Juan
José Prieto Lárez
No recuerdo cómo me
enteré. Lo cierto es que en diciembre de 1998, me fui a Cartagena de Indias, a
unos talleres sobre edición de textos. La clase magistral estaría a cargo de
Gabriel García Márquez, el gran Gabo. En compañía de colegas nos aventuramos a
recibir las lecciones del Premio Nobel de Literatura. El creador de ese otro
universo que es Macondo. Toda América Latina estaba representada por
innumerables periodistas, escritores y curiosos que iban más por la rareza de
la presencia de Gabo, que por saber cómo escribir en periodismo.
Llegó el día. Desde muy
temprano el Centro de Convenciones se convirtió en una inmensa sala de redacción,
la noticia era el genio de Aracataca. Aunque todo aquello era predecible a
suceder, había que buscar la forma de acercarse a él a como diera lugar, lo
contrario sería tenerlo a muchas butacas de distancia. Un amigo y yo
averiguamos dónde queda su casa en la cartagenera ciudad amurallada. En lugar
de irnos a reservar un disputado asiento, preferimos montarle “cacería”. Yo en
la puerta principal, mi amigo por la trasera. El cerco no podía fallar.
Teléfono en mano todo movimiento era reportado como alerta, aunque no estábamos
solos, había tantas cámaras que parecía más bien un pelotón de fusilamiento. Teníamos
cubierta toda posibilidad de “escape”. Cerca de las ocho de la mañana recibo el
parte que abren el portillo trasero y un señor todo de blanco, y sombrero beige
panameño, acompañado de otros dos, salen de prisa y se internan en callejoncito
empedrado, adornado de balcones con maticas de trinitaria amarillas. Era la vía
más expedita para llegar a pie al lugar de la cita sin ser abordado por un
enjambre de periodistas.
No los seguimos, sino
que fuimos directo al lugar del destino del particular perseguido. Allí nos la ingeniamos
hasta llegar a una segunda planta donde se ubican las oficinas del recinto.
Teníamos la certeza que al llegar pasaría a saludar al personal que allí
labora. Llegó por el sótano. Nuestro plan estaba en marcha. Nos apostamos en
frente del ascensor sin hacer caso a su llegada. Sentimos que nos miró pensando
“aquí están los sabuesos”. Ni nos inmutamos. Pasados unos diez minutos. Salió Gabo con su disminuida custodia. Llamaron el
ascensor, allí aprovechamos de unirnos al grupo. Una vez dentro le digo a mi
acompañante: “entrevistaremos al resto de los participantes, Gabo ya lo ha
dicho todo”. Se abre de nuevo el ascensor y al salir siento que una mano se
aferra a mi brazo izquierdo. “Oí lo que dijiste, si me entrevistas, cómo
titularías”, “No morimos en soledad”, le dije. “Me gusta”, ripostó, “aunque sé
que lo acabas de pensar, por eso te daré una corta entrevista, porque a los dos
nos apasiona inventar”. “Gracias Gabo, por todo lo que nos diste”. Este relato
es un invento.
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