Juan José Prieto Lárez
El goce de la lluvia
deviene en aridez. Es esa transición la que nos transporta a nuevos tiempos,
descubrir lo que vivimos, por lo que vivimos. El agua de los cielos habitó bajo
la tierra despertando las raíces de las ciruelas que de golpe se inflan de un verde
intenso. Mientras, este color hace cobrar fuerza al verano, ágil tal hoja nueva
que inventa cada árbol.
Estos meses, hasta
mayo, la pintura de las ciruelas se torna un mar de navíos minúsculos, con la
estela del sabor que enajena el salobre aroma hecho huésped desde siempre. Así
mismo los robles lucen encendidos, el suelo se cobija de ese canto floral, el
fogaje se rinde y las aceras la lucen como blusa con bordes de oro para
cabalgar siendo víspera del renacer espiritual al que nos invita el secreto de
la cuaresma.
De eso sabemos los
asuntinos. Cuando vemos el cerro #2 con el asalto del incendio oreado
acechándolo como sempiterna víctima. En cambio en Guatamare, la ciruela
engalana los patios que quedan, por la siembra de tanto cemento, pero es el
gustazo después de arrancarla de sus tiernos pezones, sentir al morderla el
derramamiento de su pulpa. Nos apacigua la sed que no calmó el invierno, con su
lluvia de todos los días. La fecha de los santos ya está encima, comenzaremos a
ver cestas y cestas luciendo a plenitud las redondeces multicolores, así, igual
que peces extraviados de sus aguas.
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