miércoles, 23 de julio de 2014

EL VUELO DEL BÚHO - Paz que llegó de lejos

Juan José Prieto Lárez

La calle donde vivo se llamó Fraternidad, también Guarapotú, aquí mismo en La Asunción. Por allá por los años treinta surgió la espeluznante idea de nombrarla: Calle el Diablo. Hubo una razón esgrimida para tan infernal decisión. Los vecinos se la pasaban en una sola pelea, a veces verbal que terminaban a coñazo limpio, ya fuera entre hombres o entre mujeres, el género no era piedra de tranca, ya fuera por cuestiones limítrofes entre anchurosos patios, o la depredadora acción de cochinos y gallinas que se pasaban de la raya. Lo cierto es que entre líneas de cardones y yaguareyes siempre hubo una disputa a flor de lenguas y puños y estirones de cabello. Injustamente fue un conglomerado atacado por las lenguas viperinas. En el viejo mercado la comidilla era alguna trifulca en la terrosa franja de pocas casas pero con mucha gente. Los curas de turno no se atrevían a tomar alguna medida desde el púlpito. Solo lanzaban indirectas a que acudieran a misa para pedir por el alma del prójimo y limpiar la suya de tanta impiedad. Los de aquella calle preferían cuidar de su territorio.

Las autoridades locales solo se transaban en acomodamientos de composturas familiares para evitar males mayores. Para el resto de los habitantes los días seguían siendo previsibles, cercados por la insaciable tortura del escándalo. El ritmo de las veinticuatro horas era constante. Las madrugadas eran perforadas por un griterío ahogado en alcohol, los fines de semana el tono aumentaba hasta la altura del hartazgo, la vigilia en pelotas y el descaro una suerte de fantasma habitando hamacas y chinchorros.

Parecía no haber salida, solo la el tiempo permitiendo el aguante individual. La costumbre se dispuso como una mecha de cañón listo para el desafío en cualquier momento. Nada funcionaba a excepción del cansancio, gargantas carrasposas con el argumento de empezar otra vez. El resto de los asuntinos repetía no hay nombre mejor puesto en estas calles de Dios. No sé si sería por las incesantes oraciones, que un día se apareció un joven cura llamado Agustín María Costa Serra, venía de por allá, de aquella España más antigua. No sospechaba este emisario del Altísimo que el mismísimo Diablo era un vecino muy cercano moraba en la misma calle destinada para su misión pastoral. La primera confesión que llegó felizmente a sus oídos fue esa: ¡padre usted vive en la Calle el Diablo! Es fácil adivinar la inmediata señal de la Cruz y un ¡Ave María purísima! Los espasmos recorrieron  su enjuta humanidad. Ese domingo desde el estrado lanzó los primeros dardos contra la herejía implantada. Los domingos siguientes los dedicó a conversar con sus vecinos. De seguidas propuso que en lo sucesivo esa calle llevaría el nombre de Virgen del Carmen. A partir de ese día glorioso, la paz reinó en esa comunidad. Creo ser el único en recordar ese pasado irreligioso cuando apunto: saludos desde la Calle el Diablo.



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