Pueblo de pescadores, margariteño por demás
Guayacán: el sueño posible de Pragedes Acosta
*Estamos curados
contra todo embate por desposeernos
de lo que amamos, que no es más que esta tierra
isleña,
margariteña bendita por Dios.
Los margariteños tenemos el
privilegio de estar en armonía con el azul. Del cielo y el mar. Sus
fulguraciones no nos son ajenas, conocemos lo sombrío y lo abismal inherente a
su altivo linaje de titán. Su violencia implacable ha hecho recurrir hasta el estremecimiento
a hombres intrépidos en otros tantos, tan antiguos. Desde argucias
desenfrenadas de corsarios y piratas hasta milagros, a los que aun acudimos
para contar qué somos y por qué somos marineros, por qué la alegría de ser
marinos. La mar toda, es una aventura de revelaciones, de constantes estrofas
que se siente en los tuétanos de quienes irremediablemente amamos el mar, y le
confesamos lo más íntimo de nuestra achura, y nos alivia verlo disperso,
despierto y soberano, así debe ser el alma de nosotros, recordemos aquella
canción de Jesús Ávila donde nos declama: el
mar, solo el mar, sabe mi pena, la historia de un amor que fue un fracaso… Hemos
sido despojados de riquezas por hombres de ultramar en su afán de poder, y de
tenerlo todo dejando a su paso devastación y soledad. Los margariteños hemos
seguido hacia adelante, dominando las turbulencias y remolinos insondables,
cruentos y miserables. Estamos curados contra todo embate por desposeernos de
lo que amamos, que no es más que esta tierra isleña, margariteña, bendita por
Dios.
También hemos regado estas
aguas de llanto por el pescador que nunca volvió, el dolor se ha encajado en
las rancherías, en las redes, en las nasas, pero jamás ha decaído el
pronunciamiento de alabanza a la
Virgen del Valle, y los vientos más fuertes reducidos a suave
brisa, las bocas de los océanos han cerrado sus labios dejando verter la fe en
los hijos de la mar.
En estos mares se abren
esperanzas para los benévolos conquistadores ansiosos por estas y muchas
orillas. Sin estrépito caminan los
astros trepando lo infinito, y el corazón late sin prisa. Donde florecen el
pitihuey y la tuna esparcidos por el rocío apostrofado que deja el ocaso en su
hundimiento.
Cuando nos acomodamos en la
blanduzca arena y apaciguamos su calentura con nuestro acento de piel
entrañable, nos imaginamos algún marino retumbando con su canto en el lomo de
las olas, viene grandioso a mostrarnos el sentimiento implícito, y un penacho
de arrullo para fecundar la ribera y hacerla sublime con rostro de gozo.
Hombres como Pragedes Indriago
Acosta que ofrendó su vida en su cándida lucidez por hacer escribir el cuento
más hermoso, que hiciera con su robusto cuerpo, pellejo tostado y forzudo corazón,
capaz de arrojarse a la aventura, desafiando la rima de las honduras.
Imponiendo su ingenio contras las crestas de lo fatídico. Pragedes Indriago
Acosta es el nombre del Indio Pragedes, el que hizo capaz que un pueblo
creciera entre montañas y las resplandecientes dunas de Guayacán. Este poblado
es una expresión amorosa que nunca dejará de sorprendernos con sus ilusiones y
denuedo rondando el perfume diáfano, visitando el pálpito encendido de sonetos
sagrados, adivinando el estallido triunfante sobre túrbidas invocaciones
mensajeras de raudales impíos. Guayacán es la secular inspiración de todo
hombre hecho de mar. Esta es su historia.
Apenas a un año de despedirse
el siglo XIX, en 1899, nace en Pampatar,
Pragedes, hijo de Silvino Indriago y Rita Acosta de Indriago. Por causa de las
carencias que había para entonces en la isla se traslada a Guaca, en el estado
Sucre. Lo único que había aprendido en la rocosa costa de su pueblo natal era
la pesca, lo único que había conocido era el mar. Allá, en esa tierra tan cerca
de nosotros se estrena como peón de pesca, fuerte como era, supo reponerse de
la nostalgia que a veces lo hacía flaquear, y no se contuvo en procura del
sueño que era volver a Margarita, donde habían quedado sus viejos y el Santo
Cristo del Buen Viaje, a quien se encomendaba en cada faena, en cada sendero
que habría de abrírsele en la anchurosa sabana marina.
