lunes, 1 de septiembre de 2014

EL VUELO DEL BÚHO - Venciendo los dioses

Venciendo los dioses

Juan José Prieto Lárez

Inmensos nubarrones color de hierro, hicieron tránsito por el infinito cielo despojado de sus habituales lentejuelas. Truenos desventurados estremecieron la tierra engendrando un calambre colosal, como si tropezaran hombros gigantes contra las costillas del planeta. Vírgenes centellas hendieron sus rabos remotos en el pecho de los mares, cegando con su luz furiosa el lomo del bravo oleaje, exponiendo sus espumas a una locura sin norte franco. Una fuerza descomunal brotaba de los profundos cimientos, emparentados con un enjambre de caballos arriando el cautiverio de los demonios que desollaban profundidades con mordidas avaras.

La rudeza del viento mutiló embarcaciones y puertos. Insomnes los peces, gritaban heridos, acechados de caracoles posesos por la pena. Una red telúrica de músculos impresionantes tejió la insólita talla marina para desbaratar orillas. Sus gemidos se convirtieron en grietas tragando las horas de una noche desecha. La naturaleza estaba siendo asaltada por el conjuro invisible de dioses pretendidos. El augurio no era otro que la muerte, asechando como despeñaderos donde de súbito moraría el mal. La extinción del bien se escribía con algas ruinosas, que ya no tenían hueso, por el mordisquear del poder subastado entre golosos corrompidos, desnudos de moral. Tallaban el mármol lapidario donde las ideas solidarias y hermanadas irían a parar náufragas hasta de la palabra.

Pero hubo un pez encendido por un montón de ganas de libertad, que hurgó en los palacios erguidos en oro ajeno, tronos de manos humildes degolladas al pan de la equidad, muriendo, sembrando la identidad de su existencia en parábolas inventadas en un libro con una sola página en blanco. Titulado adiós. Sin desmayo anduvo íngrimo. No lo seguían otros por el temor ante los poderosos y su rabia trastornada. Con sigilo creció su aventura, conquistando a quienes reconocían las arenas donde el látigo, como mantarraya acecha y castiga sin reparo. Pronto se dieron cuenta que el poder de los dioses tenía su talón aquilinado. No son perpetuos, que la evolución de la razón, la superación, el canto a la vida, sobre todo el amor son el antídoto para encender destellos interiores y ver el cántaro donde beber todos: la paz.

El alba se acercaba, la pesadilla persistía, al pez su fin. Se dijo entonces: llegará el día, que mis ideas sean ases en millones de conciencias dominando en el perverso juego de barajas, ebrio, espeluznante, por el botín de todos. El valor se volcará en latidos de sabias esperanzas y por montones saludaremos al doliente con un beso en la frente, no con la mortaja esperando su final suspiro. Llegó el día nuevo, y por entre los vestigios del neblinoso sangrado por los azotes chocantes, claramente vimos colarse un largo arcoíris llevando en su arcano interminable, el ímpetu del pez valeroso, surcando todos los mares, surcando todos los cielos. 


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