domingo, 14 de septiembre de 2014

EL VUELO DEL BÚHO - Travesuras del abuelo

Travesuras del abuelo

Juan José Prieto Lárez

El primer cobijo de convivencia matrimonial de mis padres fue en una casona en la distante salina que era El Mamey, en La Asunción. Han trascurrido más de setenta años. De esos comienzos nació mi hermano mayor, José Gabriel. Eran tiempos duros por la escases y rutinaria empatía con la nada. Aquella salina trasparentaba, entre vapores ardorosos, una planicie chamuscada topándose con el verdor primitivo del cerro Matasiete, en la lejanía. Cuando comencé a tener conciencia de incidentes familiares, mi madre me echó un cuento que hasta hoy conservo como el bautismo a ceremoniales fantasmales de la oralidad asuntina. Uno no se cansa de contarlo.

Mi hermano José, tendría entonces unos cinco años, ya sabía lo que era morirse y lo que tenía que ver el cielo en todo este enigma, porque hacía unos meses nuestros abuelo paterno José Tenías, Papacheo, había muerto. La casa tenía un patio grandísimo, el linde con la impetuosa salina era una boscosa mata de ponsigué. Para llegar hasta ella había que serpentear una laguna ahondada por los puercos de Estílita, una vecina prima de mi papá. La sombra del árbol manchaba el aguazal. Al caer la noche, los destellos de la luna dibujaban diminutos picos semejando la boca feroz de un monstruo gigante enjuagándose los colmillos. Ningún muchacho se atrevía a rondarla después de seis de la tarde, porque parecía cobrar vida una jauría de sombras bestiales. Para rematar los viejos decían que allí se bañaban las almas de los piratas que nunca regresaron a sus naves apostadas en Pampatar. Encima de todo, cuando llovía a cántaros la ensenada engendraba un miedo atrayente, tanto, que los mismos vecinos llegaron a creer  lo que le decían a los muchachos por no correr el correr el riesgo ahogarse en las espeluznantes aguas, además los puercos ya habían muerto de peste. Los ponsigués se perdían en cada cosecha por no haber quien los cogiera, ni siquiera por el encargo para anegarlos en una garrafa con ron blanco.

Una tarde, José desapareció el cerco protector. La conmoción reinó inmediatamente entre todos, las casas de los lados fueron registradas en vano, el extravío inocente se hizo desesperante. Todos miraban la laguna con cierta reserva, muda, con aire compungido, nadie decía nada. Solo el afán por encontrarlo  hizo sacudir los apacibles vericuetos y escondrijos. La confusión provocó mojadura en los ojos. Más tarde, cuando se teñía de oscuro la salina, se reunieron todos en la enramada que era la cocina de la casa. Los pocillos con café despedían grises vahos espantados por los soplidos que surgían de un profundo desconsuelo. De pronto el corazón de todos dio un vuelco, como apurando, deszafar corajes de una amarra invisible. Los sentidos se juntaron en una sola pieza. Se oyó un arrebato de voces al unísono: ¡mijo! Todos corrieron tan veloces como ballesta bienaventuradas a constatar el orden corporal del muchachito. José traía en un doblez enchinchorrado de su franelita blanca, un montón de ponsigués. Sin frío y su carita ajena de novedad, respondió al preguntársele por aquella fortuna natural: me los dio mi abuelo, Papacheo.



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