Cuando estaba en tierra
buscaba que su vista tropezara con los cerros pelados que bordean la ensenada
pampataera, y creía mirar los ojos del vigía que apostado en una destartalada
choza y sentado sobre una guaratara en el cerro Punta Ballena, que no quitaba
sus ojos a los reflejos que surcaban la inmensidad, para gritar en algún
momento que el cardumen venía por sotavento.
Al recordar Pragedes aquella
salina inmensa que era Pampatar, añoraba sus días de niño cuando se internaba
en los cerros El Bergantín o La
Maroma a cazar tortolitas y así poder variar la dieta
consuetudinaria que era pescado, y una que otras veces botuto, vaquita o
mejillón, en el mejor de los casos carey, a fin de cuentas todo provenía del
mar.
Después de un largo tiempo por
a allá, Guaca es azotada por el paludismo, y a pesar de fortaleza es víctima de
la fiebre, pero logra sobre ponerse y ayuda a muchos guaqueros alcanzar la
mejoría, sino a acompañarlos a donde recibirían cristiana sepultura. La
población queda azolada, diezmado su contingente marinero. Es esta la ocasión
cuando decide regresarse Margarita, donde es recibido por viejos amigos y
familiares, no faltó el sancocho y unos tragos como parte del riguroso jaleo a
orilla de playa. Allí contó de las peripecias cuando iba a faenar por toda la
costa oriental, a decir del argot: era un pescador costanero. En medio del
jolgorio por su regreso, conversó con algunos carpinteros y dispuso todo cuanto
había ahorrado a la construcción de dos piraguas a las que nombraría “Rita”
como su madre y “Yo soy”, quizás por su inquebrantable voluntad y el sentirse
orgulloso de ser quien era: un hombre de mar.
Estas pequeñas embarcaciones
sirvieron para el intercambio de mercancía entre Margarita y tierra firme. Es
indudable que el comercio marcó pauta vital entre las riberas orientales y las
orillas margariteñas. Desde aquí es deducible que llevaran algunos productos
venidos del contrabando que comenzaba a hacer furor en tierra isleña, y de
allá, de Sucre, por ejemplo, donde la agricultura era y sigue siendo pilar
fundamental para su economía doméstica, nos venía café, tabaco, papelón y
verduras. Y no es que aquí no se produjera algunos de los renglones
mencionados, sino que no se eran
suficientes para la población que comenzaba a incrementarse. Pragedes nunca
pudo zafarse de su espíritu aventurero y un día cualquiera retoma la pesca como
su modus vivendi, dio la vuelta a la
isla infinidad de veces, pero centra su actividad en la costa este y norte de
Margarita. Hasta que un día llama su atención una rica fuente en pesca que se
ubica entre las llamadas Punta Guayacán y Punta Güime. Advirtió así mismo una
ensenada de aguas azuladas, coronada de blanca arena. Para más seña, entre
Manzanillo y Pedro González, ambas localidades ubicadas en los municipios
Antolín del Campo y Gómez respectivamente. Allí quiere fondear su red y
construir una ranchería que le sirviera de asiento para sus insistentes faenas.
Es así como funda la ranchería
que llamaría Guayacán en 1926. Nadie sabía de los sueños que el indio Pragedes
iba tejiendo apenas “descubrió” aquel mágico lugar que no alcanza un kilómetro de
blanquísima superficie acompañada de espesa arboleda aunque menuda de
ñangaragatos y yaques, no había un solo camino a ninguna parte. Una cruzada
estaba prevista para hacerse huéspedes de ese rincón señalado por el destino,
como esperanza que abría sus brazos para ofrecerles la calidez de su vahaje y
un islote arriscado que lo hacía más seductor todavía. Por lo demás no existía
nada, no había presencia conquistadora que fungiera de resguardo, solo el día y
la noche.
