Fachada de siglos bajo la sombre de la fe.

Autor: Juan José Prieto Larez

El tiempo camina el rostro de los asuntinos.

Autor: Juan José Prieto Lárez

Espacio de los misterios.

Autor: Juan José Prieto Lárez

La promesa.

Autor: Juan José Prieto Lárez.

Toño, de museo.

Autor: Juan José Prieto Lárez

sábado, 26 de julio de 2014

EL VUELO DEL BÚHO - Un viaje de letras que se fueron

Juan José Prieto Lárez
     Jamás me había aturdido tan duramente por el extravío de un libro, así no fuese de mi propiedad, y hay que ver cómo se debe apreciar a estos compañeros de tantas letras sabias, no sería extremista si declaro una querencia entrañable por ellos. Nunca me había entristecido tanto la destrucción de un arsenal de hojas conteniendo su mágico esplendor y sobrecogedor universo, así no habitara en mi biblioteca, modesta, sin pretensiones de formidable, a donde acudo cuando quiero emprender un viaje con encajes de sorpresas y conocimientos. Allí me sumerjo en parajes y criaturas como si se tratara de un cajón con atuendos infinitos de detalles conmovedores y la invención de mundos inimaginables.

Confieso vivir sin el recuerdo de una tragedia instalada en mí con implicaciones angustiantes, ni verme involucrado en la contemplación de la pérdida de un océano escritural, o simplemente reducido a un mar de congojas. La desazón de mirar desteñirse una artillería libresca en corrientes de aguas marrones, al antojo de su fuerza sin que surja el muro salvador del material precioso. El desorden climático que padecimos los margariteños en el mes de diciembre pasado, incluyó en su ruta de destrucción un escenario bendito, un altar donde se apila lo que hemos sido y lo que somos, un mundo fantástico, un verdadero túnel enfundando el tiempo, el eco rebosado de leyendas intensas y seres invisibles de bien, y héroes de nuestro suelo brillando con luz propia.

Se trata nada más y nada menos que de la biblioteca de, para mí el hombre sabio de Margarita, el poeta Ángel Félix Gómez (Felito). Parece que el aguazal quiso reclamarle algo a este hombre que tanto ha cantado al mar, a ese mar de Juangriego, a su crepúsculo afortunado acunado en el pulcro horizonte de La Galera. Allí desató toda su energía, abatiendo su casa que es referencia de todos nosotros, los margariteños. Sin argumentos ni miramientos, entró cual mancha voluptuosa e invulnerable, insistiendo ocupar el solemne aposento de Felito, donde la claridad de su sabiduría no se marchará nunca, y su patio sembrado de barcos hermosos, navegando cargados de ficciones atractivas y relatos libertarios. Sus tapias de libros con historias del universo, sus corredores alumbrados de poesía, y él como el mejor de los jardineros escribiendo para alimentarla. Supe de su voz escampada la tragedia que lo habitó por muchas horas horadando el prodigio de su prosa, desafinando la malagueña de su alma, los latidos de su galerón. Esas mismas olas, como fauces de dragón hambriento, se llevaron consigo un montón de páginas con letras inéditas que no tendremos el placer de recitar. Sabrá Dios en que orilla atracarían como barquitos de papel sin tinta para leer.

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EL VUELO DEL BÚHO - Una alabanza de hierro

Juan José Prieto Lárez

Solo un intento de hacerme futbolista bastó para anular un segundo chance, total, una tercera oportunidad. Bordeando la adolescencia, mi generación solo supo encaramarse a unos patines de cuatro ruedas para alucinar con la tontera de muchas vueltas a la plaza de Bolívar asuntina. Era la libertad de infatigables latidos a la temperatura de las madrugadas decembrinas. La suerte florida de las misas de aguinaldo. El sueño quedaba a merced de las sombras pellizcadas por las sortijas de las primeras claridades. Era diciembre, los primeros anís, y la primera noviecita alborotando las orillas de la travesía amorosa. Al pasar este mes, como triunfantes caballeros regresando de territorios conquistados, debíamos proceder a desmembrar nuestros diminutos corceles de hierro. La regla era ahogar sus partes en una perola de leche Nido o Klin. Ahora era un pozo donde como inertes peces dormirían un largo tiempo para repotenciarse en el viscoso vientre de gasoil.

