sábado, 2 de agosto de 2014

EL VUELO DEL BÚHO - Llegó Luis Felipe y mandó a parar

Juan José Prieto Lárez

Una tarde sabatina, de un mes cualquiera del año 1957, en la vieja sede de la Asociación Venezolana de Periodistas ubicada en la Urbanización Las Palmas, en la avenida Andrés Bello de Caracas, se celebró una partida de dominó que pasaría al anecdotario del resto de los mortales, y sus célebres protagonistas.

La invitación vino del periodista y escritor Miguel Otero Silva, dueño del diario El Nacional, el resto de los invitados fueron entonces; Oscar Guaramato, también periodista y el economista Humberto Piñero, director de la Corporación Venezolana de Fomento. Minutos más, minutos menos fueron apareciendo los personajes de esta narración. Una conversación previa en la cafetería evidenciaba la imperiosa necesidad de vivir un día diferente, sin el estrés que genera una oficina abarrotada de problemas o la sala de redacción de uno de los periódicos más importantes el país.

Un picadillo de pollo y vegetales sirvió de aliciente a los estragados estómagos, un escocés relajó el drama citadino mientras hablaban de lo humano y lo divino en una Caracas convulsa por el régimen dictatorial pronto a ser derrocado. Luego vendría la batería del pensamiento y astucia lúdica, después de saciado el antojo culinario. El artífice de “Oficina Número Uno”, MOS, conminó al mesero a que tuviera lista la arena donde el duelo de las blancas y las negras era inminente.

Estaban distendidos, soportados por un aciago estado de serenidad. Solícita actitud de monje tibetano, concentrados hasta lo cabal como si trataran de hallar la solución a un problema temerario, de importancia capital. Mientras el encargado de acomodar el cuadrilátero hacía lo suyo, Luis Felipe Rodríguez Campos, asuntino y asistente personal de Piñero se las arreglaba con varios periódicos dispuesto a matar el tiempo que fuera posible, porque sabía que el combate a librarse tardaría, como otras veces, hasta muy entrada la noche. Por esa razón buscó acoplarse, a sus anchas, en un butacón, ideal para entregarse a la lectura.

Al ocupar las sillas disponibles advirtieron que Miguel no tenía compañero, Oscar y Humberto sospechaban que ese detalle estaba cubierto, pero no fue así. Es entonces cuando Humberto le dice al mesonero que le diga al señor sentado en el butacón que se acerque hasta donde están ellos. Rodríguez se acerca ignorando su participación en el match, mucho menos que sería compañero del autor de “La piedra que era Cristo”. La partida comenzó sin más contratiempos. Ganaban unos y los otros también, pareja iba la cosa. A medida que avanzaba la tarde llegaban otros periodistas en busca de un poco de tranquilidad, todos se acercaban donde estaba el creador de “Casas muertas”. Un saludo al maestro, a su don de gente y de intelectual ganado para las causas justas. A todas éstas, el juego sufría retardos y los jugadores perdían concentración, pero ni Humberto ni Oscar se atrevían a apurar la partida. Nunca se imaginaron que el margariteño Rodríguez sería capaz de tutearse con el distinguido escritor de “Cuando quiero llorar no lloro”. Seguían los saludos y con éstos las interrupciones en el careo hasta que Luis Felipe harto de perder tiempo hizo sonar una de las piedras con firmeza sobre la mesa y con voz guapetona exclamó:

-Bueno Miguel, tú viniste a jugar o saludar a todo el que pasa, ponle atención al juego para ganarle a estos cuscurros.

            Miguel sonrió tímidamente y los otros quedaron estupefactos.



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