Pragedes había jurado
construir su futuro y cada amanecer lo convidaba al secreto delirio de culminar
ese anhelo, tanto que muchas veces emprendía viaje en solitario hasta lo que
más tarde sería definitivamente su pueblo, un puerto pesquero entre montañas
tímidas de mostrarse conmocionadas. Caminaba su estrechez planificando su inminente
instalación. Se preguntaba cómo propiciar el advenimiento de los primeros
pobladores, quiénes serían, por cuánto estarían allí, un sinfín de
interrogantes no pudieron doblegar su tesón.
Autor: Juan José Prieto Lárez “Pey”
La expedición no se hizo
esperar y una tarde cualquiera, Pragedes en su plena juventud logra el arribo
con algunos enseres, unos cuatro muchachos que como él apostaron por una nueva
vida en un lugar que sería de ellos, incluso su madre Rita lo acompañó en esta
primera avanzada de ocupantes. Los días siguientes no fueron fáciles, el
aislamiento los afectaba tanto como una sucesión de tormentas que los azotaba
desde mar adentro con ráfagas salitrosas. Era entonces cuando meditaban si
serían capaces de resistir los embates de la naturaleza. Hubo momentos en que
llegaron a pensar que no estaban preparados para esa gesta. Las palabras de
Pragedes por mantenerlos rísperos perdían
fuerza y la paciencia se agotaba. Dos de ellos se regresaron a Pampatar socorridos
por el buen tiempo que les permitió abandonar la ilusión primera, aunque
respondiendo con cautela al temor de no perderse en la montaña con silbidos y
ruidos raros desconocidos por ellos. A los que se quedaron, cuando arreciaba la
ventolera, la suelta arena se les incrustaba en los poros, era como si la
candela los abrazara. Contra el frío y los jejenes rasgaban los médanos para
cubrir sus cuerpos mientras conciliaban el sueño, si les era posible.
Por las mañanas los alcatraces
escapaban con los pescados calados dispuestos en los secaderos de piedras a
pleno sol y sereno, esa algarabía les anunciaba del resplandor que venía de más
allá de lo que ahora les pertenecía. A las cinco de la mañana emprendían viaje
en busca del sustento, a las diez aproximadamente estaban de regreso. Esta
costumbre aun la mantienen viva.
Jesús Ramón Marcano, vecino
guayacanés, ya fallecido, nos contó haber nacido en Pedro González y desde 1940
vivió en Guayacán. Mientras nos narraba, miraba el horizonte como buscando una
rajadura que le mostrase el tiempo viejo, el tiempo añorado, acompañando a
Pragedes cuando se hacía a la mar, el Indio fue su mejor amigo.
Todo cuanto llegara tenía que
ser por mar, por ello la organización prevalecía, prosiguió Jesús Ramón,
contándose con un bote de turno para que no faltara nada, salían a Juangriego o
Manzanillo según lo que se necesitara. Aún en los episodios amargos de la penuria,
como la asistencia médica había que resolverse de esta manera. Cuando la sed
arreciaba se organizaban grupos y se preparaban los viajes al cerro El Cacao a
dos horas de camino donde había un manantial de agua salobre que saciaba la
angustia.
La última morada de aquellos
aguerridos pobladores debía ser Manzanillo o Pedro González, en sus precarias
urnas, los despedían con excelsa parsimonia mortuoria, ritual que consistía en
recorrer la costa como despedida para luego llevarlo al suelo que acogería su
cuerpo. Muchas flores de clemón y espigas de abrojo quedaban flotando en el
agua, así como sus almas. Otras veces las profundidades recibían a aquellos que
en su último aliento pedían que entregaran sus restos mortales a la mar.
