Una
bala
Juan
José Prieto Lárez
Una bala
atravesó la cabeza de la humilde mujer. Salió muy temprano con su hijo,
Manuelito de apenas cinco años de edad a comprar lo que fuera para comer, le
daba igual si por lo menos lo hacía una vez al día, a la hora que fuera. Eloísa
había quedado viuda sin haber nacido el único vástago hasta ahora parido. Tenía
tres meses de embarazo cuando su concubino, Lázaro, fue apuñalado por no
dejarse robar lo que había cobrado el viernes en un edificio en construcción
por los lados de El Paraíso, muy cerca de la Plaza de Madariaga. Los dos hacían
vida en lo alto de la Charneca, en un rancho como los miles de ranchos que
pueblan la gran Caracas. Los escasos centavitos con los que contaba, gracias a
la solidaridad de la barriada, le permitían a Eloísa, al menos para una sopa,
por lo general de hueso de res. Para ella y su hijo. Nada de magníficas
suculencias. En una bolsita plástica acumulaba los trozos de verduras al
alcance del precario presupuesto, no podía darle el gusto a la exigencia, por
ello el mercado de Quinta Crespo era el ideal por tres razones fundamentales:
el más económico, era válido el regateo y de vez en cuando un alma caritativa
la proveía de alguna yerba para aromar el caldo bendito de cada día. Todos los
días volvía como una pavesa integrarse a su mundo donde se consumía su
dignificación.
“Así vive el
pobre, de limosna en limosna”, no pensaba en nada más, a medida que al
peregrinaje se sumaba el pedimento a un santo que fuera capaz de hacer
redundante la vianda, una vez más. Subía y bajaba con el infortunio, acunado en
ella, y a ella no le importaba porque era su cruz y nadie hacía nada por
quitársela, o al menos aliviarle la carga. Un centenar de escalones era el
monumento a su constancia, su homenaje la sonrisa de su hijo alabando su
integridad sin rencores, sin desprecio a la sociedad de la ciudad. El destino
le prohibió soñar, le quebró el aliento de las aspiraciones, la volvió
sobreviviente a su propio riesgo. Por eso no se le escuchó jamás un lamento,
porque entendió que no valía la pena vivir de prisa. Muchos en el barrio
corrían igual suerte, su único atractivo era ver crecer a Manuelito, eso ya era
bastante, lo demás se lo dejaba a Dios.
A las tres de la
tarde de un jueves, dejándose llevar por el cansancio, caminaba por una de las
dos aceras que más conocían sus pasos, siempre las mismas. No era diferente la
fatiga al resto de otras tres de la tarde cuando con Manuelito remontaba las
empinadas escalinatas, sabía que librar una batalla contra el tedio era inútil.
De la nada surgió un hombre enorme, fornido, blandiendo una poderosa pistola, y
mirando a todos lados, al pasar junto a ella le arrebató a su hijo. Comenzó a
correr de espaldas poniéndolo como escudo contra unos policías que iban tras él
con sus armas de reglamento en mano. Eloísa clamando por Manuelito no le
importó situarse en medio del bien y el mal. Fue todo muy rápido, violento, y
ella cayó sangrando a borbotones por la cabeza. A su lado quedó la bolsita con
las verduras y unos trozos de hueso de res. De Manuelito nunca se supo nada.
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