Juan
José Prieto Lárez
Cerca de Carúpano,
estado Sucre. Existe un pueblito llamado La Concha, donde los pescadores iban
los fines de semana a embriagarse hasta quedar sin conocimiento encima de las
estrechas aceras que flanqueaban las calles arenosas. Cuentan que había más
sitios donde expendían aguardiente que casas de familia. Parecía un sitio solo
para libar y cometer barrabasadas. La única autoridad era Matías, quien hacía
las veces de prefecto, juez y carcelero. Pero además era dueño de los cinco
bares más pintorescos de ese tugurio a cielo abierto. Cuatro calles dibujaban
una cruz, y habían dos, esa y la del altar de la capilla donde cabían apenas
veinte personas. Las misas eran los lunes para que alguien acudiera, de lo
contrario nadie se asomaba para no ser víctima de improperios lanzados por las
docenas de borrachos que aniquilaban la paz conventual de todos los días,
semanas, meses y años.
Resulta que el
acaudalado Matías había criado a un muchacho, que según las malas lenguas del
lugar lo parió una de sus sirvientas. Solo se le conoció como Dionisio, Nicho.
Nadie abría la boca para decir ni pizca de esa historia escondida entre
platanales y malojos. El muchacho no hacía nada, nunca hizo nada. Pero se hizo
querer, era un alma de Dios. Jamás probó una gota de alcohol y ayudaba en
cuanto podía a los más jóvenes en sus tareas, cuando no estaba en el pueblo
estaba en el mar, soñando decía él. Mientras Matías mascullaba, preñando
gaviotas es que está él. Un día Dionisio no se levantó de su chinchorro, lo
dieron por muerto. Lo lloraron, lo bailaron. Fue cuando cayeron en la cuenta de
que la capilla no bastaba para cuando muriera alguien tan querido como Dionisio.
Cuando el sepelio iba con dirección al cementerio, entre flores que lanzaban
desde las casas, los cargadores sintieron fuertes temblores dentro de la urna.
De pronto la tapa salpicó en astillas dejando ver un puño apuntando al cielo.
Todos corrieron dejando
a Nicho despedazar las cuatro tablas que lo aprisionaban. ¡No corran estoy
vivo! Decía sin cesar el muertovivo. Todos regresaron. Lo cargaron y lo
bailaron con más alegría que nunca. Meses más tarde Matías enfermó de gravedad,
entonces Dionisio tomando el control del abundante patrimonio, mandó a
construir una iglesia para que el pueblo entrara completo en ella a despedir a
Matías cuando diera el último respiro. En cada uno de los cinco bares construyó,
una escuela, un dispensario, un cine, una biblioteca y una prefectura con su
prefecto. En el resto de las cantinas surgieron abastos, un consejo municipal,
una casa parroquial para el cura que fue desde Carúpano. Inmediatamente La
Concha se convirtió en un verdadero remanso. Todo el que iba preguntaba a los
vecinos cómo había ocurrido el milagro de La Concha, todos dicen orondos,
gracias a Nicholamuerte.
elblogdepey.blogspot.com
NOTA: QUEDA PROHIBIDA LA REPRODUCCIÓN PARCIAL O COMPLETA DE ESTE MATERIAL, SIN
CONSENTIMIENTO DEL AUTOR.
0 comentarios:
Publicar un comentario