Fachada de siglos bajo la sombre de la fe.
Autor: Juan José Prieto Larez
El tiempo camina el rostro de los asuntinos.
Autor: Juan José Prieto Lárez
Espacio de los misterios.
Autor: Juan José Prieto Lárez
La promesa.
Autor: Juan José Prieto Lárez.
Toño, de museo.
Autor: Juan José Prieto Lárez
domingo, 28 de septiembre de 2014
CONVERSAS CON JUANCHOPEY- Celsa D. Villarroel: En La Asunción hay que rescatar valores fundamentales de convivencia.
6:28 p.m.
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Conversas
con Juanchopey
En La Asunción hay que rescatar valores fundamentales
de convivencia.
Texto:
Juan José Prieto Lárez *
Una asuntina
de alma y corazón. Celsa Díaz Villarroel de González, abogada, férrea
personalidad y sólido desempeño como ciudadana de esta comunidad. Con ella
tuvimos una conversa donde esgrimimos interesantes aspectos sobre la
convivencia en esta Ciudad amada.
-¿Cómo
ves a La Asunción en estos momentos?
-La veo empobrecida en su esencia original. La
Asunción siempre fue una referencia cultural en el conglomerado nacional y
regional; nos distinguimos siempre como gente amable, educada, solidaria,
estudiosa, eso nos enorgullecía. Lamentablemente han cambiado las cosas.
-¿Qué
hacer, qué es lo urgente?
-El rescate de valores fundamentales para la
convivencia, el respeto hacia nuestros semejantes. Debemos comenzar por educar
a los niños y jóvenes, partiendo del mismo hogar, pienso que allí está la clave
para que esta propuesta tenga éxito.
-¿Tienes
alguna sugerencia para desarrollar la Ciudad?
- Claro que sí. Nuestra ciudad está llamada al
progreso, a desarrollarse pero manteniendo su esencia de ciudad. En esta ciudad nuestra, La Asunción,
siempre hubo un cine, había retretas, conferencias, charlas, simposios,
conciertos; recuerdo conferencista de alta talla, entre otros a Luis Beltrán
Prieto, Arístides Bastidas, Jesús Rosas Marcano, Efraín Subero, Jesús Manuel
Subero, Guillermo Morón, Antonio Espinoza Prieto; conciertos de Soledad Bravo,
Ali Primera, María Teresa Chacín, Cecilia Todd, Raquel Castaños y otros. Los jóvenes teníamos y sentíamos seguridad,
además que nos conocíamos todos, éramos muchachas y muchachos sanos y el trato
hacia los demás era de respeto. Pienso que para desarrollar esta Ciudad es
necesario la seguridad y la educación de nuestra gente.
-Admiración
por algún asuntino.
-En primer lugar, mi mamá, como todos la conocemos la
maestra Nuncia. Y el profesor Eduardo Rivas Casado, un hombre íntegro y muy
dado a defender nuestra Ciudad.
*
Periodista
NOTA: QUEDA PROHIBIDA LA REPRODUCCIÓN TOTAL O PARCIAL
DE ESTE MATERIAL SIN AUTORIZACIÓN, POR ESCRITO, DEL AUTOR.
EL VUELO DEL BÚHO - La Calle
6:22 p.m.
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La Calle
Juan
José Prieto Lárez
Se estiran debajo de
los postes con su luz de ceniza. Debajo de los árboles con sus brazos de
penumbras. Son nuestras calles, las calles, sencillamente la calle. En ellas
germina la maldad y se tropieza con una viejecita incauta que camina a su
encuentro pero por la acera de enfrente. Solo lleva el luto que la cubre y un
billetico de veinte bolívares, arrugado, como única fortuna. Busca esquivar el
presagio de su instinto, le resulta imposible ante la amenaza ruda que la ataca
y la apabulla. Por la calle que sube, un hombre sentado en una silla vieja de
madera y cuero, fuma tabaco en rama, sus ojos delirantes persiguen el
serpentino humo que asciende sobre su cabeza despreocupada, a partir de allí se
desvanece. Luego enciende otra calilla y vuelve a recrear el alucinante
torbellino apretado en su quijada temblorosa. Por una paralela pasan autobuses
con pasajeros recostando sus cabezas a los vidrios de las ventanas. De ida un
sueño indetenible los domina. Llevan la boca abierta, extasiada, con un hilo de
madrugada descendiéndoles por la comisura. De vuelta el hollín impregna las
tenues cortinas de la brisa cálida de las cinco de la tarde.
