Travesuras del
abuelo
Juan
José Prieto Lárez
El primer cobijo de
convivencia matrimonial de mis padres fue en una casona en la distante salina
que era El Mamey, en La Asunción. Han trascurrido más de setenta años. De esos
comienzos nació mi hermano mayor, José Gabriel. Eran tiempos duros por la
escases y rutinaria empatía con la nada. Aquella salina trasparentaba, entre
vapores ardorosos, una planicie chamuscada topándose con el verdor primitivo
del cerro Matasiete, en la lejanía. Cuando comencé a tener conciencia de
incidentes familiares, mi madre me echó un cuento que hasta hoy conservo como
el bautismo a ceremoniales fantasmales de la oralidad asuntina. Uno no se cansa
de contarlo.
Mi hermano José,
tendría entonces unos cinco años, ya sabía lo que era morirse y lo que tenía
que ver el cielo en todo este enigma, porque hacía unos meses nuestros abuelo
paterno José Tenías, Papacheo, había muerto. La casa tenía un patio grandísimo,
el linde con la impetuosa salina era una boscosa mata de ponsigué. Para llegar
hasta ella había que serpentear una laguna ahondada por los puercos de Estílita,
una vecina prima de mi papá. La sombra del árbol manchaba el aguazal. Al caer
la noche, los destellos de la luna dibujaban diminutos picos semejando la boca
feroz de un monstruo gigante enjuagándose los colmillos. Ningún muchacho se
atrevía a rondarla después de seis de la tarde, porque parecía cobrar vida una
jauría de sombras bestiales. Para rematar los viejos decían que allí se bañaban
las almas de los piratas que nunca regresaron a sus naves apostadas en
Pampatar. Encima de todo, cuando llovía a cántaros la ensenada engendraba un
miedo atrayente, tanto, que los mismos vecinos llegaron a creer lo que le decían a los muchachos por no
correr el correr el riesgo ahogarse en las espeluznantes aguas, además los
puercos ya habían muerto de peste. Los ponsigués se perdían en cada cosecha por
no haber quien los cogiera, ni siquiera por el encargo para anegarlos en una
garrafa con ron blanco.
Una tarde, José
desapareció el cerco protector. La conmoción reinó inmediatamente entre todos,
las casas de los lados fueron registradas en vano, el extravío inocente se hizo
desesperante. Todos miraban la laguna con cierta reserva, muda, con aire
compungido, nadie decía nada. Solo el afán por encontrarlo hizo sacudir los apacibles vericuetos y
escondrijos. La confusión provocó mojadura en los ojos. Más tarde, cuando se
teñía de oscuro la salina, se reunieron todos en la enramada que era la cocina
de la casa. Los pocillos con café despedían grises vahos espantados por los
soplidos que surgían de un profundo desconsuelo. De pronto el corazón de todos
dio un vuelco, como apurando, deszafar corajes de una amarra invisible. Los
sentidos se juntaron en una sola pieza. Se oyó un arrebato de voces al unísono:
¡mijo! Todos corrieron tan veloces como ballesta bienaventuradas a constatar el
orden corporal del muchachito. José traía en un doblez enchinchorrado de su
franelita blanca, un montón de ponsigués. Sin frío y su carita ajena de
novedad, respondió al preguntársele por aquella fortuna natural: me los dio mi
abuelo, Papacheo.
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