sábado, 2 de agosto de 2014

EL VUELO DEL BÚHO - Los Sábados de Coromoto

Juan José Prieto Lárez

Nunca supe su nombre de pila. Todos le decíamos Coromoto, por el venerable hecho de vender filiaciones de Seguros la Coromoto por toda la isla de Margarita. Con su moto Vespa y su estropeado maletín de cuero marrón visitaba cada familia isleña. ¡Allá viene Coromoto! ¡allá va Coromoto! ¡ya pasó Coromoto!

Siendo yo muy muchacho lo conocí en la bodega de mi papá “El almendrón”, en la calle Virgen de Carmen de La Asunción. Todos los sábados, cerca de las once de la mañana se deja oír el bramido exhausto de su motora bajando desde la de Plaza Bolívar. Debajo del exuberante almendrón la pequeña nave reposaba su decolorada armazón luego de quitársele de encima aquel hombre grande, pesado, de piel tostada, barriga prominente, y un lunar enorme en la mejilla izquierda que cuando él reía parecía una picha corriendo buscando el hoyo del ojo.

Con su mano derecha saludaba a los presentes dispuestos a lanzarse a la aventura de contar historias de la Margarita de antes, un paseo por toda la geografía neoespartana y sus insignes personajes. Otros llegaban a cancelarle su cuota semanal. Un tikecito amarillo era el comprobante del cumplimiento a la modestísima suma por el bienestar familiar.

Cuando su humanidad había congeniado con el frescor de la sombreada fronda solicitaba la primera fría, otras para los amigos. Poco a poco la tenida se animaba con la preferente intención de pasarla bien, costumbre que se ha diluido en los tumultos de centros comerciales de este progreso que nos ha hecho impersonales. Esa adultez despierta, compartida dejaba al margen las diferencias partidistas para insertar la vitalidad y la frescura del ritual costumbrista.

A poco más de la doce del medio hacía su aparición mi hermano mayor, José Grabiel luciendo rasgos de una descomunal resaca aturdiendo su despertar tempranero. Para despacharla se daba un baño en la orilla del tanque a punta de totuma con bastante jabón lechuga para despistar cualquier emanación etílica, luego, varios pocillos de agua fresca al pie del tinajón que estaba debajo de la mata de limoncillo alisaba la aspereza gargantina. Ahora muy vestido y mejor comido se acercaba a Coromoto cuando mi papá estaba atendiendo a alguien a pedirle la llave de la avejentada motocicleta: ya vengo Coromoto, voy a hacer una diligencia, ya vengo. Lo convencía.

Pero pasaba la tarde, el tiempo de las frías se acortaba, la agonía del día se dibujaba por entre el confuso claror del ramaje almendroso. José no aparecía con la Vespa, con su compañera de fortunas e infortunios.

Coromoto bamboleándose, buscaba de dónde aguantarse mientras miraba por aparecer  su secuestrada Vespa. Mi papá retenía la angustia por el estado involuntario de Coromoto, presa de la asolación, la tortura de la espera. Casi llegando la noche el chirrido de los frenos acabó frente a la bodega, sin apagarla Coromoto se subió a su potro de lata con rumbo a Porlamar. Que Dios y la Virgen de coromoto lo lleven con bien, decía padre. A todas éstas José ya se había esfumado porque sabía lo que se le venía encima.


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