De pronto nos descubrimos pateando los pómulos de un balón, y haciendo de centinelas de dos marcas y una frontera llamada gol. La calle, con sus medidas distorsionadas dispensaba una entretenida manera de emular a centelleantes figuras. Todos querían ser Pelé. Los encuentros entre calles no hizo esperar cuando se anunció que en el parque Guatamare estaba listo un campo de fútbol ¡coño, era una cancha de verdad! A nuestra corta edad sus dimensiones parecían inaguantables de recorrer. La sombra de dos filas de tamarindo era la tribuna lateral. Detrás de los arcos, también de verdad, sembrados los bosques de matas de mango. La bancada de los equipos eran troncos de coco entre horquetas de guayacán. Uno era feliz en aquella riqueza natural. Los muchachos de la plaza armamos nuestro equipo. Nuestro dominio era el pedazo de calle entre la plaza de Bolívar y la calzada alta, donde está actualmente el núcleo del Sistema de Orquesta. Era una cancha múltiple porque jugábamos pelota de goma y chapita. Nuestro férreo contrincante: la calle Unión.

Llegaron las vacaciones escolares y nos dedicamos a jugar fútbol. Claro, un short, una franelita y los eternos Us Keds eran el ecléctico uniforme. Eran cuatro domingos, cuatro juegos. Ganamos el primero, yo no entré como regular por considerar el técnico Chilito que a mis piernas le faltaba hinchar los músculos. Los de la Unión dijeron que sería el único que ganaríamos, porque para el próximo debutaría Tingo Mondongo. Estábamos alzados, crecidos, mucho más cuando pensábamos, que Tingo no jugaba como ellos pregonaban. Se corrió la voz de aquel Guatamarazo que propinamos a los alabanciosos que asediaban nuestra audacia futbolística. Llegó el segundo domingo y muy temprano vimos pasar el camión de Luis Alfredo atestado de jugadores e hinchas !Ahí va Tingo! Dijo alguien con cierto aire de debilidad. Basilio Hernández nos llevó primero y luego a nuestros fans. Listos los jugadores dieron el aplauso inicial, no había pito. De una vez apareció Tingo como un volantín con una aureola de insigne demoledor. Todos se apartaban a su paso, eran solo él y la pelota. Todos los goles los hizo él, yo me negué a participar ante el estrepitoso abandono de los más osados. Como no había tarjetas de ningún color, cada reclamo era una bullaranga Tingo tenía su secreto. Eran unas botas trompa e´ hierro, que fungieron de repelente a nuestras zancadas. Con tal artillería se desvanecieron nuestras ínfulas por el deporte rey.
                                                                                                        

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EL VUELO DEL BÚHO - Siete hombres y mi destino

Juan José Prieto Lárez

Pasé la semana esperando que terminara, que llegara el domingo. No se me acallaba la emoción de verme mirando “Siete hombres y un destino”. La mejor película de vaqueros que se haya realizado, con un reparto así era de esperarse: Yul Brynner, Steve McQueen, Charles Bronson, James Coburn, Harst Buhholz, Robert Vaughn y Brad Dexter, estos eran los buenos. Por si fuera poco el malo era Eli Wallach, jefe de una banda de malhechores a quien apodaban “Calavera”. Todo sucedió en un pueblecito mexicano en la frontera con Estados Unidos. Estos vengadores de la gente humilde como aquellos recolectores de maíz abatieron a los cientos de hombre que sembraban desolación. Los siete hombres correrían el mismo destino.

