Llantos de futuro
Juan José Prieto Lárez
En mis
vespertinas visitas a los alrededores de la Plaza de Bolívar y Luisa Cáceres en La Asunción , no son más que
el acompañamiento a mi hijo Juan José al núcleo de música perteneciente al
Sistema de Orquestas Infantil y Juvenil, donde ejecuta el corno. Desenfundo mis
recuerdos cuando yo era alumno de los maestros Eduardo Serrano y Razés
Hernández López, ambos ya fallecidos, además de pertenecer a los coros de la Facultad de Odontología y
Humanidades dirigidos por el maestro Roberto Ruiz, por si fuera poco cuando fui
integrante del grupo “Son boleros” teniendo como director musical al amigo
Carlos Belfort. Con este preámbulo armónico pretendo destacar la febril afición
de escuchar música cualquiera sea su género. Andaba uno cazando los eventos en
el Aula Magna de la Universidad Central
de Venezuela (UCV), de ellos quedarían gratos recuerdos y el sabor melodioso de
la anécdota.
Recuerdo
dos. La primera fue cuando el maestro Antonio Estevez dirigió la Cantata Criolla en homenaje al
poema de Florentino el que cantó con el diablo, del Alberto Arvelo Torrealba
dirigiendo la Orquesta Sinfónica
de Venezuela en el Aula Magna de ese recinto universitario. Corrían los años
ochenta, aquella estancia universitaria estaba a reventar, todos los asientos,
incluyendo las larguísimas caminerías alfombradas que desde muy temprano fueron
ocupadas. Llegó la hora. Cada músico ocupó su lugar, buscando la afinación
final de su instrumento, cuando el murmullo amainó apareció por la puerta
lateral izquierda del escenario la rigurosa figura del maestro, digo rigurosa
porque es muy conocida la exigencia del maestro cuando de dirigir se trataba,
recordemos que fue el fundador del Orfeón Universitario de esa máxima casa de
estudios. Salió con su bastón en la mano izquierda y en la derecha su batuta,
pelo blanco, anteojos de parape, revestido de un flux negro, camisa inmaculada
y su corbata haciendo juego con el traje. Justo cuando el maestro levantó sus
decididos brazos para hacer sonar la más emblemática pieza llanera, en el
balcón de la sala se adelantó el agudo
acorde del llanto de un niño. Sin más remedio bajó los brazos en señal de
destemplanza por la imprudente inocencia, se volteó hacia el público diciendo a
viva voz ¡me sacan ese carajito de aquí! El concierto concluyó sin más
tropiezos.
La segunda
sucedió con Daniel Viglietti, quien luego de recuperarse de las atrocidades de
la dictadura en su Uruguay natal, vino a Caracas a una serie de conciertos
también en los ochenta. Esa noche el Aula Magna estaba que no cabía un alma
más. Apenas comenzando el recital, cuando rasgaba las cuerdas de su inseparable
guitarra comenzó a llorar un chamito, por el tono de su llanto era de meses, una
y otra vez interrumpía el inicio del
canto rebelde del cantor sureño. Luego de algunas voces declamatorias, hubo
silencio largo en la sala, solo se escuchaba el rasgueo de las legendarias
cuerdas. Finalmente, al percatarse que ya no había interrupciones sentenció
sutilmente: se durmió el guricito. Las canciones y aplausos se hicieron
interminables.
Hoy resulta
que los niños venezolanos son los protagonistas del más ambicioso proyecto por
la paz mundial que es la música, nacido del Sistema de Orquestas de la mano del
maestro José Antonio Abreu, postulado al Premio Nobel de la Paz.
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