Juan
José Prieto Lárez
Donde está hoy el
cementerio de La Asunción, también lo estuvo antes. Sin lápidas, sin nombres,
sin fecha. Solo promontorios de tierra cubría el cuerpo de los muertos, que los
animales deshacían hasta perderse cualquier signo de enterramiento. Una cruz de
yaque era el enganche con la eternidad. El domingo 15 de junio de 1890 no
amaneció en La asunción. La noche siguió de largo como si le hubieran vendado
los ojos al sol. Todos salieron de sus casas porque las horas parecieron
infinitas, el miedo estaba plasmado en una mudez atónita. Nadie azuzaba una
premoción temeraria, porque a veces los temores se convierten en realidad. La
única persona en contentarse de tan lánguida noche fue Brigida Ogarte, la razón
fue que su flor, bella de noche, se mantenía abierta en su máximo esplendor, su
perfume impregnando el arrebato entusiasta. Ella daba gracias a las ánimas del
purgatorio.
Los gallos y gallinas
estaban a punto de estallar de aburrimiento por el largo tiempo de estar
encaramadas en las matas, padeciendo la ausencia del oleaje solar. Las agujas
del reloj de la catedral continuaron su andanza con sutil indiferencia. No
había luna nueva, ni luna llena, ninguna luna clavada en aquel espectro
mitológico. No fue suficiente la inquietud desparramada en las fatigadas ojeras,
sino que en lo sucesivo, el desgaste emocional haría mella sintiendo
desgranarse su humanidad. El destello de un relámpago atravesó los parpados herméticos, así supieron
que junto al trueno caería la maldición. Fue una pesadilla colectiva. Como un
tropel de caballos al galope, montados por el naufragio hacia la nada, un
trueno sacudió las caras mustias como pañuelos mensajeros. Por si servía de
algo, se abrazaron todos. Todos escuchaban sus corazones irisados. Si llovía era un milagro después de ocho años,
pero la tierra no despedía su aroma de canto mojado. Cuando el sueño quiso
fundirlos nuevamente, llovió. Lo que llovió fueron huesos.
Las calaveras se
despedazaban, los dientes se desgajaban de las mandíbulas buscando enterrarse,
los dedos lucían aros de oro, los pechos medallones con piedras preciosas,
algunas manos se buscaban y entrelazaban al encontrarse. Fue un breve delirio,
aunque bastó para que alguien gritara: ¡vamos al cementerio, vamos al
cementerio! Cuando llegaron todas las fosas estaban descubiertas, vacías, el
descanso, por alguna razón, se había interrumpido. Entonces comenzaron a
recoger toda la osamenta y colocarla otra vez en sus sepulturas. Los curas y
monjas no dieron tregua a los responsos, a las misas continuas, a las plegarias
para que de nuevo fueran acogidos sus seres queridos en el reino de Dios. Toda
el agua fue bendita y humedecidos los hoyos para impedir de nuevo el escape
exánime. Amaneció treinta días después. Aquella flor perdió su encanto.
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