En una placita las
caricias de dos enamorados sentencian el final del encuentro, sus manos abonan la
siembra del reencuentro del día siguiente. Las estrías nocturnas van nutriendo
la cúspide de la catedral, convirtiendo la calle que la compaña desde siempre
en una brújula de misterios maniatados a la espera que aparezcan los demonios
degollados por el filo del amanecer, pareciera ser la calle de los misterios.
En otras latitudes urbanas las calles se transforman en una suerte de valijas
donde viajan las rebeliones con rostro de pesadilla.
Bueno es cuando uno
regresa de vacaciones de donde estudia. Si llegamos de noche crece la ansiedad,
mientras conciliamos el sueño vamos reconociendo los ruidos que suelen
acontecer en los alrededores, las voces de los vecinos, el chirrear de las
rejas resecas, la abundancia de perros raspando el cemento callejero, hambrientos
a la pepita de la perra en celo. Uno se asoma a la calle a reconocer la
negritud, y desear la fantasía del amanecer temprano.
Pronto se comienza a
escuchar el chapotear del agua cuando los cauchos la machacan, es la lluvia
decembrina anunciando que la alborada está subiendo para completar el día, uno
se acomoda por unos minuticos más. Hasta que disparado por un resorte
alucinamos haber perdido, al menos la mañana.
Ya los sabores y olores
de la calle están en planta para reconfortarnos el eminente reencuentro, la
familia, la carajita, los amigos, los vecinos, nuestra calle, las peas. Todo
pasa rápido y la nostalgia hace su aparición anunciando el hasta pronto. Se
siente un vacío en el centro de nuestra humanidad, mucho más cuando besamos a
los viejos, la novia y la mirada diciendo adiós a la calle.
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lunes, 22 de septiembre de 2014
CONVERSAS CON JUANCHOPEY - El dulce nombre de Isaura
4:44 a.m.
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CONVERSAS CON JUANCHO PEY
Amigos, queremos
presentarles una serie de entrevistas breves, Conversas con Juanchopey, para
conocer y reconocer el valioso aporte de personajes asuntinos y otros que no lo
son, a nuestra ciudad. Espero sean de su agrado.
El
dulce nombre de Isaura
Juan
José Prieto Lárez *
Cuarenta años
dedicados a la dulcería no es poca cosa. Y cuando hablamos de la dulcería
asuntina Isaura Marcano Ortega asume el rol de referencia obligada. Desde niña
aprendió el apodo de la abeja, la miel, desprendiéndose en ella el rito
oficioso de escribir su nombre en cada exquisitez diluida en el almíbar de sus
propios secretos. Aprendió mucho de Dolores Prieto, insigne artesana de
gustosos aderezos, manos prodigiosas para armónicos sabores. Dice Isaura: que
no hay empanadas que igualen las de Dolores.
-¿Cómo
nace un buen dulce?
-Hay que saber el punto de las
frutas al momento de usarlas para algún dulce. Se debe conocer cuándo la
cosecha es buena, de allí depende, en gran parte, el buen saber del dulce.
-¿Cuántos
tipos de dulces conforman su recetario?
-Puedo hacer cuarenta y cinco tipos
de dulces. Te puedo nombrar el de ponsigué, jobo, hicaco, pandelaño, patilla,
tamarindo, vinagrillo y muchos más.
-¿Hasta
dónde aspiras llegar con ese arte?
-Quiero internacionalizar la
dulcería asuntina. Mis dulces han llegado a los Estados Unidos, Honduras,
México, España, para eso hay que trabajar duro.
-¿Qué
otra cosa hace falta?
-Promoción por lo nuestro. Mucha
promoción.
-¿Cómo
promocionar?
-Otorgando créditos a familias que
elaboran dulces o se dedican a hacer comida. Facilitando la colocación de
puntos donde se vendan loa productos.