El tráiler promocional durante meses, avivó tanto mi sed de cinéfilo que todos los días camino a la Escuela “Luisa Cáceres de Arismendi”, me aferraba a la vieja reja del Cine la Asunción, de Félix Silva, a contemplar el cartelón pintado por Asdrúbal Gutiérrez. Corrían los años sesenta. Tenía yo ocho años. Leía una sucinta sinopsis una y hasta tres veces para alimentar mi imaginario peliculero. Una tarde de esa semana, que parecía alargarse a mil años, hice un tanteo con mi mamá para lograrme el realito que era el coste de la entrada vespertina de todos los domingos, ese fue el más deseado domingo de mi temprana infancia. No se negó a la posibilidad monetaria, tal vez había evaluado mi comportamiento disciplinado y ciega obediencia a cualquier diligencia. Para jurungarme me interrogó sobre el sorpresivo interés por siete hombres con el mismo destino. Le expliqué exactamente lo que escribo al inicio. Casi de memoria lo que había leído. Hizo silencio.

Llego el séptimo día. Acomodé mi cama, barrí el amplísimo patio y cada cinco minutos pasaba por la cocina para llamar la atención de mi mamá. Aun así no había señales del permiso oficial con su debido realito de plata. ¡Coño y la película comienza a las tres! De mi casa se escuchaba perfectamente la chicharra del timbre anunciando cada media hora hasta que se apagaran las luces y se iniciara la magia. De paso había escogido mi vestuario, una camisita de menudos cuadros comprada a Leonides Reyes por seis bolívares y un pantalón de caqui que mi papá me trajo de Porlamar, todo estrenado el pasado quince de agosto, estábamos en noviembre. Todo estaba en el escaparate, todos los días veía la camisa y ella parecía verme como asintiendo estar de acuerdo  a la complicidad.

Me bañé a eso de las doce, por lo general no lo hacía sino en las tardes. Al fin la curiosidad de mi mamá fue posible. Toma el real, pero no te pongas la camisa de cuadros porque se descosió en una manga, qué va a pensar la gente si te ve así, dirán que no tienes que ponerte. Como muchacho no es gente grande y habiendo logrado el permiso junto con el financiamiento, me puse la camisa escogida hacía una semana, en un descuido salí raudo al cine, había sonado el segundo timbrazo. Con el regocijo embalado en una sonrisa, entré a la casa sin recordar lo de la camisa. Mi mamá al verme fue derechito a una mata de guayaba y trozó una latica, la deshojó y corrió detrás de mí apuntando a mis piernas. Tuve que refugiarme debajo de la cama de mi hermano José Gabriel. Apenas comenzaba mi propia película, yo solo con mi único destino.


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EL VUELO DEL BÚHO - La Ciudad, Los Amigos, La Vida

Juan José Prieto Lárez

La ciudad cambia. Todas las ciudades cambian, en muchos años cambian muchas veces. El dilema es; ¿cambian sus habitantes? A menudo vemos esos cambios, es que la personalidad es un elemento psicológico, obviamente está en constante movimiento por el trato con los demás, hacia los demás. Decía el poeta Rafael Alberti: “La ciudad es como una casa grande”. En la ciudad habitamos al igual que en la casa, cada quien en su casa, las calles serían los corredores de la casa donde nos encontramos a diario, donde a diario acudimos al punto de encuentro donde nos vemos, donde hablamos con el saludo fraterno. “Dios hizo el campo, y el hombre la ciudad”, así lo dijo William Cowper.

Otro rasgo que encerramos en nuestra personalidad, es el temperamento, nuestro manejo interpersonal con los amigos de toda la vida. El apasionamiento devenido con el argumento incisivo de colores que desbordan apasionamientos endebles de todos lados, faltos de personalidad, cómo explicar que un color puede desatar una ira incontrolable. Ante la desfachatez de un comportamiento infantil, digo yo, se refirió Andre Maurois: “A veces ante la mala manera de ser de los otros, uno se siente orgulloso de ser uno mismo y no otro”.

