Juan José Prieto Lárez
Cuando Abdil Jadar
construía el sueño de ser feliz, la guerra se lo desbarataba. Su corazón nunca
tuvo lugar seguro donde albergar la ternura que tanto buscó. A los diecinueve
años la fortuna solo atinó a conseguirle una inconsolable aflicción hasta
cumplir los setenta, cuando el recuerdo de Zafir fue la única satisfacción que
animó la antigua espera por la felicidad. Ella fue todo para él. Desde la
angelical aparición ante sus ojos de aquella niña, que yacía en el suelo de una
acera mordisqueada por la historia de una vida sangrante. Debió ayudarla a
incorporarse. La claridad insondable de sus ojos fue el destello premonitorio
de una aspiración que no tendría fin. Los días y los años no transcurrieron sin
vivir el tormento de la separación, como consecuencia del horror. La alegría al
juntarse fue en contados episodios cuando las alarmas callaban su galillo
metálico. Todo se desvanecía cual huella en las dunas teñidas de oro.
Cuántas lágrimas
desaparecidas en el ardor de sus mejillas sorprendidas por la candela de las
bombas, golpeando el adobe por donde se les escabullía el destino con túnica de
guadaña. Escapar a dónde fuera se hizo hábito hasta encontrase en tierra de
nadie, pendiendo únicamente de un halo de suerte. Mientras Zafir escapaba, al
amparo de su padre, quien nunca guardó los celos por el diáfano amorío de su
hija, nada intimidó al joven pastor. Jamás hubo tregua en Gaza, menos en su
vida. Todos los días fueron para reanudar sentimientos hacia Zafir. Dada la
trepidante confusión concluía en no dejar de amarla, aunque su vida por dentro
iba siendo ruinas. Una vasta desolación lo sumergía en una esperanza sin
salida, la muerte del amor que es peor a otras muertes. Estaba y no estaba en
este mundo, cada estampida lo convertía en forastero de su propia alma, porque
ya no la llevaba consigo, la dejaba cuidando la salvación de Zafir. Un día
quiso que su alma descubriera con él el despertar de un sol distinto, vivo, y
no mugriento e insoportable que dejaría atrás manchado de odio.
Fue cuando a Zafr la
invadió un ataque de querencia. Un temblor interior que era más bien el clima
místico del amor. Sintió derrumbarse su paraíso entrañable, profundo. Escapó de
cuánto la ataba, temía despertar, si es que era un sueño donde debía hallar a
Abdil. En la búsqueda de una señal redentora, sintió el peso rudo y fulminante
de un misil. Despidió su aliento con un grito desgarrador revolcándose hasta
fundirse sus catorce años en la tierra incendiada, como una tempestad de su
propia carne. Cansado de vivir sin ella, esperó calmado el final de sus días.
Eligió la noche, cuando las cenizas enmudecen para ir más deprisa, abrió sus
brazos y alzó su rostro a la nada en una calle salvaje, hasta que la pertinaz
lluvia de balas zozobrara en su cuerpo anciano.
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