Venciendo los dioses
Juan
José Prieto Lárez
Inmensos nubarrones
color de hierro, hicieron tránsito por el infinito cielo despojado de sus
habituales lentejuelas. Truenos desventurados estremecieron la tierra engendrando
un calambre colosal, como si tropezaran hombros gigantes contra las costillas
del planeta. Vírgenes centellas hendieron sus rabos remotos en el pecho de los
mares, cegando con su luz furiosa el lomo del bravo oleaje, exponiendo sus
espumas a una locura sin norte franco. Una fuerza descomunal brotaba de los
profundos cimientos, emparentados con un enjambre de caballos arriando el
cautiverio de los demonios que desollaban profundidades con mordidas avaras.
La rudeza del viento
mutiló embarcaciones y puertos. Insomnes los peces, gritaban heridos, acechados
de caracoles posesos por la pena. Una red telúrica de músculos impresionantes
tejió la insólita talla marina para desbaratar orillas. Sus gemidos se convirtieron
en grietas tragando las horas de una noche desecha. La naturaleza estaba siendo
asaltada por el conjuro invisible de dioses pretendidos. El augurio no era otro
que la muerte, asechando como despeñaderos donde de súbito moraría el mal. La
extinción del bien se escribía con algas ruinosas, que ya no tenían hueso, por
el mordisquear del poder subastado entre golosos corrompidos, desnudos de moral.
Tallaban el mármol lapidario donde las ideas solidarias y hermanadas irían a
parar náufragas hasta de la palabra.
Pero hubo un pez
encendido por un montón de ganas de libertad, que hurgó en los palacios
erguidos en oro ajeno, tronos de manos humildes degolladas al pan de la
equidad, muriendo, sembrando la identidad de su existencia en parábolas
inventadas en un libro con una sola página en blanco. Titulado adiós. Sin
desmayo anduvo íngrimo. No lo seguían otros por el temor ante los poderosos y
su rabia trastornada. Con sigilo creció su aventura, conquistando a quienes
reconocían las arenas donde el látigo, como mantarraya acecha y castiga sin
reparo. Pronto se dieron cuenta que el poder de los dioses tenía su talón aquilinado.
No son perpetuos, que la evolución de la razón, la superación, el canto a la
vida, sobre todo el amor son el antídoto para encender destellos interiores y
ver el cántaro donde beber todos: la paz.
El alba se acercaba, la
pesadilla persistía, al pez su fin. Se dijo entonces: llegará el día, que mis
ideas sean ases en millones de conciencias dominando en el perverso juego de
barajas, ebrio, espeluznante, por el botín de todos. El valor se volcará en
latidos de sabias esperanzas y por montones saludaremos al doliente con un beso
en la frente, no con la mortaja esperando su final suspiro. Llegó el día nuevo,
y por entre los vestigios del neblinoso sangrado por los azotes chocantes,
claramente vimos colarse un largo arcoíris llevando en su arcano interminable,
el ímpetu del pez valeroso, surcando todos los mares, surcando todos los
cielos.
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