El parque
Juan
José Prieto Lárez
Sentada en la misma
banca de siempre, de espaldas al sol, miraba cómo oscurecía el parque. Ese,
donde había transcurrido su infancia, donde siguen los mismos columpios con el
óxido a flor de piel, la que alguna vez fue multicolor. La misma rueda donde
mecía su cabellera y giraba y giraba sin parar, con los ojos mirando en
círculos el anchuroso parque. Ahora tiene sesenta años. Muchos años sola.
Batallando consigo misma, sola. Todos los domingos, luego de concluir la misa,
ese es su sitio predilecto, el único al que asiste, solo los domingos, como
antes, cuando era una niña. Al igual que ella los edificios que bordean el
verdor se hicieron viejos con rostro gris, balcones solitarios donde antes se
reunían las familias a mirar el parque. Hasta los árboles cuentan sus días en
sus cortezas vulnerables al paso del tiempo.
Esa tarde, después de
terminar la misa acudió a la misma banca. Debajo de sí, un camino de hormigas
trenzaba una caravana por entre lúgubres hojas hacia un destino inescrutable.
La tierra se ha vuelto agreste, un color a desahucio cobija grietas de dejadez,
las marcas de la sed. Los vericuetos servían de aposentos a depósitos de
insectos esperando a otros aún más desvalidos para devastarlos. Ella permanece
sentada, sola, mirando aquel desfile negruzco. La sombra del apagamiento
estelar abrazándola como alguien invisible. Un bolso negro descansando sobre
sus piernas, un desteñido gorro azul, una franela marrón con mangas largas,
pantalones beige, y unos zapatos presumiblemente blancos, eran todo cuánto ella
poseía. Parecía esperar con ansiedad ser arropada por la noche.
Un vago recuerdo acudía
a su encuentro. Volvía a los años juveniles, a ese mismo lugar donde un domingo
después de misa conoció a Rodrigo, el único hombre que posó sus labios en los
de ella, una vez. Fue, en definitiva una amor irrealizable. Lo quiso en
silencio todas las horas de todos los días de su vida, sin embargo jamás sintió
una correspondencia. Se había marchado para siempre, fugaz, así mismo como
apareció aquel domingo después de la misa. A partir de allí su vida fue un
torbellino pasional. Jamás sus labios tuvieron asidero en otros, mucho menos su
cuerpo en otro. Jamás hubo otra oportunidad en el amor. El frío de la noche la
envolvía y como siempre, como todos los domingos después de la misa, en la
misma banca, dos lágrimas recorrían su helado rostro, pero sin muecas de dolor.
Sacaba de su bolso un pañuelo verdecito, el mismo pañuelo, y secaba sus ojos y
volvía sobre sus pasos hasta su casa a esperar el próximo domingo.
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