Se derrumba pues la imagen creada y recreada por mucho tiempo. Hay amigos que han perdido su propia noción de existencia por no saber redoblar la guardia de sus ímpetus, por lo que llego a pensar que su temperamento es fácilmente manipulable con solo sacarle un trapo, y no por la conciencia atada a la una realidad terrena, Se enervan cuando son desoídos por la fragilidad de sus planteamientos destemplados, tan superficiales por no saber hilvanar una crítica, si no válida, por lo menos reflexiva. “El que sabe conocerse a sí mismo es dueño de sí”, como diría Pierre Ronsard.

A veces nos hacemos la figura de indiferentes, claro, cómo explicarse uno lo que le sucede al amigo, cómo es que se produce una debacle interior que en muchos produce risas y jocosos comentarios, pero el cromatismo enceguece la conciencia y el provechoso disentimiento, para eso habitamos la misma casa que es la ciudad. Un anónimo me trae a la memoria la sabia solución a estos dilemas de la dialéctica: “Bebe agua de río por turbia que vaya, vive la ciudad por mal que te vaya”.

Estamos a las puertas de unas elecciones presidenciales los factores en juego hacen lo suyo, cada cual alienta a los suyos. Habrá un ganador y otros perdedores, y seguiremos viviendo en la ciudad, en esta casa grande, nos seguiremos viendo y la vida continuará igual que siempre. Porqué cambiar nosotros con los nuestros, me parece una real insolencia no admitir una derrota, acaso no es este el juego democrático, más insólito resulta perder elecciones y perder amigos por una malcriadez atroz, cada vez será peor, mientras que el resto de sujetos mortales lo mirarán pasar con el desastre de su personalidad en su rostro, por eso estoy de acuerdo con Sócrates cuando apuntó: “amigo es no solo quien perdona un error, sino también quien ayuda a que no vuelva a cometerlo”.

Pero como estas son cosas de la vida aprovecho para referir un trozo de canción de Joan Manuel Serrat: “cada loco con su tema, contra gustos no hay ni puede haber disputas, artefactos bestias, hombres y mujeres, cada uno es como es, cada quien es cada cual y baja las escaleras como quiera”.


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EL VUELO DEL BÚHO - Andar en el silencio

Juan José Prieto Lárez

Dos ancianos, de tantos años que ni ellos sabían cuántos tenía cada quién. Conversaban debajo de una mata de guayacán, una tarde en lo que se llamó la Plaza Mayor. Era el centro de la cuidad de La Asunción. Corrían los primeros años de 1600, unos pocos después cuando le fuera conferido el Título de Ciudad y Escudos de Armas a esta población de escasos habitantes, muchos quizás para tiempo tan remoto. Blas y Perucho fueron los guardianes de aquella Plaza colmada de pájaros, vendedores ambulantes, chismosas y chismosos.

El tiempo parecía haberse detenido con la frescura del paisaje que circundaba la comarca recién florecida, con la envergadura de un título venido de España. No serían más nómadas los vecinos con antiguas heridas de guerras y rapiñas de corsarios y filibusteros atroces. Ahora serían ciudadanos, pero con la nostalgia anticipada de lo que sería de sus vidas asomadas a lo impredecible de la esperanza. Aspiraban los dos viejitos de ver cierto progreso antes que sus vidas sucumbieran al delirio del adiós. Hasta muy entrada la noche la lamparita de carburo era testigo manso de tantas palabras escapadas a la mortificación recorriendo sus cuerpos esclavizados al péndulo de las horas finales.

