miércoles, 23 de julio de 2014

EL VUELO DEL BÚHO - Cuando Tomás Cazorla quiso ser mexicano

Juan José Prieto Lárez

    Sentado en el umbral de sus sueños, Tomás Cazorla puso pie en el zócalo de la capital mexicana. De allí partió a los cuatro puntos de los vientos en busca de aventuras, como los grandes rancheros de Monterrey, Jalisco, Tijuana, Taxco y la gran cortina divisoria con tierras norteñas. Así los veía en las películas mexicanas que proyectaban los domingos vespertinos en el cine La Asunción, de Félix Silva.

Aprendió a bailar como Resortes, hizo morisquetas tintaneras y de Cantinfla, el abolengo lingüístico, arrastrando gracia y ocurrencias. Usaba un pistolón juguetón como Jorge Negrete, y se internaba en el Cerro #2 cantando a lo Miguel Aceves Mejías, se pensaba el más aguerrido charro de Sonora. Caminaba erguido, anchando los brazos, como viviendo un permanente duelo contra nadie.

Irremediablemente lo agarró la adolescencia. A los diecisiete años comenzó a vivir otro de sus sueños, hacerse artista plástico, y escogió la cerámica como portento de sus habilidades manuales. La Escuela Pedro Ángel González, sería la plataforma para alzarse unos años luego, como el mejor ceramista neoespartano, y entre los mejores de todo el país. Quizás el candor de los arenales chicanos lo inspiraron sin darse cuenta que de alguna manera tenía que ser manito.

Encausado en sus serios propósitos de enseñar, llega a la Escuela el profesor Vicente Alvarado Padilla, mexicanito puro, de Jalisco y ceramista. Tomás se dijo; demasiada coincidencia, ahora sí es verdad. Con este profesor Tomás aprendió nuevas técnicas para la doma del barro, pero sobre todo alimentó su pasión por la tierra del chile y el tequila, luego no había mata de chirel que se le pusiera en frente.

A tan corta edad fue el alumno más aventajado de Padilla, dicho por propio Padilla. Tanto, que lo convirtió en su asistente, así devengó sus primeros cobres; cinco bolívares a la semana. Lo suficiente para estrenar los filmes aztecas. Llegaba de primero y se iba de último, acompañaba al profe a quemar las piezas, a leña. Regresaba a media noche a su Buenos Aires querido, los de La Asunción, en su bicicleta Benotto. En esas tenidas laborales-culturales se aprendió muchos corridos, con  Padilla charrasqueando su vieja guitarra, mientras la candela hacía lo suyo. Al tanto de un tiempo, ya supo que Tomás sería una promesa de peso en las artes de fuego, por lo que pensó en llevárselo a Jalisco. Pero había que dar un paso difícil, decírselo a su abuela, María del Carmen.

Tomás rogaba a todos los santos que su abuela dijera que sí, que Dios le iluminara el juicio, y él poder viajar a aquella tierra de sus sueños.

-Señora María quisiera que Tomás se viniera conmigo a México a estudiar, no se preocupe que no le faltará nada, solo va a estudiar.
-Pa’ México? No mijo, déjeme mi muchacho aquí, además yo he visto en las películas cómo matan allá a la gente, y a los muchachitos le disparan a los pies. Olvídense de eso usted y Tomás.

Aquel umbral nunca más estuvo a disposición de soñar a ser mexicano. Ya jubilado y con la gloria de ser un maestro con todos los honores muy pocas veces apretuja la arcilla, y de cuando en cuando entona: México lindo y querido…



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