Juan José Prieto Lárez
Solo un intento de
hacerme futbolista bastó para anular un segundo chance, total, una tercera
oportunidad. Bordeando la adolescencia, mi generación solo supo encaramarse a
unos patines de cuatro ruedas para alucinar con la tontera de muchas vueltas a
la plaza de Bolívar asuntina. Era la libertad de infatigables latidos a la
temperatura de las madrugadas decembrinas. La suerte florida de las misas de
aguinaldo. El sueño quedaba a merced de las sombras pellizcadas por las
sortijas de las primeras claridades. Era diciembre, los primeros anís, y la
primera noviecita alborotando las orillas de la travesía amorosa. Al pasar este
mes, como triunfantes caballeros regresando de territorios conquistados,
debíamos proceder a desmembrar nuestros diminutos corceles de hierro. La regla
era ahogar sus partes en una perola de leche Nido o Klin. Ahora era un pozo
donde como inertes peces dormirían un largo tiempo para repotenciarse en el
viscoso vientre de gasoil.
De pronto nos
descubrimos pateando los pómulos de un balón, y haciendo de centinelas de dos
marcas y una frontera llamada gol. La calle, con sus medidas distorsionadas
dispensaba una entretenida manera de emular a centelleantes figuras. Todos
querían ser Pelé. Los encuentros entre calles no hizo esperar cuando se anunció
que en el parque Guatamare estaba listo un campo de fútbol ¡coño, era una
cancha de verdad! A nuestra corta edad sus dimensiones parecían inaguantables
de recorrer. La sombra de dos filas de tamarindo era la tribuna lateral. Detrás
de los arcos, también de verdad, sembrados los bosques de matas de mango. La
bancada de los equipos eran troncos de coco entre horquetas de guayacán. Uno
era feliz en aquella riqueza natural. Los muchachos de la plaza armamos nuestro
equipo. Nuestro dominio era el pedazo de calle entre la plaza de Bolívar y la
calzada alta, donde está actualmente el núcleo del Sistema de Orquesta. Era una
cancha múltiple porque jugábamos pelota de goma y chapita. Nuestro férreo
contrincante: la calle Unión.
Llegaron las vacaciones
escolares y nos dedicamos a jugar fútbol. Claro, un short, una franelita y los
eternos Us Keds eran el ecléctico uniforme. Eran cuatro domingos, cuatro
juegos. Ganamos el primero, yo no entré como regular por considerar el técnico Chilito
que a mis piernas le faltaba hinchar los músculos. Los de la Unión dijeron que
sería el único que ganaríamos, porque para el próximo debutaría Tingo Mondongo.
Estábamos alzados, crecidos, mucho más cuando pensábamos, que Tingo no jugaba
como ellos pregonaban. Se corrió la voz de aquel Guatamarazo que propinamos a
los alabanciosos que asediaban nuestra audacia futbolística. Llegó el segundo
domingo y muy temprano vimos pasar el camión de Luis Alfredo atestado de
jugadores e hinchas !Ahí va Tingo! Dijo alguien con cierto aire de debilidad.
Basilio Hernández nos llevó primero y luego a nuestros fans. Listos los
jugadores dieron el aplauso inicial, no había pito. De una vez apareció Tingo
como un volantín con una aureola de insigne demoledor. Todos se apartaban a su
paso, eran solo él y la pelota. Todos los goles los hizo él, yo me negué a
participar ante el estrepitoso abandono de los más osados. Como no había
tarjetas de ningún color, cada reclamo era una bullaranga Tingo tenía su
secreto. Eran unas botas trompa e´ hierro, que fungieron de repelente a
nuestras zancadas. Con tal artillería se desvanecieron nuestras ínfulas por el deporte
rey.
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