Blas, con optimismo jubiloso, ansiaba mirar el cambio íntegro de La Asunción, casi con sollozos Perucho agriaba su rostro en un suspenso desnudo, luego sonreía para resignarse en una letanía perfumada de divinidad: solo Dios sabe Blas, solo Dios. Al filo de la despedida, los dos amigos entraban a sus casas, una al lado de la otra, a la cadencia temerosa de no encontrarse al día siguiente. El ladrido de los perros anunciaba que aun vivían al despertar en las madrugadas y encontrarse con el silencio verídico como se presume es la eternidad. Los dos ancianos murieron el mismo día, a la misma hora. Como si la muerte hubiera convenido no separarlos para que no sufrieran la ausencia uno del otro. Fueron despedidos juntos una tarde cuando las venas del día se hacían más silenciosas recorriendo la ciudad, despacio, tal si un baúl se fuera cerrando lentamente atesorando páginas inocentes pero iluminadas, cada una de sus orillas por semillas de amor. Esa tarde dejó de ser azul cuando fue vencida por el nuevo día, también azul, solemne por el luto señero, frágil por la pérdida de dos hijos queridos. Ahora hay quien cuente que por las noches salen de las paredes de las casonas asuntinas dos viejecitos encorvados, de punta en blanco, recorriendo en silencio esta silenciosa ciudad sintiéndola suya aunque sean otros tiempos. Solo Dios sabe cuándo pararán de andarla. 


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EL VUELO DEL BÚHO - El Algodón de Victoria

Juan José Prieto Lárez

El algodón seduce. Quién no se ha dejado cautivar por esos copos blancos aflorados entre verdes capullos, verlos perderse a lo lejos en praderas alfombradas de botones blancos. A diario vemos cómo le rinden culto a la tersura del algodón en incontables espacios publicitarios, allí comparan la sutileza de mejillas infantiles y la piel delicada de una toalla algodonada, entre otros productos para deleitar el tocamiento. Se inicia el cortejo adquisitivo. Las marcas son incontables.

Antes de terminar el año, fuimos convocados por un canal de televisión que trasmitiría un desfile con las modelos más sensuales del catálogo mundial de la moda. Todas lucieron el último grito en ropa interior para ellas. Todas las prendas llevaban el cuño de Victoria‘s Secret. Sin temor a algún reclamo matrimonial confieso que me sentí atraído por tan sugerente ropaje, diminuto, colorido, alocado, realmente sensuales maniquíes con sus cuerpos de alambre.

Días después, hurgando notas curiosas en medios internacionales, me atrajo una. Una niña de trece años llamada Clarisse Kambire veía como despertaba el día en ese lugar remoto de África Occidental. Un hombre alto, de piel oscura, forzudo comenzó a azotarla para que trabajara en la primera recolección de esa temporada. Ese hombre se convirtió en su pesadilla. La primera vez que trabajo en el campo abrió más de quinientos surcos para preparar el terreno para la siembra, también era azotada, esa vez lo hacía una mujer de nombre Kamboule.

La niña vive a un costado del algodonal, en una choza con techo de plástico, duerme acurrucada con tres hermanitos menores en una consumida colchoneta, deshilachada y sin almohada, siempre su cabecita al ras del suelo, siempre cerca de la tierra. Como si no existiera nada más encima.

Resulta que allí hay programa denominado Burkina Faso, encargada de manejar el algodón certificado, el mismo recolectado por Clarisse. Posteriormente por una carretera estrecha e interminable carretera, cubierta de granzón, inmensos camiones se llevan el producto del rendimiento humano, que más tarde partirá a India y Sri Lanka donde se creó la afamada firma Victoria ‘s Secret. Es casi seguro que quienes usan estas pantaletas y sostenes en las pasarelas de Londres, París, Roma y otros importantes centros de la moda, y las damas que desean llevar en su interior la finura del algodón ignoran las calamidades de Clarisse Kambire, quien a costa de su vida hace posible lucirlas.

A estas alturas hay algunas instituciones que se han rebelado ante el trabajo infantil, sobre todo en estas plantaciones donde las mejillas de esta y otras niñas nunca serán tomadas en cuenta para un comercial de televisión. Es bueno saber de dónde y cómo nos vienen las cosas “buenas” de la industria transnacional textil, y aquí nos apertrechamos de candorosos prototipos de la mujer moderna. Aunque nada es contra ellas, deben conocer el origen de lo que llevan encima. Ahora, gracias a la información global, podemos decir: dime qué vistes y te diré de donde viene.



