sábado, 26 de julio de 2014

EL VUELO DEL BÚHO - Andar en el silencio

Juan José Prieto Lárez

Dos ancianos, de tantos años que ni ellos sabían cuántos tenía cada quién. Conversaban debajo de una mata de guayacán, una tarde en lo que se llamó la Plaza Mayor. Era el centro de la cuidad de La Asunción. Corrían los primeros años de 1600, unos pocos después cuando le fuera conferido el Título de Ciudad y Escudos de Armas a esta población de escasos habitantes, muchos quizás para tiempo tan remoto. Blas y Perucho fueron los guardianes de aquella Plaza colmada de pájaros, vendedores ambulantes, chismosas y chismosos.

El tiempo parecía haberse detenido con la frescura del paisaje que circundaba la comarca recién florecida, con la envergadura de un título venido de España. No serían más nómadas los vecinos con antiguas heridas de guerras y rapiñas de corsarios y filibusteros atroces. Ahora serían ciudadanos, pero con la nostalgia anticipada de lo que sería de sus vidas asomadas a lo impredecible de la esperanza. Aspiraban los dos viejitos de ver cierto progreso antes que sus vidas sucumbieran al delirio del adiós. Hasta muy entrada la noche la lamparita de carburo era testigo manso de tantas palabras escapadas a la mortificación recorriendo sus cuerpos esclavizados al péndulo de las horas finales.

Blas, con optimismo jubiloso, ansiaba mirar el cambio íntegro de La Asunción, casi con sollozos Perucho agriaba su rostro en un suspenso desnudo, luego sonreía para resignarse en una letanía perfumada de divinidad: solo Dios sabe Blas, solo Dios. Al filo de la despedida, los dos amigos entraban a sus casas, una al lado de la otra, a la cadencia temerosa de no encontrarse al día siguiente. El ladrido de los perros anunciaba que aun vivían al despertar en las madrugadas y encontrarse con el silencio verídico como se presume es la eternidad. Los dos ancianos murieron el mismo día, a la misma hora. Como si la muerte hubiera convenido no separarlos para que no sufrieran la ausencia uno del otro. Fueron despedidos juntos una tarde cuando las venas del día se hacían más silenciosas recorriendo la ciudad, despacio, tal si un baúl se fuera cerrando lentamente atesorando páginas inocentes pero iluminadas, cada una de sus orillas por semillas de amor. Esa tarde dejó de ser azul cuando fue vencida por el nuevo día, también azul, solemne por el luto señero, frágil por la pérdida de dos hijos queridos. Ahora hay quien cuente que por las noches salen de las paredes de las casonas asuntinas dos viejecitos encorvados, de punta en blanco, recorriendo en silencio esta silenciosa ciudad sintiéndola suya aunque sean otros tiempos. Solo Dios sabe cuándo pararán de andarla. 


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