sábado, 2 de agosto de 2014

EL VUELO DEL BÚHO - Todos los sacos de Lalo

Juan José Prieto Lárez

Los personajes: Alberto Mata y Francisco Salazar. Músico uno, orate el otro, Berto uno, Lalo el otro. Lalo fue una celebridad que los asuntinos estimaron y llegaron a quererlo, porque fue un loco pacífico, un maniático de gusto refinado. Hizo del buen vestir y protocolo de la buena mesa, su etiqueta personal. Oriundo de Punta de Piedras, salía de su lar a las cinco de la mañana a pie para Porlamar, de allí un aventón de los choferes de plaza que hacían tránsito entre esta ciudad y la ciudad capital era la rutina, por lo menos tres veces por semana.

La combinatoria de colores nunca le importó a Lalo, con tal de llevar puesto un saco con camisa y corbata le bastaba para sus visitas a las familias asuntinas donde llegaba con su silencio mirándose las uñas, cuando alzaba la cabeza sus ojos sepia hablaban de su vieja manía, al menos de sentirse impecable. Cada vez que regresaba al punto de partida llevaba consigo una, dos bolsas con nuevos atavíos, muchas veces con pocas posturas. Su sonrisa de ropavejero contagiaba alegría por verlo tan feliz. Y se iba en cola hasta Porlamar y a pie hasta Punta de Piedras.

Berto, quien tiene la estatura que tuvo su papá, Pedro “verguita”, en un saco marrón de cuatro botones, el último que le hiciera Hectico, que dejara el viejo en el escaparate y que él dejara de usar por su anticuada línea, guardó unos realitos producto de unos toques con el estilband “Los Isleños”, en bolsillo derecho de adentro. Nadie más sabía de ello, ni siquiera su mujer.

Total que allí estaban hasta que la memoria traicionó a Berto, el saco permanecía colgado pegadito a una de las tablas laterales apretujado por otras ropas. Olvidado ya de aquel modesto erario, un domingo antes irse a sacar unos guacucos lo descolgó y colocó en el espaldar de una de las sillas del comedor y le dijo a su mujer que se lo diera a Lalo cuando pasara después de tomar café en casa de Moncha, en frente.

Llegó Berto a Guacuco y comenzó a escarbar buscando el preciado molusco, esta es una tarea de mucha paciencia, que se aprovecha para relajarse, pensar y repensar. En medio de sus cavilaciones, llevando medio tobo de guacucos, pensó de pronto en los carnavales, por ende en dinero, por supuesto en el que tenía guardado en el viejo saco marrón de su papá. Como poseído por el espíritu de un atleta grecorromano corrió por encima del encrespado oleaje, prendió su jeep y salió rumbo a La Asunción, por aquellos días no había celular. Llegó a su casa y miró hacia la silla, el saco no estaba; ¡coño! ya pasó Lalo, gruño. Lo buscó como loco, esta vez más que Lalo, por todas las casas que acostumbraba visitar: ya Lalo va lejos, Chico Salcedo le dio la cola, le dijeron. El último recurso era ir hasta Punta de Piedras, y el jeep jodio ¡qué verguita!, recordó a su padre. Pero se fue.

Hummmm qué hace aquí Berto, preguntó Lalo. Vine a ver si el sacó te quedó bueno, contestó Berto con la angustia calzada en el rostro sudoroso. Allí estaba el saco marrón, doblado encima de un sofá de mimbre: todavía no me lo puesto, ripostó Lalo.

Bertó agarró el saco y trasteándolo por dentro encontró el fajo de billetes de cien. Lalo quedó atónito: yo sabía que era por algo que estabas aquí. Berto respiró complacido y le regaló cien bolos a Lalo.




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