-¿Crees
que ha ganado terreno la dulcería y la gastronomía margariteña?
-Claro que sí. Está llegando mucha
gente interesada en saber cómo hacemos nuestros platos, y vamos a enseñarles.
-Estás
redescubriendo el pandelaño.
-El pandelaño es lo más versátil
que tenemos los asuntinos, lo único que requiere es mucha paciencia, porque, te
repito, hay que conocer el punto para hacer cada cosa de él.
-Su
dulce preferido.
-El bienmesabe.
-Un
plato margariteño.
-Sin pensarlo dos veces, el
pabellón margariteño.
-Un
lema.
-Es muy importante ponerle corazón
a lo que se hace, si una está brava es mejor no hacer nada.
*Periodista
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CONSENTIMIENTO, POR ESCRITO, DEL AUTOR.
EL VUELO DEL BÚHO - El parque
4:29 a.m.
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El parque
Juan
José Prieto Lárez
Sentada en la misma
banca de siempre, de espaldas al sol, miraba cómo oscurecía el parque. Ese,
donde había transcurrido su infancia, donde siguen los mismos columpios con el
óxido a flor de piel, la que alguna vez fue multicolor. La misma rueda donde
mecía su cabellera y giraba y giraba sin parar, con los ojos mirando en
círculos el anchuroso parque. Ahora tiene sesenta años. Muchos años sola.
Batallando consigo misma, sola. Todos los domingos, luego de concluir la misa,
ese es su sitio predilecto, el único al que asiste, solo los domingos, como
antes, cuando era una niña. Al igual que ella los edificios que bordean el
verdor se hicieron viejos con rostro gris, balcones solitarios donde antes se
reunían las familias a mirar el parque. Hasta los árboles cuentan sus días en
sus cortezas vulnerables al paso del tiempo.
Esa tarde, después de
terminar la misa acudió a la misma banca. Debajo de sí, un camino de hormigas
trenzaba una caravana por entre lúgubres hojas hacia un destino inescrutable.
La tierra se ha vuelto agreste, un color a desahucio cobija grietas de dejadez,
las marcas de la sed. Los vericuetos servían de aposentos a depósitos de
insectos esperando a otros aún más desvalidos para devastarlos. Ella permanece
sentada, sola, mirando aquel desfile negruzco. La sombra del apagamiento
estelar abrazándola como alguien invisible. Un bolso negro descansando sobre
sus piernas, un desteñido gorro azul, una franela marrón con mangas largas,
pantalones beige, y unos zapatos presumiblemente blancos, eran todo cuánto ella
poseía. Parecía esperar con ansiedad ser arropada por la noche.
Un vago recuerdo acudía
a su encuentro. Volvía a los años juveniles, a ese mismo lugar donde un domingo
después de misa conoció a Rodrigo, el único hombre que posó sus labios en los
de ella, una vez. Fue, en definitiva una amor irrealizable. Lo quiso en
silencio todas las horas de todos los días de su vida, sin embargo jamás sintió
una correspondencia. Se había marchado para siempre, fugaz, así mismo como
apareció aquel domingo después de la misa. A partir de allí su vida fue un
torbellino pasional. Jamás sus labios tuvieron asidero en otros, mucho menos su
cuerpo en otro. Jamás hubo otra oportunidad en el amor. El frío de la noche la
envolvía y como siempre, como todos los domingos después de la misa, en la
misma banca, dos lágrimas recorrían su helado rostro, pero sin muecas de dolor.
Sacaba de su bolso un pañuelo verdecito, el mismo pañuelo, y secaba sus ojos y
volvía sobre sus pasos hasta su casa a esperar el próximo domingo.
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LA TIERRA QUE SOMOS - Guayacán: el sueño posible de Pragedes Acosta.
4:22 a.m.
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Pueblo de pescadores, margariteño por demás
Guayacán: el sueño posible de Pragedes Acosta
*Estamos curados
contra todo embate por desposeernos
de lo que amamos, que no es más que esta tierra
isleña,
margariteña bendita por Dios.
