miércoles, 23 de julio de 2014

EL VUELO DEL BÚHO - El amor cuando duele

Juan José Prieto Lárez

Cuando Abdil Jadar construía el sueño de ser feliz, la guerra se lo desbarataba. Su corazón nunca tuvo lugar seguro donde albergar la ternura que tanto buscó. A los diecinueve años la fortuna solo atinó a conseguirle una inconsolable aflicción hasta cumplir los setenta, cuando el recuerdo de Zafir fue la única satisfacción que animó la antigua espera por la felicidad. Ella fue todo para él. Desde la angelical aparición ante sus ojos de aquella niña, que yacía en el suelo de una acera mordisqueada por la historia de una vida sangrante. Debió ayudarla a incorporarse. La claridad insondable de sus ojos fue el destello premonitorio de una aspiración que no tendría fin. Los días y los años no transcurrieron sin vivir el tormento de la separación, como consecuencia del horror. La alegría al juntarse fue en contados episodios cuando las alarmas callaban su galillo metálico. Todo se desvanecía cual huella en las dunas teñidas de oro.

Cuántas lágrimas desaparecidas en el ardor de sus mejillas sorprendidas por la candela de las bombas, golpeando el adobe por donde se les escabullía el destino con túnica de guadaña. Escapar a dónde fuera se hizo hábito hasta encontrase en tierra de nadie, pendiendo únicamente de un halo de suerte. Mientras Zafir escapaba, al amparo de su padre, quien nunca guardó los celos por el diáfano amorío de su hija, nada intimidó al joven pastor. Jamás hubo tregua en Gaza, menos en su vida. Todos los días fueron para reanudar sentimientos hacia Zafir. Dada la trepidante confusión concluía en no dejar de amarla, aunque su vida por dentro iba siendo ruinas. Una vasta desolación lo sumergía en una esperanza sin salida, la muerte del amor que es peor a otras muertes. Estaba y no estaba en este mundo, cada estampida lo convertía en forastero de su propia alma, porque ya no la llevaba consigo, la dejaba cuidando la salvación de Zafir. Un día quiso que su alma descubriera con él el despertar de un sol distinto, vivo, y no mugriento e insoportable que dejaría atrás manchado de odio.

Fue cuando a Zafr la invadió un ataque de querencia. Un temblor interior que era más bien el clima místico del amor. Sintió derrumbarse su paraíso entrañable, profundo. Escapó de cuánto la ataba, temía despertar, si es que era un sueño donde debía hallar a Abdil. En la búsqueda de una señal redentora, sintió el peso rudo y fulminante de un misil. Despidió su aliento con un grito desgarrador revolcándose hasta fundirse sus catorce años en la tierra incendiada, como una tempestad de su propia carne. Cansado de vivir sin ella, esperó calmado el final de sus días. Eligió la noche, cuando las cenizas enmudecen para ir más deprisa, abrió sus brazos y alzó su rostro a la nada en una calle salvaje, hasta que la pertinaz lluvia de balas zozobrara en su cuerpo anciano.


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