miércoles, 23 de julio de 2014

EL VUELO DEL BÚHO - Gabo si tiene quien le escriba

Juan José Prieto Lárez

No recuerdo cómo me enteré. Lo cierto es que en diciembre de 1998, me fui a Cartagena de Indias, a unos talleres sobre edición de textos. La clase magistral estaría a cargo de Gabriel García Márquez, el gran Gabo. En compañía de colegas nos aventuramos a recibir las lecciones del Premio Nobel de Literatura. El creador de ese otro universo que es Macondo. Toda América Latina estaba representada por innumerables periodistas, escritores y curiosos que iban más por la rareza de la presencia de Gabo, que por saber cómo escribir en periodismo.



Llegó el día. Desde muy temprano el Centro de Convenciones se convirtió en una inmensa sala de redacción, la noticia era el genio de Aracataca. Aunque todo aquello era predecible a suceder, había que buscar la forma de acercarse a él a como diera lugar, lo contrario sería tenerlo a muchas butacas de distancia. Un amigo y yo averiguamos dónde queda su casa en la cartagenera ciudad amurallada. En lugar de irnos a reservar un disputado asiento, preferimos montarle “cacería”. Yo en la puerta principal, mi amigo por la trasera. El cerco no podía fallar. Teléfono en mano todo movimiento era reportado como alerta, aunque no estábamos solos, había tantas cámaras que parecía más bien un pelotón de fusilamiento. Teníamos cubierta toda posibilidad de “escape”. Cerca de las ocho de la mañana recibo el parte que abren el portillo trasero y un señor todo de blanco, y sombrero beige panameño, acompañado de otros dos, salen de prisa y se internan en callejoncito empedrado, adornado de balcones con maticas de trinitaria amarillas. Era la vía más expedita para llegar a pie al lugar de la cita sin ser abordado por un enjambre de periodistas.

No los seguimos, sino que fuimos directo al lugar del destino del particular perseguido. Allí nos la ingeniamos hasta llegar a una segunda planta donde se ubican las oficinas del recinto. Teníamos la certeza que al llegar pasaría a saludar al personal que allí labora. Llegó por el sótano. Nuestro plan estaba en marcha. Nos apostamos en frente del ascensor sin hacer caso a su llegada. Sentimos que nos miró pensando “aquí están los sabuesos”. Ni nos inmutamos. Pasados unos diez minutos. Salió  Gabo con su disminuida custodia. Llamaron el ascensor, allí aprovechamos de unirnos al grupo. Una vez dentro le digo a mi acompañante: “entrevistaremos al resto de los participantes, Gabo ya lo ha dicho todo”. Se abre de nuevo el ascensor y al salir siento que una mano se aferra a mi brazo izquierdo. “Oí lo que dijiste, si me entrevistas, cómo titularías”, “No morimos en soledad”, le dije. “Me gusta”, ripostó, “aunque sé que lo acabas de pensar, por eso te daré una corta entrevista, porque a los dos nos apasiona inventar”. “Gracias Gabo, por todo lo que nos diste”. Este relato es un invento.  


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