Los margariteños tenemos el
privilegio de estar en armonía con el azul. Del cielo y el mar. Sus
fulguraciones no nos son ajenas, conocemos lo sombrío y lo abismal inherente a
su altivo linaje de titán. Su violencia implacable ha hecho recurrir hasta el estremecimiento
a hombres intrépidos en otros tantos, tan antiguos. Desde argucias
desenfrenadas de corsarios y piratas hasta milagros, a los que aun acudimos
para contar qué somos y por qué somos marineros, por qué la alegría de ser
marinos. La mar toda, es una aventura de revelaciones, de constantes estrofas
que se siente en los tuétanos de quienes irremediablemente amamos el mar, y le
confesamos lo más íntimo de nuestra achura, y nos alivia verlo disperso,
despierto y soberano, así debe ser el alma de nosotros, recordemos aquella
canción de Jesús Ávila donde nos declama: el
mar, solo el mar, sabe mi pena, la historia de un amor que fue un fracaso… Hemos
sido despojados de riquezas por hombres de ultramar en su afán de poder, y de
tenerlo todo dejando a su paso devastación y soledad. Los margariteños hemos
seguido hacia adelante, dominando las turbulencias y remolinos insondables,
cruentos y miserables. Estamos curados contra todo embate por desposeernos de
lo que amamos, que no es más que esta tierra isleña, margariteña, bendita por
Dios.
También hemos regado estas
aguas de llanto por el pescador que nunca volvió, el dolor se ha encajado en
las rancherías, en las redes, en las nasas, pero jamás ha decaído el
pronunciamiento de alabanza a la
Virgen del Valle, y los vientos más fuertes reducidos a suave
brisa, las bocas de los océanos han cerrado sus labios dejando verter la fe en
los hijos de la mar.
En estos mares se abren
esperanzas para los benévolos conquistadores ansiosos por estas y muchas
orillas. Sin estrépito caminan los
astros trepando lo infinito, y el corazón late sin prisa. Donde florecen el
pitihuey y la tuna esparcidos por el rocío apostrofado que deja el ocaso en su
hundimiento.
Cuando nos acomodamos en la
blanduzca arena y apaciguamos su calentura con nuestro acento de piel
entrañable, nos imaginamos algún marino retumbando con su canto en el lomo de
las olas, viene grandioso a mostrarnos el sentimiento implícito, y un penacho
de arrullo para fecundar la ribera y hacerla sublime con rostro de gozo.
Hombres como Pragedes Indriago
Acosta que ofrendó su vida en su cándida lucidez por hacer escribir el cuento
más hermoso, que hiciera con su robusto cuerpo, pellejo tostado y forzudo corazón,
capaz de arrojarse a la aventura, desafiando la rima de las honduras.
Imponiendo su ingenio contras las crestas de lo fatídico. Pragedes Indriago
Acosta es el nombre del Indio Pragedes, el que hizo capaz que un pueblo
creciera entre montañas y las resplandecientes dunas de Guayacán. Este poblado
es una expresión amorosa que nunca dejará de sorprendernos con sus ilusiones y
denuedo rondando el perfume diáfano, visitando el pálpito encendido de sonetos
sagrados, adivinando el estallido triunfante sobre túrbidas invocaciones
mensajeras de raudales impíos. Guayacán es la secular inspiración de todo
hombre hecho de mar. Esta es su historia.
Apenas a un año de despedirse
el siglo XIX, en 1899, nace en Pampatar,
Pragedes, hijo de Silvino Indriago y Rita Acosta de Indriago. Por causa de las
carencias que había para entonces en la isla se traslada a Guaca, en el estado
Sucre. Lo único que había aprendido en la rocosa costa de su pueblo natal era
la pesca, lo único que había conocido era el mar. Allá, en esa tierra tan cerca
de nosotros se estrena como peón de pesca, fuerte como era, supo reponerse de
la nostalgia que a veces lo hacía flaquear, y no se contuvo en procura del
sueño que era volver a Margarita, donde habían quedado sus viejos y el Santo
Cristo del Buen Viaje, a quien se encomendaba en cada faena, en cada sendero
que habría de abrírsele en la anchurosa sabana marina.
