miércoles, 10 de septiembre de 2014

EL VUELO DEL BÚHO - Abrumadora Ausencia

Abrumadora Ausencia








Juan José Prieto Lárez

Todas las tardes, después de las cinco, una señora de unos ochenta años se sentaba en el pequeño balcón del apartamento que habitaba. Siempre en la esquina desde donde le era posible mirar la afluencia de carros y gentes dando vueltas a la Plaza Venezuela, Caracas. Todas las tardes pasaba yo por ahí cuando me dirigía a la Ciudad Universitaria, jamás miró hacia abajo, la mirada buscaba algo por encima de los pequeños edificios o casas de dos pisos construidas en la época de Pérez Jiménez, algunas aun conservan su particular arquitectura.

Más de una vez la señora del balcón fue el personaje de algunos textos en mis prácticas de redacción en la Escuela de Periodismo. Escribía en ocasiones de esa conversación inaudible entre la mirada y los labios de aquella mujer delgada con un largo camisón que le llegaba a los tobillos, las manos juntas en el regazo, pelo canoso recogido a la espalda con una cinta violeta, su rostro níveo con los surcos propios de la edad.

La soledad la rondaba como un signo inequívoco de melancolía, ese sosiego ajustado al alma como creído remedio a un mal muy grande que le corroe la vida poco a poco. Nadie que yo sepa lo sabía. Porque nunca la vi con alguien haciéndole compañía, era ella sola con su pena con envoltura de sueño, que a las claras de la verdad era una pesadilla.

Llegó el momento de no verla más en el balcón. Afloró pues, en mí, una sensación de ausencia de una amiga a la que nunca hablé ni supe su nombre. A una amiga que no supo de mí, o por lo menos fue lo que creí, hasta que un día otra señora mucho más joven, con bastantes kilos demás en su humanidad, cara redonda, brazos gruesos, pero de mirada tierna. No sé porque cuando estuve frente a ella, noté que era la misma mirada de la anciana del balcón. Me atajó en el camino a la universidad y puso en mi mano un sobre. Con sorpresa y desconcierto pregunté qué significaba aquel gesto, ella respondió que eran unas líneas que su abuela había dejado para mí antes de morir, hacía una semana. Sin más explicaciones me dijo que ella quiso escribirme algo de su vida, porque como me veía todos los días con muchos libros, quizás podría yo contar sobre ella.

Todo me parecía surrealista. Cuando leí la esquelita mucho más confundido estaba, porque me hablaba con mucha familiaridad, también que me daba las gracias por alzar mi vista para verla, ella lo tomaba como un saludo mudo, que seguía mirándome hasta perderme en la arboleda universitaria. “Lamento mucho que nunca pudiéramos hablar, es que no podía hacerlo porque nunca hablé y en mis oídos habitaba el silencio desde que un guardia civil asesinó a mi esposo, ese disparo fue lo último que escuché”. Tan conmovedora descripción se fijó en mi como aquel disparo. Me queda la satisfacción, al menos, haber sido amigo de una historia tan abrumadora y cargada de dolencia. Es así como se escriben las grandes buenas historias, sin uno saberlo puede ser protagonista guardando para siempre el recuerdo de lo que jamás se pudo saber. Se llamaba Flora.



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