalina, que sin pedir permiso penetraba por el torrente
sanguíneo y hacía que la conciencia por la que se estaba luchando se pusiera
clarita como el agua del río Yacambú, aquel cuyo cauce había sido testigo de
innumerables enfrentamientos entre el ejército de Raúl Leoni y los combatientes
de la guerrilla en las montañas de Lara”.
Así que “Manolo”, con trece años sin cumplir, se viste un día de patria
y se pierde en la enmarañada ciudad atisbando reyertas antiimperialistas. No le
resultó complicado porque un tío suyo anduvo en lo mismo, y aprendió que la
razón era este suelo, por eso se apretujó en las sombras de las montañas de Los
Humocaros hasta ser reclutado por activistas revolucionarios que lo invitan a
participar en cosas de hombres serios, por causas justas. El orgullo de
pertenecer al PRV-FALN no cabía en su cuerpito de carajito flaco, tan flaco
como el cañón de los fusiles que lo acompañarían por mucho tiempo.
Muchas veces, cuando la represión no daba tregua, y las torturas
arreciaban los camaradas habían de recoger la mochila llevando el Manifiesto
Comunista como equipaje y largarse a extenuantes caminatas por las montañas de
Colombia, territorio declarado indómito después de la muerte de Gaitán.
“Manolo” conoció a Gaitán hecho leyenda entre los hermanos combatientes del
Cauca, El Meta y el oriente colombiano. La oralidad encontraba asidero en
interminables pláticas junto a los rebeldes pronunciando sus credo y afán
libertario, aquello se convirtió en páginas y páginas que “Manolo” fue
recopilando en su memoria y en lo más profundo de ésta, quería ser como Gaitán,
y se dormía esperando despertar arengando masas humanas hasta la victoria
siempre…hasta la victoria siempre.
El paso de los años lo fueron haciendo más hombrecito, para entonces
armaba y desarmaba un FAL con una venda en los ojos, las peripecias del noviciado
quedaron atrás, ahora las bucólicas impresiones teóricas marxista-leninista, se
transformaban en ideología, los fundamentos intelectuales se hicieron más
fluidas, la poesía fue tallando un alma sensible, un ser acarreado de país con
sus dolores a cuesta y a veces una lágrima por los padres y hermanos que debían
soportar azarosas persecuciones y una extrema vigilancia atiborrándoles los
nervios. Todo por su culpa, por creer en una sociedad de iguales, donde no
existiera el rico ni el pobre, todos con la igualitaria consigna de vivir. Sin
explotados ni explotadores.
Recuerdo que una vez me dijo: “El
camarada “Emiliano” fue uno de esos
hombres capaces de transformar su martillo y su cincel, herramientas con las
esculpió durante años la realidad social de su entorno, en una poderosa arma
para el combate. Porque así fueron, han sido y seguirán siendo los verdaderos
revolucionarios, seres impregnados de amor, pero también de irreverencia y
coraje”. Cuando recurría a recuerdos como estos su mirada se volvía
huidiza, su rostro adusto declaraba cierta melancolía de aquellos tiempos de
frenética búsqueda en la lucha. Más tarde, como si fuese presa de una
emboscada, despertó a la pesadilla de la frustración. La mayoría de sus
compañeros fueron delatados en la ciudad y los desaparecieron. En la montaña ya
no hubo espacio porque entendió que ese era otro país y que su puesto de
combate estaba al otro lado de la frontera. En Los Humocaros.
Pasó lo que pasó y la guerrilla pasó a ser solo una alucinación de unos muchachos
furibundos por el desorden que no lograron nada después de tanta sangre
derramada y tantos cuerpos bajo tierra. La lucha había terminado, el
imperialismo norteamericano blandía sus filos de victoria y la oligarquía
acriollada escupía sobre las lápidas con inscripciones de nombres de los
asesinados, que el pueblo sabio supo bautizarlos como mártires de la utopía que
aun no termina. “Manolo”, se hizo un ciudadano normal, aun siendo un muchacho
de unos veinte años, qué hacer si no se había preparado más que la lucha
armada, su familia recién podía asimilarse a la recomposición de nuevos frentes
para administrar algunos bienes, no de fortuna sino de unos pocos recursos como
fruto del trabajo de sol a sol.
Tenía un solo recurso disponible para sobrevivir: alistarse en el
ejército. Ese mismo que combatió siendo un chamo, ahora debía calárselo como
hombre. Debió aprender a vivir sin rencor, pero si con el pecho erguido como
cuando fue reclutado para la batalla. La mordaz pertinencia jamás la desencajaría
de su rito a la solidaridad humana y su apego por el prójimo, no cejaría ni un
ápice, aun cuando militara en las filas de los gorilas criados en cuarteles
listos para abalanzarse sobre el pueblo. Guardó su identidad como el mejor de
los secretos, dogma de la clandestinidad, su otro él se fue esfumando de los
labios de algunos partidarios que decidieron coger otros rumbos para olvidar la
impronta de la pena.
Cierto día, me contó, esta vez con una sonrisa mínima, que en un
ejercicio militar, donde fue destacado, a todo el pelotón de alistados les
ordenaron descomponer y componer, cada uno, un FAL. Muchos antes de concluir el
tiempo dado para la maniobra ya “Manolo”, sin levantar la mirada había
terminado, el capitán, cronómetro en mano, y el resto de sus compañeros se le
quedaron mirando a modo de interrogación por su destreza con la sofistica arma.
Entonces me dijo: “fue la primera vez que
sentí haber traicionado el movimiento, porque en la lucha hay que ser rápido”.
Después de graduarnos como periodistas, cada quien se fue por su lado,
yo me vine a Margarita y no supe más de “Manolo”, pregunté mil veces a otros
compañeros de promoción y nadie me daba respuesta de él, hace poco ante la
afición por las redes sociales atiné con su paradero. Ahora ocupa un discreto
cargo en una importante institución. Le pregunté por su otra vida, la de
clandestino y me respondió: “la estoy
escribiendo”.
peyestudio@hotmail.com
NOTA: QUEDA PROHIBIDA LA REPRODUCCIÓN PARCIAL O COMPLETA DE ESTE MATERIAL, SIN CONSENTIMIENTO DEL AUTOR.
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