Cuando estaba en tierra
buscaba que su vista tropezara con los cerros pelados que bordean la ensenada
pampataera, y creía mirar los ojos del vigía que apostado en una destartalada
choza y sentado sobre una guaratara en el cerro Punta Ballena, que no quitaba
sus ojos a los reflejos que surcaban la inmensidad, para gritar en algún
momento que el cardumen venía por sotavento.
Al recordar Pragedes aquella
salina inmensa que era Pampatar, añoraba sus días de niño cuando se internaba
en los cerros El Bergantín o La
Maroma a cazar tortolitas y así poder variar la dieta
consuetudinaria que era pescado, y una que otras veces botuto, vaquita o
mejillón, en el mejor de los casos carey, a fin de cuentas todo provenía del
mar.
Después de un largo tiempo por
a allá, Guaca es azotada por el paludismo, y a pesar de fortaleza es víctima de
la fiebre, pero logra sobre ponerse y ayuda a muchos guaqueros alcanzar la
mejoría, sino a acompañarlos a donde recibirían cristiana sepultura. La
población queda azolada, diezmado su contingente marinero. Es esta la ocasión
cuando decide regresarse Margarita, donde es recibido por viejos amigos y
familiares, no faltó el sancocho y unos tragos como parte del riguroso jaleo a
orilla de playa. Allí contó de las peripecias cuando iba a faenar por toda la
costa oriental, a decir del argot: era un pescador costanero. En medio del
jolgorio por su regreso, conversó con algunos carpinteros y dispuso todo cuanto
había ahorrado a la construcción de dos piraguas a las que nombraría “Rita”
como su madre y “Yo soy”, quizás por su inquebrantable voluntad y el sentirse
orgulloso de ser quien era: un hombre de mar.
Estas pequeñas embarcaciones
sirvieron para el intercambio de mercancía entre Margarita y tierra firme. Es
indudable que el comercio marcó pauta vital entre las riberas orientales y las
orillas margariteñas. Desde aquí es deducible que llevaran algunos productos
venidos del contrabando que comenzaba a hacer furor en tierra isleña, y de
allá, de Sucre, por ejemplo, donde la agricultura era y sigue siendo pilar
fundamental para su economía doméstica, nos venía café, tabaco, papelón y
verduras. Y no es que aquí no se produjera algunos de los renglones
mencionados, sino que no se eran
suficientes para la población que comenzaba a incrementarse. Pragedes nunca
pudo zafarse de su espíritu aventurero y un día cualquiera retoma la pesca como
su modus vivendi, dio la vuelta a la
isla infinidad de veces, pero centra su actividad en la costa este y norte de
Margarita. Hasta que un día llama su atención una rica fuente en pesca que se
ubica entre las llamadas Punta Guayacán y Punta Güime. Advirtió así mismo una
ensenada de aguas azuladas, coronada de blanca arena. Para más seña, entre
Manzanillo y Pedro González, ambas localidades ubicadas en los municipios
Antolín del Campo y Gómez respectivamente. Allí quiere fondear su red y
construir una ranchería que le sirviera de asiento para sus insistentes faenas.
Es así como funda la ranchería
que llamaría Guayacán en 1926. Nadie sabía de los sueños que el indio Pragedes
iba tejiendo apenas “descubrió” aquel mágico lugar que no alcanza un kilómetro de
blanquísima superficie acompañada de espesa arboleda aunque menuda de
ñangaragatos y yaques, no había un solo camino a ninguna parte. Una cruzada
estaba prevista para hacerse huéspedes de ese rincón señalado por el destino,
como esperanza que abría sus brazos para ofrecerles la calidez de su vahaje y
un islote arriscado que lo hacía más seductor todavía. Por lo demás no existía
nada, no había presencia conquistadora que fungiera de resguardo, solo el día y
la noche.
Pragedes había jurado
construir su futuro y cada amanecer lo convidaba al secreto delirio de culminar
ese anhelo, tanto que muchas veces emprendía viaje en solitario hasta lo que
más tarde sería definitivamente su pueblo, un puerto pesquero entre montañas
tímidas de mostrarse conmocionadas. Caminaba su estrechez planificando su inminente
instalación. Se preguntaba cómo propiciar el advenimiento de los primeros
pobladores, quiénes serían, por cuánto estarían allí, un sinfín de
interrogantes no pudieron doblegar su tesón.
