Juan José Prieto Lárez
Sentado en
el umbral de sus sueños, Tomás Cazorla puso pie en el zócalo de la capital
mexicana. De allí partió a los cuatro puntos de los vientos en busca de
aventuras, como los grandes rancheros de Monterrey, Jalisco, Tijuana, Taxco y
la gran cortina divisoria con tierras norteñas. Así los veía en las películas
mexicanas que proyectaban los domingos vespertinos en el cine La Asunción , de Félix Silva.
Aprendió a
bailar como Resortes, hizo morisquetas tintaneras y de Cantinfla, el abolengo
lingüístico, arrastrando gracia y ocurrencias. Usaba un pistolón juguetón como
Jorge Negrete, y se internaba en el Cerro #2 cantando a lo Miguel Aceves Mejías,
se pensaba el más aguerrido charro de Sonora. Caminaba erguido, anchando los
brazos, como viviendo un permanente duelo contra nadie.
Irremediablemente
lo agarró la adolescencia. A los diecisiete años comenzó a vivir otro de sus
sueños, hacerse artista plástico, y escogió la cerámica como portento de sus
habilidades manuales. La Escuela Pedro
Ángel González, sería la plataforma para alzarse unos años luego, como el mejor
ceramista neoespartano, y entre los mejores de todo el país. Quizás el candor
de los arenales chicanos lo inspiraron sin darse cuenta que de alguna manera
tenía que ser manito.
Encausado en
sus serios propósitos de enseñar, llega a la Escuela el profesor Vicente Alvarado Padilla,
mexicanito puro, de Jalisco y ceramista. Tomás se dijo; demasiada coincidencia,
ahora sí es verdad. Con este profesor Tomás aprendió nuevas técnicas para la
doma del barro, pero sobre todo alimentó su pasión por la tierra del chile y el
tequila, luego no había mata de chirel que se le pusiera en frente.
A tan corta
edad fue el alumno más aventajado de Padilla, dicho por propio Padilla. Tanto,
que lo convirtió en su asistente, así devengó sus primeros cobres; cinco
bolívares a la semana. Lo suficiente para estrenar los filmes aztecas. Llegaba
de primero y se iba de último, acompañaba al profe a quemar las piezas, a leña.
Regresaba a media noche a su Buenos Aires querido, los de La Asunción , en su bicicleta
Benotto. En esas tenidas laborales-culturales se aprendió muchos corridos,
con Padilla charrasqueando su vieja
guitarra, mientras la candela hacía lo suyo. Al tanto de un tiempo, ya supo que
Tomás sería una promesa de peso en las artes de fuego, por lo que pensó en
llevárselo a Jalisco. Pero había que dar un paso difícil, decírselo a su
abuela, María del Carmen.
Tomás rogaba
a todos los santos que su abuela dijera que sí, que Dios le iluminara el
juicio, y él poder viajar a aquella tierra de sus sueños.
-Señora María quisiera
que Tomás se viniera conmigo a México a estudiar, no se preocupe que no le
faltará nada, solo va a estudiar.
-Pa’ México? No mijo,
déjeme mi muchacho aquí, además yo he visto en las películas cómo matan allá a
la gente, y a los muchachitos le disparan a los pies. Olvídense de eso usted y Tomás.
Aquel umbral
nunca más estuvo a disposición de soñar a ser mexicano. Ya jubilado y con la
gloria de ser un maestro con todos los honores muy pocas veces apretuja la
arcilla, y de cuando en cuando entona: México
lindo y querido…
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