Juan José Prieto Lárez
Jamás me había aturdido tan duramente por el extravío de un libro, así
no fuese de mi propiedad, y hay que ver cómo se debe apreciar a estos
compañeros de tantas letras sabias, no sería extremista si declaro una
querencia entrañable por ellos. Nunca me había entristecido tanto la
destrucción de un arsenal de hojas conteniendo su mágico esplendor y
sobrecogedor universo, así no habitara en mi biblioteca, modesta, sin
pretensiones de formidable, a donde acudo cuando quiero emprender un viaje con
encajes de sorpresas y conocimientos. Allí me sumerjo en parajes y criaturas
como si se tratara de un cajón con atuendos infinitos de detalles conmovedores
y la invención de mundos inimaginables.
Confieso vivir sin el recuerdo de una tragedia instalada en mí con
implicaciones angustiantes, ni verme involucrado en la contemplación de la
pérdida de un océano escritural, o simplemente reducido a un mar de congojas.
La desazón de mirar desteñirse una artillería libresca en corrientes de aguas
marrones, al antojo de su fuerza sin que surja el muro salvador del material
precioso. El desorden climático que padecimos los margariteños en el mes de
diciembre pasado, incluyó en su ruta de destrucción un escenario bendito, un
altar donde se apila lo que hemos sido y lo que somos, un mundo fantástico, un
verdadero túnel enfundando el tiempo, el eco rebosado de leyendas intensas y
seres invisibles de bien, y héroes de nuestro suelo brillando con luz propia.
Se trata nada más y nada menos que de la biblioteca de, para mí el
hombre sabio de Margarita, el poeta Ángel Félix Gómez (Felito). Parece que el
aguazal quiso reclamarle algo a este hombre que tanto ha cantado al mar, a ese
mar de Juangriego, a su crepúsculo afortunado acunado en el pulcro horizonte de
La Galera. Allí desató toda su energía, abatiendo su casa que es referencia de
todos nosotros, los margariteños. Sin argumentos ni miramientos, entró cual
mancha voluptuosa e invulnerable, insistiendo ocupar el solemne aposento de
Felito, donde la claridad de su sabiduría no se marchará nunca, y su patio
sembrado de barcos hermosos, navegando cargados de ficciones atractivas y
relatos libertarios. Sus tapias de libros con historias del universo, sus corredores
alumbrados de poesía, y él como el mejor de los jardineros escribiendo para
alimentarla. Supe de su voz escampada la tragedia que lo habitó por muchas
horas horadando el prodigio de su prosa, desafinando la malagueña de su alma,
los latidos de su galerón. Esas mismas olas, como fauces de dragón hambriento,
se llevaron consigo un montón de páginas con letras inéditas que no tendremos
el placer de recitar. Sabrá Dios en que orilla atracarían como barquitos de
papel sin tinta para leer.
peyestudio@hotmail.com
NOTA: QUEDA PROHIBIDA LA REPRODUCCIÓN PARCIAL O COMPLETA DE ESTE MATERIAL, SIN
CONSENTIMIENTO DEL AUTOR.