Autor: Juan José Prieto Lárez “Pey”
La expedición no se hizo
esperar y una tarde cualquiera, Pragedes en su plena juventud logra el arribo
con algunos enseres, unos cuatro muchachos que como él apostaron por una nueva
vida en un lugar que sería de ellos, incluso su madre Rita lo acompañó en esta
primera avanzada de ocupantes. Los días siguientes no fueron fáciles, el
aislamiento los afectaba tanto como una sucesión de tormentas que los azotaba
desde mar adentro con ráfagas salitrosas. Era entonces cuando meditaban si
serían capaces de resistir los embates de la naturaleza. Hubo momentos en que
llegaron a pensar que no estaban preparados para esa gesta. Las palabras de
Pragedes por mantenerlos rísperos perdían
fuerza y la paciencia se agotaba. Dos de ellos se regresaron a Pampatar socorridos
por el buen tiempo que les permitió abandonar la ilusión primera, aunque
respondiendo con cautela al temor de no perderse en la montaña con silbidos y
ruidos raros desconocidos por ellos. A los que se quedaron, cuando arreciaba la
ventolera, la suelta arena se les incrustaba en los poros, era como si la
candela los abrazara. Contra el frío y los jejenes rasgaban los médanos para
cubrir sus cuerpos mientras conciliaban el sueño, si les era posible.
Por las mañanas los alcatraces
escapaban con los pescados calados dispuestos en los secaderos de piedras a
pleno sol y sereno, esa algarabía les anunciaba del resplandor que venía de más
allá de lo que ahora les pertenecía. A las cinco de la mañana emprendían viaje
en busca del sustento, a las diez aproximadamente estaban de regreso. Esta
costumbre aun la mantienen viva.
Jesús Ramón Marcano, vecino
guayacanés, ya fallecido, nos contó haber nacido en Pedro González y desde 1940
vivió en Guayacán. Mientras nos narraba, miraba el horizonte como buscando una
rajadura que le mostrase el tiempo viejo, el tiempo añorado, acompañando a
Pragedes cuando se hacía a la mar, el Indio fue su mejor amigo.
Todo cuanto llegara tenía que
ser por mar, por ello la organización prevalecía, prosiguió Jesús Ramón,
contándose con un bote de turno para que no faltara nada, salían a Juangriego o
Manzanillo según lo que se necesitara. Aún en los episodios amargos de la penuria,
como la asistencia médica había que resolverse de esta manera. Cuando la sed
arreciaba se organizaban grupos y se preparaban los viajes al cerro El Cacao a
dos horas de camino donde había un manantial de agua salobre que saciaba la
angustia.
La última morada de aquellos
aguerridos pobladores debía ser Manzanillo o Pedro González, en sus precarias
urnas, los despedían con excelsa parsimonia mortuoria, ritual que consistía en
recorrer la costa como despedida para luego llevarlo al suelo que acogería su
cuerpo. Muchas flores de clemón y espigas de abrojo quedaban flotando en el
agua, así como sus almas. Otras veces las profundidades recibían a aquellos que
en su último aliento pedían que entregaran sus restos mortales a la mar.
