La Asunción se hundía
en la profundidad absoluta de aquella noche del 14 de agosto de 1950. En el
silencio de la víspera del día de Nuestra Señora de La asunción. La fraternidad
entre la oscurana y el sosiego se alzó un friso tenue que aumentaba la ansiedad
de los murciélagos a descargar un arsenal de cautaros en cada súbita pirueta.
Parecían carceleros de nieve. Solo se sentía el golpeteo de la fruta gomosa
cuando se despaturraba contra el piso de cemento pulido. Madre luchaba en la
cama con inventar una coartada para deshacerse del recado afrentoso dejado por
el astro del día que comprometía el descanso de su cuerpo. Padre despachaba en
cada ronquido la exuberancia roncera, montado en una hamaca guajira que su
hermano Alejandro le trajo de Maracaibo. El abordaje del nuevo lecho lo condujo
por un sueño oceánico.
El centinela del tiempo, apostado en la cúspide de la Catedral, marcaba
las once y media de la noche, dos toques lo anunciaron, y el eco se dejaba oír
hasta consumirse tal como la vela de un centavo que alumbraba al Corazón de
Jesús en un rinconcito de la cocina. Las matas de mango, castaña y jobo ni se movían,
los flecos de las hojas de plátano tremulaban para reflejar apariciones
fantasmagóricas como un abanico de susto. Madre, sintió tocar la puerta, pero
se quedó inmóvil esperando no fuera una jugarreta del delirio desvelado. Otra
vez tres golpes cautos resonaron en sus oídos. Padre, mascullaba palabras
incomprensibles entre dientes y lengua torpe. Madre se persignó invocando un
escudo protector de lo desconocido, caminó descalza hasta la puerta y con sus
labios a ras de la madera fría dejó surgir un: quién es. Soy yo Elba,
Clemencia, qué hora es? le contestaron a través.
Madre, envuelta de incertidumbre, secuestró un temor que le hizo
engarruñar la piel, casi coronaba con el miedo. La voz detrás de la puerta le
sonó quejumbrosa, provista de una zozobra que se derramaba encima de cada
palabra. Madre, abrigó el aliento inflamado de pánico ante la inesperada
presencia que no veía. Mujer, para qué quieres saber la hora? Elba es que me
voy para el otro mundo. En ese instante los ojos se le aguaron a Madre, más sin
embargo ripostó que se asomara a la esquina y viera el reloj de la Catedral. No
escuchó nada más.
El sueño se despidió dejando dicho que no volvería por el resto de la
noche ni la madrugada. Madre tomó su rosario y cuenta a cuenta contó las horas
interminables hasta que huyeron los murciélagos, el día estaba por aparecer. A
las cinco de la mañana Rafaela tocó la puerta con los nudillos potentes que
hasta Padre despertó. Madre, presurosa abrió una hoja y escucho el fatídico
anuncio: Elba, Clemencia acaba de morir. Corrió Madre presurosa a despertar a
Padre. Juancito párate que se murió Clemencia. ¡Carajo! yo creí haber escuchado
su voz a media noche. Comenzaron a escucharse los primeros cohetes del 15 de
agosto.
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