La calle donde vivo se
llamó Fraternidad, también Guarapotú, aquí mismo en La Asunción. Por allá por
los años treinta surgió la espeluznante idea de nombrarla: Calle el Diablo.
Hubo una razón esgrimida para tan infernal decisión. Los vecinos se la pasaban en
una sola pelea, a veces verbal que terminaban a coñazo limpio, ya fuera entre
hombres o entre mujeres, el género no era piedra de tranca, ya fuera por
cuestiones limítrofes entre anchurosos patios, o la depredadora acción de
cochinos y gallinas que se pasaban de la raya. Lo cierto es que entre líneas de
cardones y yaguareyes siempre hubo una disputa a flor de lenguas y puños y
estirones de cabello. Injustamente fue un conglomerado atacado por las lenguas
viperinas. En el viejo mercado la comidilla era alguna trifulca en la terrosa
franja de pocas casas pero con mucha gente. Los curas de turno no se atrevían a
tomar alguna medida desde el púlpito. Solo lanzaban indirectas a que acudieran
a misa para pedir por el alma del prójimo y limpiar la suya de tanta impiedad.
Los de aquella calle preferían cuidar de su territorio.
Las autoridades locales
solo se transaban en acomodamientos de composturas familiares para evitar males
mayores. Para el resto de los habitantes los días seguían siendo previsibles,
cercados por la insaciable tortura del escándalo. El ritmo de las veinticuatro
horas era constante. Las madrugadas eran perforadas por un griterío ahogado en
alcohol, los fines de semana el tono aumentaba hasta la altura del hartazgo, la
vigilia en pelotas y el descaro una suerte de fantasma habitando hamacas y
chinchorros.
Parecía no haber
salida, solo la el tiempo permitiendo el aguante individual. La costumbre se
dispuso como una mecha de cañón listo para el desafío en cualquier momento.
Nada funcionaba a excepción del cansancio, gargantas carrasposas con el
argumento de empezar otra vez. El resto de los asuntinos repetía no hay nombre
mejor puesto en estas calles de Dios. No sé si sería por las incesantes oraciones,
que un día se apareció un joven cura llamado Agustín María Costa Serra, venía
de por allá, de aquella España más antigua. No sospechaba este emisario del
Altísimo que el mismísimo Diablo era un vecino muy cercano moraba en la misma
calle destinada para su misión pastoral. La primera confesión que llegó
felizmente a sus oídos fue esa: ¡padre usted vive en la Calle el Diablo! Es
fácil adivinar la inmediata señal de la Cruz y un ¡Ave María purísima! Los
espasmos recorrieron su enjuta
humanidad. Ese domingo desde el estrado lanzó los primeros dardos contra la
herejía implantada. Los domingos siguientes los dedicó a conversar con sus
vecinos. De seguidas propuso que en lo sucesivo esa calle llevaría el nombre de
Virgen del Carmen. A partir de ese día glorioso, la paz reinó en esa comunidad.
Creo ser el único en recordar ese pasado irreligioso cuando apunto: saludos
desde la Calle el Diablo.
elblogdepey.blogspot.com
NOTA: QUEDA PROHIBIDA LA REPRODUCCIÓN PARCIAL O COMPLETA DE ESTE MATERIAL, SIN
CONSENTIMIENTO DEL AUTOR.
0 comentarios:
Publicar un comentario