Pragedes, luego de acometer su
colosal hazaña se arranchó en su puerto y a todos los gobernantes, regionales y
nacionales que pasaban a saludarlo, los acompañaba a recorrer el novísimo
villorrio, y con un decálogo sobre las necesidades habidas, los comprometía
ante sus habitantes. De esta manera Guayacán posee una excelente vía asfaltada,
según cuentan sus moradores fue proyectada cuando Pérez Jiménez, luego cada
gobernador fue poniendo su granito de arena, haciendo énfasis en la culminación
de ésta, el finado Pedro Luis Briceño, gobernador que pereciera en un accidente
aéreo. Su definitiva conclusión se le debe a Morel Rodríguez Ávila, en entre
los años1986-1988, permitiendo la comunicación con sectores circunvecinos en
pocos minutos. Además cuenta con todos los servicios públicos, una calle Principal, al lado izquierdo, de la
entrada, una prolongación donde se construyen las nuevas casas, comenzando a
bajar queda un Ambulatorio Tipo 1, donde se mantiene permanentemente una médica
oriunda de Tacarigua, así mismo nos encontramos con la Escuela Estadal Concentrada
donde unos 150 alumnos reciben educación, allí laboran cinco maestras
provenientes de Pedro González y Juangriego. Una sencilla capilla con techo de
asbesto sombreado por guayacanes plantados al frente en una pequeña plazoleta, reguarda
la imagen de su Patrona, Santa Rita de Cascia, celebrándole sus fiestas el 22
de mayo, con una misa y rosario el día 21, al día siguiente con un paseo de música
muy temprano. Con fuegos artificiales todo el pueblo la acompaña a un paseo
tanto por tierra como por mar para que los bendiga de todo mal, en un
improvisado altar están colocadas las imágenes de la Virgen del Valle, San Judas
Tadeo y el Divino Niño. Los Guyacaneses, sin embargo, mantienen un gran fervor
por la Cruz Bendita ,
como prueba de ello una está colocada a la entrada del pueblo, otra al final y
en el morro, a unos trescientos metros
de su orilla hay una blanquísima que se distingue desde la carretera.
Por supuesto que su ingenio lo
llevó a organizar a todos los pescadores para fortalecer, las artes de pesca,
así se convierte en armador fuera de serie proveyéndolos de del equipo
necesario, participando como socio en
estas actividades. Su visión de futuro la puso en práctica con el primero de
sus hijos que al graduarse de universitario, éste heredó la tarea de pagar los
estudios de su próximo hermano al entrar a la universidad, así pues, todos sus
hijos son en la actualidad profesionales en diferentes especialidades. Pragedes
falleció el 5 de febrero de 1990. Fue sepultado en Pampatar, aunque soltero
dejó quince hijos a los que dio educación. La mejor herencia dejada por este
visionario marino fue la disciplina que aun se mantiene en cada uno de los
cuatrocientos habitantes, no han dejado que allí exista un bar, ni que
forasteros acudan allí a perturbar la paz reinante de tantos años, de hecho,
desde que se conoce, no ha habido alguna muerte violenta, solo se ha suscitado
un solo robo que consistió en la extracción de dos motores a unos botes
fondeados cerca de la orilla. Cualquiera no puede llegar a la libre e
instalarse, no, todo la tierra pertenece a todos los pescadores agrupados en la Asociación de
Pescadores, conformada por unos cien miembros, y es presidida por su hijo
Silvino Indriago González, ingeniero agrónomo, quien hace cumplir los
estamentos establecidos por su padre, él para todos los niños es el tío
Silvino, a todos les imparte la bendición cuando acuden a la escuela. Los que
contraen nupcias si desean quedarse se les hace entrega de una parcela donde
habrá de construir su hogar y seguir trabajando en la pesquería. Hay una cancha
de usos múltiples donde los adolescentes hacen deporte luego de regresar del
liceo de sectores cercanos. Las mujeres por su parte han recibido cursos de
corte y costura, piñatería y manualidades entre otros, aparte de eso crían sus
hijos en un ambiente familiar y a todos le cuentan su historia. La solidaridad
es evidente en cualquier episodio de sus vidas, la hermandad los hace velar por su bienestar, de esta manera es una
comunidad donde todos socorren a todos, donde todos celebran juntos y lloran
juntos sus penas y sinsabores. La sociedad tiene cerca de cien pescadores, mancomunadamente
faenan dividiendo en partes iguales las ganancias de la pesca. Todos los días a las cinco, cuando despunta
el alba por la punta este salen a la mar, regresando entre nueve y diez de la
mañana cargados, muchas veces, de pescados que son vendidos a los caveros
previamente registrados en la Asociación.
El Indio Pragedes ya no está
entre nosotros, pero estamos seguros que su espíritu vive encaramado en cada
bote, y en el trino de los tutueles se advierte su alma entre uveros y
manzanillos buscando sueños para levar anclas a otros puertos relumbrantes
donde el idilio con la mar sea una caricia azul, aun después que se apague la
última aurora.
Periodista*
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domingo, 14 de septiembre de 2014
PERSONAJES ASUNTINOS - Una foto seria de Tomás Cazorla.
