Juan
José Prieto Lárez
Nuestra democracia
tiene sus páginas oscuras. O en el mejor de los casos, páginas jocosas. Los revoltosos años sesenta fueron
testigo de la sempiterna rebeldía juvenil que siempre aviva la llama de
cualquier país. La Asunción, este pueblo resguardado por un regimiento
silencioso, gente que se levanta y se acuesta con tan solo el pensamiento de
refugiarse en las cuatro paredes y tejado de embrujo, donde la luna nunca se
apaga.
No obstante se vivieron
momentos apremiantes en la quietud puritana de esta comarca desnuda de
rivalidad pero robusta en principios y grandeza ética. Hubo un personaje el
cual prefiero resguardarlo de las exageraciones de lenguas distanciadas de la
verdad, lo llamaremos Claudio. Vivía entonces muy cerca de la Plaza de Bolívar.
Era ingenioso y considerando sus técnicas artísticas rudimentarias era un
adelantado en la creación de artefactos bélicos, que por lo general no hicieron
más que causar sobresaltos a media noche. De pronto la ciudad amanecía
disfrazada de muro panfletario contra políticas gubernamentales. Pero como reza
el dicho; “pueblo pequeño infierno grande”, todos sabían quién era el autor
material e intelectual de tal o cual ocurrencia protestataria.
En cierta ocasión, se
alborotó el país. Para evitar la trascendencia ruidosa en este silencio de
penumbra que era La Asunción, el jefe de la Digepol, Miguel, giró instrucciones
precisas a Evaristo para que buscara hasta debajo de las piedras a Claudio,
quien poseía una batea para elaborar propaganda subversiva. Batea es un
rectángulo que soporta una delgada superficie ahuecada que se utiliza para
reproducir letras o dibujos, para ello se usa también una espátula de madera
para distribuir la tinta encima de la zona a pintar. Al jefe le faltó explicar
los detalles técnicos de la batea a Evaristo, quien valiéndose de algunos
soplones gustadores de agua espirituosa hicieron el intercambio: información
por aguardiente. Así dio con el paradero de Claudio y cuando era conducido a la
funesta patrulla, dijo Erasmo con voz altanera y decidida a sus colaboradores:
ya vengo voy a buscar la batea.
Muy bien, Claudio no
aguantaba la risa dentro del móvil reclusorio a pesar de estar esposado como un
vulgar delincuente, solo se imaginaba la cara del jefe.
-jefe
aquí tengo al solicitado. Pronunció orondo Evaristo en el Cuartel.
-Y esa Batea? Ripostó el mandamás.
-Usted me dijo que trajera la batea,
Jefe. Contestó Evaristo entre la confusión más estrepitosa de su vida.
-¡Pero no la de lavar, váyanse al carajo
toditos!, cuerda de ineptos.
Así que la batea de Claudio es la más famosa de La Asunción.
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