Abrumadora Ausencia
Juan José Prieto Lárez
Todas las
tardes, después de las cinco, una señora de unos ochenta años se sentaba en el
pequeño balcón del apartamento que habitaba. Siempre en la esquina desde donde
le era posible mirar la afluencia de carros y gentes dando vueltas a la Plaza Venezuela , Caracas. Todas
las tardes pasaba yo por ahí cuando me dirigía a la Ciudad Universitaria ,
jamás miró hacia abajo, la mirada buscaba algo por encima de los pequeños
edificios o casas de dos pisos construidas en la época de Pérez Jiménez, algunas
aun conservan su particular arquitectura.
Más de una
vez la señora del balcón fue el personaje de algunos textos en mis prácticas de
redacción en la Escuela
de Periodismo. Escribía en ocasiones de esa conversación inaudible entre la
mirada y los labios de aquella mujer delgada con un largo camisón que le
llegaba a los tobillos, las manos juntas en el regazo, pelo canoso recogido a
la espalda con una cinta violeta, su rostro níveo con los surcos propios de la
edad.
La soledad
la rondaba como un signo inequívoco de melancolía, ese sosiego ajustado al alma
como creído remedio a un mal muy grande que le corroe la vida poco a poco.
Nadie que yo sepa lo sabía. Porque nunca la vi con alguien haciéndole compañía,
era ella sola con su pena con envoltura de sueño, que a las claras de la verdad
era una pesadilla.
Llegó el momento
de no verla más en el balcón. Afloró pues, en mí, una sensación de ausencia de
una amiga a la que nunca hablé ni supe su nombre. A una amiga que no supo de mí,
o por lo menos fue lo que creí, hasta que un día otra señora mucho más joven,
con bastantes kilos demás en su humanidad, cara redonda, brazos gruesos, pero
de mirada tierna. No sé porque cuando estuve frente a ella, noté que era la
misma mirada de la anciana del balcón. Me atajó en el camino a la universidad y
puso en mi mano un sobre. Con sorpresa y desconcierto pregunté qué significaba
aquel gesto, ella respondió que eran unas líneas que su abuela había dejado
para mí antes de morir, hacía una semana. Sin más explicaciones me dijo que
ella quiso escribirme algo de su vida, porque como me veía todos los días con
muchos libros, quizás podría yo contar sobre ella.
Todo me
parecía surrealista. Cuando leí la esquelita mucho más confundido estaba,
porque me hablaba con mucha familiaridad, también que me daba las gracias por
alzar mi vista para verla, ella lo tomaba como un saludo mudo, que seguía
mirándome hasta perderme en la arboleda universitaria. “Lamento mucho que nunca
pudiéramos hablar, es que no podía hacerlo porque nunca hablé y en mis oídos
habitaba el silencio desde que un guardia civil asesinó a mi esposo, ese disparo
fue lo último que escuché”. Tan conmovedora descripción se fijó en mi como
aquel disparo. Me queda la satisfacción, al menos, haber sido amigo de una
historia tan abrumadora y cargada de dolencia. Es así como se escriben las
grandes buenas historias, sin uno saberlo puede ser protagonista guardando para
siempre el recuerdo de lo que jamás se pudo saber. Se llamaba Flora.
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