miércoles, 23 de julio de 2014

EL VUELO DEL BÚHO - El milagro de La Concha

Juan José Prieto Lárez

Cerca de Carúpano, estado Sucre. Existe un pueblito llamado La Concha, donde los pescadores iban los fines de semana a embriagarse hasta quedar sin conocimiento encima de las estrechas aceras que flanqueaban las calles arenosas. Cuentan que había más sitios donde expendían aguardiente que casas de familia. Parecía un sitio solo para libar y cometer barrabasadas. La única autoridad era Matías, quien hacía las veces de prefecto, juez y carcelero. Pero además era dueño de los cinco bares más pintorescos de ese tugurio a cielo abierto. Cuatro calles dibujaban una cruz, y habían dos, esa y la del altar de la capilla donde cabían apenas veinte personas. Las misas eran los lunes para que alguien acudiera, de lo contrario nadie se asomaba para no ser víctima de improperios lanzados por las docenas de borrachos que aniquilaban la paz conventual de todos los días, semanas, meses y años.

Resulta que el acaudalado Matías había criado a un muchacho, que según las malas lenguas del lugar lo parió una de sus sirvientas. Solo se le conoció como Dionisio, Nicho. Nadie abría la boca para decir ni pizca de esa historia escondida entre platanales y malojos. El muchacho no hacía nada, nunca hizo nada. Pero se hizo querer, era un alma de Dios. Jamás probó una gota de alcohol y ayudaba en cuanto podía a los más jóvenes en sus tareas, cuando no estaba en el pueblo estaba en el mar, soñando decía él. Mientras Matías mascullaba, preñando gaviotas es que está él. Un día Dionisio no se levantó de su chinchorro, lo dieron por muerto. Lo lloraron, lo bailaron. Fue cuando cayeron en la cuenta de que la capilla no bastaba para cuando muriera alguien tan querido como Dionisio. Cuando el sepelio iba con dirección al cementerio, entre flores que lanzaban desde las casas, los cargadores sintieron fuertes temblores dentro de la urna. De pronto la tapa salpicó en astillas dejando ver un puño apuntando al cielo.

Todos corrieron dejando a Nicho despedazar las cuatro tablas que lo aprisionaban. ¡No corran estoy vivo! Decía sin cesar el muertovivo. Todos regresaron. Lo cargaron y lo bailaron con más alegría que nunca. Meses más tarde Matías enfermó de gravedad, entonces Dionisio tomando el control del abundante patrimonio, mandó a construir una iglesia para que el pueblo entrara completo en ella a despedir a Matías cuando diera el último respiro. En cada uno de los cinco bares construyó, una escuela, un dispensario, un cine, una biblioteca y una prefectura con su prefecto. En el resto de las cantinas surgieron abastos, un consejo municipal, una casa parroquial para el cura que fue desde Carúpano. Inmediatamente La Concha se convirtió en un verdadero remanso. Todo el que iba preguntaba a los vecinos cómo había ocurrido el milagro de La Concha, todos dicen orondos, gracias a Nicholamuerte.



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