Pragedes, luego de acometer su
colosal hazaña se arranchó en su puerto y a todos los gobernantes, regionales y
nacionales que pasaban a saludarlo, los acompañaba a recorrer el novísimo
villorrio, y con un decálogo sobre las necesidades habidas, los comprometía
ante sus habitantes. De esta manera Guayacán posee una excelente vía asfaltada,
según cuentan sus moradores fue proyectada cuando Pérez Jiménez, luego cada
gobernador fue poniendo su granito de arena, haciendo énfasis en la culminación
de ésta, el finado Pedro Luis Briceño, gobernador que pereciera en un accidente
aéreo. Su definitiva conclusión se le debe a Morel Rodríguez Ávila, en entre
los años1986-1988, permitiendo la comunicación con sectores circunvecinos en
pocos minutos. Además cuenta con todos los servicios públicos, una calle Principal, al lado izquierdo, de la
entrada, una prolongación donde se construyen las nuevas casas, comenzando a
bajar queda un Ambulatorio Tipo 1, donde se mantiene permanentemente una médica
oriunda de Tacarigua, así mismo nos encontramos con la Escuela Estadal Concentrada
donde unos 150 alumnos reciben educación, allí laboran cinco maestras
provenientes de Pedro González y Juangriego. Una sencilla capilla con techo de
asbesto sombreado por guayacanes plantados al frente en una pequeña plazoleta, reguarda
la imagen de su Patrona, Santa Rita de Cascia, celebrándole sus fiestas el 22
de mayo, con una misa y rosario el día 21, al día siguiente con un paseo de música
muy temprano. Con fuegos artificiales todo el pueblo la acompaña a un paseo
tanto por tierra como por mar para que los bendiga de todo mal, en un
improvisado altar están colocadas las imágenes de la Virgen del Valle, San Judas
Tadeo y el Divino Niño. Los Guyacaneses, sin embargo, mantienen un gran fervor
por la Cruz Bendita ,
como prueba de ello una está colocada a la entrada del pueblo, otra al final y
en el morro, a unos trescientos metros
de su orilla hay una blanquísima que se distingue desde la carretera.
Por supuesto que su ingenio lo
llevó a organizar a todos los pescadores para fortalecer, las artes de pesca,
así se convierte en armador fuera de serie proveyéndolos de del equipo
necesario, participando como socio en
estas actividades. Su visión de futuro la puso en práctica con el primero de
sus hijos que al graduarse de universitario, éste heredó la tarea de pagar los
estudios de su próximo hermano al entrar a la universidad, así pues, todos sus
hijos son en la actualidad profesionales en diferentes especialidades. Pragedes
falleció el 5 de febrero de 1990. Fue sepultado en Pampatar, aunque soltero
dejó quince hijos a los que dio educación. La mejor herencia dejada por este
visionario marino fue la disciplina que aun se mantiene en cada uno de los
cuatrocientos habitantes, no han dejado que allí exista un bar, ni que
forasteros acudan allí a perturbar la paz reinante de tantos años, de hecho,
desde que se conoce, no ha habido alguna muerte violenta, solo se ha suscitado
un solo robo que consistió en la extracción de dos motores a unos botes
fondeados cerca de la orilla. Cualquiera no puede llegar a la libre e
instalarse, no, todo la tierra pertenece a todos los pescadores agrupados en la Asociación de
Pescadores, conformada por unos cien miembros, y es presidida por su hijo
Silvino Indriago González, ingeniero agrónomo, quien hace cumplir los
estamentos establecidos por su padre, él para todos los niños es el tío
Silvino, a todos les imparte la bendición cuando acuden a la escuela. Los que
contraen nupcias si desean quedarse se les hace entrega de una parcela donde
habrá de construir su hogar y seguir trabajando en la pesquería. Hay una cancha
de usos múltiples donde los adolescentes hacen deporte luego de regresar del
liceo de sectores cercanos. Las mujeres por su parte han recibido cursos de
corte y costura, piñatería y manualidades entre otros, aparte de eso crían sus
hijos en un ambiente familiar y a todos le cuentan su historia. La solidaridad
es evidente en cualquier episodio de sus vidas, la hermandad los hace velar por su bienestar, de esta manera es una
comunidad donde todos socorren a todos, donde todos celebran juntos y lloran
juntos sus penas y sinsabores. La sociedad tiene cerca de cien pescadores, mancomunadamente
faenan dividiendo en partes iguales las ganancias de la pesca. Todos los días a las cinco, cuando despunta
el alba por la punta este salen a la mar, regresando entre nueve y diez de la
mañana cargados, muchas veces, de pescados que son vendidos a los caveros
previamente registrados en la Asociación.
El Indio Pragedes ya no está
entre nosotros, pero estamos seguros que su espíritu vive encaramado en cada
bote, y en el trino de los tutueles se advierte su alma entre uveros y
manzanillos buscando sueños para levar anclas a otros puertos relumbrantes
donde el idilio con la mar sea una caricia azul, aun después que se apague la
última aurora.
Periodista*
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