Juan José Prieto Lárez
Para el despacho de la
crónica de hoy, tenía prevista otra historia. Estaba abocetada, el andamiaje
que voy construyendo durante la semana, estaba a punto de fraguado, a decir de
la mezcla de los elementos. Pero el jueves pasado a las cinco y media de la
mañana, surgió lo imprevisto: Cucho Berbín había muerto. La estocada fue
profunda, tanto, que un temblor terminó de sacudirme la soñarrera. La memoria,
con tan sorpresivo detonante se afincó en el recuerdo de mi mamá. A Cucho La
Asunción lo vivía todos los días, con su andar plantado en el lomo de un
bastón, una cachucha lo retrataba como viejo sonero, sus bluyines cortos
dejaban ver la torpeza amaestrada de sus otoñales rodillas, y eso sí, los
labios ceñudos silbando, silbando, a toda hora, día tras día silbando, era su
manía para estar contento, sin bufonadas, sino con afinada prestancia.
Por allá por los
setentas, siendo yo un niño y La Asunción alcanzaba el rango de cuna de
músicos, la Orquesta Ritmo del Caribe daba el palo en cuanta fiesta se
programara en la isla y también en tierra firme. Cucho ya era la voz. Todos
aupaban a aquel muchacho blanco y picaresco que hacía mecer las parejas con su
tono nato de juglar caribeño. Las letras pegajosas de los mejores boleros
mexicanos y portorriqueños le otorgaron el beneplácito de mejor intérprete de
boleros en el disputado ambiente tutelar de la rumba. Muchacho al fin, no
asistía a estas veladas imponentes de música fresca, hallando lugar en los
primerizos amoríos. Cuando el Colegio de Médicos, a dos cuadras de mi casa,
inició su época de oro, el escuchar la mejor música era el cielo. Así supe
cuánto le gustaba a mi mamá aquella vieja pieza titulada Vieja luna, de Orlando
de la Rosa. Cantada por Cucho era la compañía que la ciudad esperaba con ansias
para conciliar el sueño propicio. Ella esperaba esa canción. Por la mañana su
tarareo era la excusa de la evocación. Jamás, menos a estas alturas, olvidaré
la letra tan decisiva: quiero escaparme con la vieja luna/en el momento en que
la noche muere.
Ya creciditos y con la
anuencia para los debutantes tragos, si no éramos invitados a tal fiesta nos
sentábamos en la Plaza Mataíllas entregados al disfrute clandestino. Así nos
aprendíamos las canciones que luego rendíamos al pie de alguna ventana de la
elegida, no podía faltar Vieja luna y Quisiera, del maestro Augusto Fermín.
Quizás con la timidez de emprender viaje Cucho esperó a que apareciera su vieja
luna, aprovechando el silencio que hacía guardar su voz. Las madrugadas
seguirán siendo las mañanas de la adversidad, como dice la canción.
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