Juan José Prieto Lárez
Los
personajes: Alberto Mata y Francisco Salazar. Músico uno, orate el otro, Berto
uno, Lalo el otro. Lalo fue una celebridad que los asuntinos estimaron y
llegaron a quererlo, porque fue un loco pacífico, un maniático de gusto
refinado. Hizo del buen vestir y protocolo de la buena mesa, su etiqueta
personal. Oriundo de Punta de Piedras, salía de su lar a las cinco de la mañana
a pie para Porlamar, de allí un aventón de los choferes de plaza que hacían tránsito
entre esta ciudad y la ciudad capital era la rutina, por lo menos tres veces
por semana.
La
combinatoria de colores nunca le importó a Lalo, con tal de llevar puesto un
saco con camisa y corbata le bastaba para sus visitas a las familias asuntinas
donde llegaba con su silencio mirándose las uñas, cuando alzaba la cabeza sus
ojos sepia hablaban de su vieja manía, al menos de sentirse impecable. Cada vez
que regresaba al punto de partida llevaba consigo una, dos bolsas con nuevos
atavíos, muchas veces con pocas posturas. Su sonrisa de ropavejero contagiaba
alegría por verlo tan feliz. Y se iba en cola hasta Porlamar y a pie hasta
Punta de Piedras.
Berto, quien
tiene la estatura que tuvo su papá, Pedro “verguita”, en un saco marrón de
cuatro botones, el último que le hiciera Hectico, que dejara el viejo en el
escaparate y que él dejara de usar por su anticuada línea, guardó unos realitos
producto de unos toques con el estilband “Los Isleños”, en bolsillo derecho de
adentro. Nadie más sabía de ello, ni siquiera su mujer.
Total que
allí estaban hasta que la memoria traicionó a Berto, el saco permanecía colgado
pegadito a una de las tablas laterales apretujado por otras ropas. Olvidado ya
de aquel modesto erario, un domingo antes irse a sacar unos guacucos lo
descolgó y colocó en el espaldar de una de las sillas del comedor y le dijo a
su mujer que se lo diera a Lalo cuando pasara después de tomar café en casa de
Moncha, en frente.
Llegó Berto
a Guacuco y comenzó a escarbar buscando el preciado molusco, esta es una tarea
de mucha paciencia, que se aprovecha para relajarse, pensar y repensar. En
medio de sus cavilaciones, llevando medio tobo de guacucos, pensó de pronto en
los carnavales, por ende en dinero, por supuesto en el que tenía guardado en el
viejo saco marrón de su papá. Como poseído por el espíritu de un atleta grecorromano
corrió por encima del encrespado oleaje, prendió su jeep y salió rumbo a La Asunción , por aquellos
días no había celular. Llegó a su casa y miró hacia la silla, el saco no estaba;
¡coño! ya pasó Lalo, gruño. Lo buscó como loco, esta vez más que Lalo, por
todas las casas que acostumbraba visitar: ya Lalo va lejos, Chico Salcedo le
dio la cola, le dijeron. El último recurso era ir hasta Punta de Piedras, y el
jeep jodio ¡qué verguita!, recordó a su padre. Pero se fue.
Hummmm qué
hace aquí Berto, preguntó Lalo. Vine a ver si el sacó te quedó bueno, contestó
Berto con la angustia calzada en el rostro sudoroso. Allí estaba el saco
marrón, doblado encima de un sofá de mimbre: todavía no me lo puesto, ripostó
Lalo.
Bertó agarró
el saco y trasteándolo por dentro encontró el fajo de billetes de cien. Lalo
quedó atónito: yo sabía que era por algo que estabas aquí. Berto respiró
complacido y le regaló cien bolos a Lalo.
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