La Calle
Juan
José Prieto Lárez
Se estiran debajo de
los postes con su luz de ceniza. Debajo de los árboles con sus brazos de
penumbras. Son nuestras calles, las calles, sencillamente la calle. En ellas
germina la maldad y se tropieza con una viejecita incauta que camina a su
encuentro pero por la acera de enfrente. Solo lleva el luto que la cubre y un
billetico de veinte bolívares, arrugado, como única fortuna. Busca esquivar el
presagio de su instinto, le resulta imposible ante la amenaza ruda que la ataca
y la apabulla. Por la calle que sube, un hombre sentado en una silla vieja de
madera y cuero, fuma tabaco en rama, sus ojos delirantes persiguen el
serpentino humo que asciende sobre su cabeza despreocupada, a partir de allí se
desvanece. Luego enciende otra calilla y vuelve a recrear el alucinante
torbellino apretado en su quijada temblorosa. Por una paralela pasan autobuses
con pasajeros recostando sus cabezas a los vidrios de las ventanas. De ida un
sueño indetenible los domina. Llevan la boca abierta, extasiada, con un hilo de
madrugada descendiéndoles por la comisura. De vuelta el hollín impregna las
tenues cortinas de la brisa cálida de las cinco de la tarde.
En una placita las
caricias de dos enamorados sentencian el final del encuentro, sus manos abonan la
siembra del reencuentro del día siguiente. Las estrías nocturnas van nutriendo
la cúspide de la catedral, convirtiendo la calle que la compaña desde siempre
en una brújula de misterios maniatados a la espera que aparezcan los demonios
degollados por el filo del amanecer, pareciera ser la calle de los misterios.
En otras latitudes urbanas las calles se transforman en una suerte de valijas
donde viajan las rebeliones con rostro de pesadilla.
Bueno es cuando uno
regresa de vacaciones de donde estudia. Si llegamos de noche crece la ansiedad,
mientras conciliamos el sueño vamos reconociendo los ruidos que suelen
acontecer en los alrededores, las voces de los vecinos, el chirrear de las
rejas resecas, la abundancia de perros raspando el cemento callejero, hambrientos
a la pepita de la perra en celo. Uno se asoma a la calle a reconocer la
negritud, y desear la fantasía del amanecer temprano.
Pronto se comienza a
escuchar el chapotear del agua cuando los cauchos la machacan, es la lluvia
decembrina anunciando que la alborada está subiendo para completar el día, uno
se acomoda por unos minuticos más. Hasta que disparado por un resorte
alucinamos haber perdido, al menos la mañana.
Ya los sabores y olores
de la calle están en planta para reconfortarnos el eminente reencuentro, la
familia, la carajita, los amigos, los vecinos, nuestra calle, las peas. Todo
pasa rápido y la nostalgia hace su aparición anunciando el hasta pronto. Se
siente un vacío en el centro de nuestra humanidad, mucho más cuando besamos a
los viejos, la novia y la mirada diciendo adiós a la calle.
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