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miércoles, 23 de julio de 2014

EL VUELO DEL BÚHO - El milagro de La Concha

Juan José Prieto Lárez

Cerca de Carúpano, estado Sucre. Existe un pueblito llamado La Concha, donde los pescadores iban los fines de semana a embriagarse hasta quedar sin conocimiento encima de las estrechas aceras que flanqueaban las calles arenosas. Cuentan que había más sitios donde expendían aguardiente que casas de familia. Parecía un sitio solo para libar y cometer barrabasadas. La única autoridad era Matías, quien hacía las veces de prefecto, juez y carcelero. Pero además era dueño de los cinco bares más pintorescos de ese tugurio a cielo abierto. Cuatro calles dibujaban una cruz, y habían dos, esa y la del altar de la capilla donde cabían apenas veinte personas. Las misas eran los lunes para que alguien acudiera, de lo contrario nadie se asomaba para no ser víctima de improperios lanzados por las docenas de borrachos que aniquilaban la paz conventual de todos los días, semanas, meses y años.

Resulta que el acaudalado Matías había criado a un muchacho, que según las malas lenguas del lugar lo parió una de sus sirvientas. Solo se le conoció como Dionisio, Nicho. Nadie abría la boca para decir ni pizca de esa historia escondida entre platanales y malojos. El muchacho no hacía nada, nunca hizo nada. Pero se hizo querer, era un alma de Dios. Jamás probó una gota de alcohol y ayudaba en cuanto podía a los más jóvenes en sus tareas, cuando no estaba en el pueblo estaba en el mar, soñando decía él. Mientras Matías mascullaba, preñando gaviotas es que está él. Un día Dionisio no se levantó de su chinchorro, lo dieron por muerto. Lo lloraron, lo bailaron. Fue cuando cayeron en la cuenta de que la capilla no bastaba para cuando muriera alguien tan querido como Dionisio. Cuando el sepelio iba con dirección al cementerio, entre flores que lanzaban desde las casas, los cargadores sintieron fuertes temblores dentro de la urna. De pronto la tapa salpicó en astillas dejando ver un puño apuntando al cielo.

Todos corrieron dejando a Nicho despedazar las cuatro tablas que lo aprisionaban. ¡No corran estoy vivo! Decía sin cesar el muertovivo. Todos regresaron. Lo cargaron y lo bailaron con más alegría que nunca. Meses más tarde Matías enfermó de gravedad, entonces Dionisio tomando el control del abundante patrimonio, mandó a construir una iglesia para que el pueblo entrara completo en ella a despedir a Matías cuando diera el último respiro. En cada uno de los cinco bares construyó, una escuela, un dispensario, un cine, una biblioteca y una prefectura con su prefecto. En el resto de las cantinas surgieron abastos, un consejo municipal, una casa parroquial para el cura que fue desde Carúpano. Inmediatamente La Concha se convirtió en un verdadero remanso. Todo el que iba preguntaba a los vecinos cómo había ocurrido el milagro de La Concha, todos dicen orondos, gracias a Nicholamuerte.



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EL VUELO DEL BÚHO - Lluvia de la noche larga

Juan José Prieto Lárez

Donde está hoy el cementerio de La Asunción, también lo estuvo antes. Sin lápidas, sin nombres, sin fecha. Solo promontorios de tierra cubría el cuerpo de los muertos, que los animales deshacían hasta perderse cualquier signo de enterramiento. Una cruz de yaque era el enganche con la eternidad. El domingo 15 de junio de 1890 no amaneció en La asunción. La noche siguió de largo como si le hubieran vendado los ojos al sol. Todos salieron de sus casas porque las horas parecieron infinitas, el miedo estaba plasmado en una mudez atónita. Nadie azuzaba una premoción temeraria, porque a veces los temores se convierten en realidad. La única persona en contentarse de tan lánguida noche fue Brigida Ogarte, la razón fue que su flor, bella de noche, se mantenía abierta en su máximo esplendor, su perfume impregnando el arrebato entusiasta. Ella daba gracias a las ánimas del purgatorio.