11:45 a.m.
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Una
foto seria de Tomás Cazorla junto a una de sus piezas y su hijo Rafael.
Autor: Juan José Prieto Lárez “Pey”
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VIVENCIAS - Gracias Monseñor por sus bendiciones.
11:38 a.m.
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Gracias Monseñor por
sus bendiciones.
Autor: Juan José Prieto Lárez “Pey”
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EL VUELO DEL BÚHO - Travesuras del abuelo
11:31 a.m.
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Travesuras del
abuelo
Juan
José Prieto Lárez
El primer cobijo de
convivencia matrimonial de mis padres fue en una casona en la distante salina
que era El Mamey, en La Asunción. Han trascurrido más de setenta años. De esos
comienzos nació mi hermano mayor, José Gabriel. Eran tiempos duros por la
escases y rutinaria empatía con la nada. Aquella salina trasparentaba, entre
vapores ardorosos, una planicie chamuscada topándose con el verdor primitivo
del cerro Matasiete, en la lejanía. Cuando comencé a tener conciencia de
incidentes familiares, mi madre me echó un cuento que hasta hoy conservo como
el bautismo a ceremoniales fantasmales de la oralidad asuntina. Uno no se cansa
de contarlo.
Mi hermano José,
tendría entonces unos cinco años, ya sabía lo que era morirse y lo que tenía
que ver el cielo en todo este enigma, porque hacía unos meses nuestros abuelo
paterno José Tenías, Papacheo, había muerto. La casa tenía un patio grandísimo,
el linde con la impetuosa salina era una boscosa mata de ponsigué. Para llegar
hasta ella había que serpentear una laguna ahondada por los puercos de Estílita,
una vecina prima de mi papá. La sombra del árbol manchaba el aguazal. Al caer
la noche, los destellos de la luna dibujaban diminutos picos semejando la boca
feroz de un monstruo gigante enjuagándose los colmillos. Ningún muchacho se
atrevía a rondarla después de seis de la tarde, porque parecía cobrar vida una
jauría de sombras bestiales. Para rematar los viejos decían que allí se bañaban
las almas de los piratas que nunca regresaron a sus naves apostadas en
Pampatar. Encima de todo, cuando llovía a cántaros la ensenada engendraba un
miedo atrayente, tanto, que los mismos vecinos llegaron a creer lo que le decían a los muchachos por no
correr el correr el riesgo ahogarse en las espeluznantes aguas, además los
puercos ya habían muerto de peste. Los ponsigués se perdían en cada cosecha por
no haber quien los cogiera, ni siquiera por el encargo para anegarlos en una
garrafa con ron blanco.
Una tarde, José
desapareció el cerco protector. La conmoción reinó inmediatamente entre todos,
las casas de los lados fueron registradas en vano, el extravío inocente se hizo
desesperante. Todos miraban la laguna con cierta reserva, muda, con aire
compungido, nadie decía nada. Solo el afán por encontrarlo hizo sacudir los apacibles vericuetos y
escondrijos. La confusión provocó mojadura en los ojos. Más tarde, cuando se
teñía de oscuro la salina, se reunieron todos en la enramada que era la cocina
de la casa. Los pocillos con café despedían grises vahos espantados por los
soplidos que surgían de un profundo desconsuelo. De pronto el corazón de todos
dio un vuelco, como apurando, deszafar corajes de una amarra invisible. Los
sentidos se juntaron en una sola pieza. Se oyó un arrebato de voces al unísono:
¡mijo! Todos corrieron tan veloces como ballesta bienaventuradas a constatar el
orden corporal del muchachito. José traía en un doblez enchinchorrado de su
franelita blanca, un montón de ponsigués. Sin frío y su carita ajena de
novedad, respondió al preguntársele por aquella fortuna natural: me los dio mi
abuelo, Papacheo.
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SE ABRE POR FUERA - Postales de una ciudad que se hace vieja.
11:26 a.m.
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Postales de una ciudad que se hace vieja.
Y
pesan en su alma la cuenta de los siglos.
Autor:
Juan José Prieto Lárez “Pey”
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Juan José Prieto Lárez “Pey”
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