Juan José Prieto Lárez
Una tarde
sabatina, de un mes cualquiera del año 1957, en la vieja sede de la Asociación Venezolana
de Periodistas ubicada en la Urbanización
Las Palmas, en la avenida Andrés Bello de Caracas, se celebró
una partida de dominó que pasaría al anecdotario del resto de los mortales, y
sus célebres protagonistas.
La
invitación vino del periodista y escritor Miguel Otero Silva, dueño del diario
El Nacional, el resto de los invitados fueron entonces; Oscar Guaramato,
también periodista y el economista Humberto Piñero, director de la Corporación
Venezolana de Fomento. Minutos más, minutos menos fueron
apareciendo los personajes de esta narración. Una conversación previa en la
cafetería evidenciaba la imperiosa necesidad de vivir un día diferente, sin el
estrés que genera una oficina abarrotada de problemas o la sala de redacción de
uno de los periódicos más importantes el país.
Un picadillo
de pollo y vegetales sirvió de aliciente a los estragados estómagos, un escocés
relajó el drama citadino mientras hablaban de lo humano y lo divino en una
Caracas convulsa por el régimen dictatorial pronto a ser derrocado. Luego
vendría la batería del pensamiento y astucia lúdica, después de saciado el
antojo culinario. El artífice de “Oficina Número Uno”, MOS, conminó al mesero a
que tuviera lista la arena donde el duelo de las blancas y las negras era
inminente.
Estaban
distendidos, soportados por un aciago estado de serenidad. Solícita actitud de
monje tibetano, concentrados hasta lo cabal como si trataran de hallar la
solución a un problema temerario, de importancia capital. Mientras el encargado
de acomodar el cuadrilátero hacía lo suyo, Luis Felipe Rodríguez Campos, asuntino
y asistente personal de Piñero se las arreglaba con varios periódicos dispuesto
a matar el tiempo que fuera posible, porque sabía que el combate a librarse
tardaría, como otras veces, hasta muy entrada la noche. Por esa razón buscó acoplarse,
a sus anchas, en un butacón, ideal para entregarse a la lectura.
Al ocupar
las sillas disponibles advirtieron que Miguel no tenía compañero, Oscar y
Humberto sospechaban que ese detalle estaba cubierto, pero no fue así. Es
entonces cuando Humberto le dice al mesonero que le diga al señor sentado en el
butacón que se acerque hasta donde están ellos. Rodríguez se acerca ignorando su
participación en el match, mucho
menos que sería compañero del autor de “La piedra que era Cristo”. La partida
comenzó sin más contratiempos. Ganaban unos y los otros también, pareja iba la
cosa. A medida que avanzaba la tarde llegaban otros periodistas en busca de un
poco de tranquilidad, todos se acercaban donde estaba el creador de “Casas
muertas”. Un saludo al maestro, a su don de gente y de intelectual ganado para
las causas justas. A todas éstas, el juego sufría retardos y los jugadores
perdían concentración, pero ni Humberto ni Oscar se atrevían a apurar la
partida. Nunca se imaginaron que el margariteño Rodríguez sería capaz de
tutearse con el distinguido escritor de “Cuando quiero llorar no lloro”.
Seguían los saludos y con éstos las interrupciones en el careo hasta que Luis
Felipe harto de perder tiempo hizo sonar una de las piedras con firmeza sobre
la mesa y con voz guapetona exclamó:
-Bueno Miguel, tú
viniste a jugar o saludar a todo el que pasa, ponle atención al juego para
ganarle a estos cuscurros.
Miguel
sonrió tímidamente y los otros quedaron estupefactos.
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