Juan José Prieto Lárez
Pasé la semana
esperando que terminara, que llegara el domingo. No se me acallaba la emoción
de verme mirando “Siete hombres y un destino”. La mejor película de vaqueros
que se haya realizado, con un reparto así era de esperarse: Yul Brynner, Steve
McQueen, Charles Bronson, James Coburn, Harst Buhholz, Robert Vaughn y Brad
Dexter, estos eran los buenos. Por si fuera poco el malo era Eli Wallach, jefe
de una banda de malhechores a quien apodaban “Calavera”. Todo sucedió en un pueblecito
mexicano en la frontera con Estados Unidos. Estos vengadores de la gente
humilde como aquellos recolectores de maíz abatieron a los cientos de hombre
que sembraban desolación. Los siete hombres correrían el mismo destino.
El tráiler promocional
durante meses, avivó tanto mi sed de cinéfilo que todos los días camino a la
Escuela “Luisa Cáceres de Arismendi”, me aferraba a la vieja reja del Cine la
Asunción, de Félix Silva, a contemplar el cartelón pintado por Asdrúbal
Gutiérrez. Corrían los años sesenta. Tenía yo ocho años. Leía una sucinta
sinopsis una y hasta tres veces para alimentar mi imaginario peliculero. Una
tarde de esa semana, que parecía alargarse a mil años, hice un tanteo con mi mamá
para lograrme el realito que era el coste de la entrada vespertina de todos los
domingos, ese fue el más deseado domingo de mi temprana infancia. No se negó a
la posibilidad monetaria, tal vez había evaluado mi comportamiento disciplinado
y ciega obediencia a cualquier diligencia. Para jurungarme me interrogó sobre el
sorpresivo interés por siete hombres con el mismo destino. Le expliqué
exactamente lo que escribo al inicio. Casi de memoria lo que había leído. Hizo
silencio.
Llego el séptimo día.
Acomodé mi cama, barrí el amplísimo patio y cada cinco minutos pasaba por la
cocina para llamar la atención de mi mamá. Aun así no había señales del permiso
oficial con su debido realito de plata. ¡Coño y la película comienza a las
tres! De mi casa se escuchaba perfectamente la chicharra del timbre anunciando
cada media hora hasta que se apagaran las luces y se iniciara la magia. De paso
había escogido mi vestuario, una camisita de menudos cuadros comprada a
Leonides Reyes por seis bolívares y un pantalón de caqui que mi papá me trajo
de Porlamar, todo estrenado el pasado quince de agosto, estábamos en noviembre.
Todo estaba en el escaparate, todos los días veía la camisa y ella parecía
verme como asintiendo estar de acuerdo a
la complicidad.
Me bañé a eso de las
doce, por lo general no lo hacía sino en las tardes. Al fin la curiosidad de mi
mamá fue posible. Toma el real, pero no te pongas la camisa de cuadros porque
se descosió en una manga, qué va a pensar la gente si te ve así, dirán que no
tienes que ponerte. Como muchacho no es gente grande y habiendo logrado el
permiso junto con el financiamiento, me puse la camisa escogida hacía una
semana, en un descuido salí raudo al cine, había sonado el segundo timbrazo. Con
el regocijo embalado en una sonrisa, entré a la casa sin recordar lo de la
camisa. Mi mamá al verme fue derechito a una mata de guayaba y trozó una
latica, la deshojó y corrió detrás de mí apuntando a mis piernas. Tuve que
refugiarme debajo de la cama de mi hermano José Gabriel. Apenas comenzaba mi
propia película, yo solo con mi único destino.
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