Los gallos y gallinas estaban a punto de estallar de aburrimiento por el largo tiempo de estar encaramadas en las matas, padeciendo la ausencia del oleaje solar. Las agujas del reloj de la catedral continuaron su andanza con sutil indiferencia. No había luna nueva, ni luna llena, ninguna luna clavada en aquel espectro mitológico. No fue suficiente la inquietud desparramada en las fatigadas ojeras, sino que en lo sucesivo, el desgaste emocional haría mella sintiendo desgranarse su humanidad. El destello de un relámpago  atravesó los parpados herméticos, así supieron que junto al trueno caería la maldición. Fue una pesadilla colectiva. Como un tropel de caballos al galope, montados por el naufragio hacia la nada, un trueno sacudió las caras mustias como pañuelos mensajeros. Por si servía de algo, se abrazaron todos. Todos escuchaban sus corazones irisados. Si  llovía era un milagro después de ocho años, pero la tierra no despedía su aroma de canto mojado. Cuando el sueño quiso fundirlos nuevamente, llovió. Lo que llovió fueron huesos.

Las calaveras se despedazaban, los dientes se desgajaban de las mandíbulas buscando enterrarse, los dedos lucían aros de oro, los pechos medallones con piedras preciosas, algunas manos se buscaban y entrelazaban al encontrarse. Fue un breve delirio, aunque bastó para que alguien gritara: ¡vamos al cementerio, vamos al cementerio! Cuando llegaron todas las fosas estaban descubiertas, vacías, el descanso, por alguna razón, se había interrumpido. Entonces comenzaron a recoger toda la osamenta y colocarla otra vez en sus sepulturas. Los curas y monjas no dieron tregua a los responsos, a las misas continuas, a las plegarias para que de nuevo fueran acogidos sus seres queridos en el reino de Dios. Toda el agua fue bendita y humedecidos los hoyos para impedir de nuevo el escape exánime. Amaneció treinta días después. Aquella flor perdió su encanto.



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EL VUELO DEL BÚHO - Gabo si tiene quien le escriba

Juan José Prieto Lárez

No recuerdo cómo me enteré. Lo cierto es que en diciembre de 1998, me fui a Cartagena de Indias, a unos talleres sobre edición de textos. La clase magistral estaría a cargo de Gabriel García Márquez, el gran Gabo. En compañía de colegas nos aventuramos a recibir las lecciones del Premio Nobel de Literatura. El creador de ese otro universo que es Macondo. Toda América Latina estaba representada por innumerables periodistas, escritores y curiosos que iban más por la rareza de la presencia de Gabo, que por saber cómo escribir en periodismo.



Llegó el día. Desde muy temprano el Centro de Convenciones se convirtió en una inmensa sala de redacción, la noticia era el genio de Aracataca. Aunque todo aquello era predecible a suceder, había que buscar la forma de acercarse a él a como diera lugar, lo contrario sería tenerlo a muchas butacas de distancia. Un amigo y yo averiguamos dónde queda su casa en la cartagenera ciudad amurallada. En lugar de irnos a reservar un disputado asiento, preferimos montarle “cacería”. Yo en la puerta principal, mi amigo por la trasera. El cerco no podía fallar. Teléfono en mano todo movimiento era reportado como alerta, aunque no estábamos solos, había tantas cámaras que parecía más bien un pelotón de fusilamiento. Teníamos cubierta toda posibilidad de “escape”. Cerca de las ocho de la mañana recibo el parte que abren el portillo trasero y un señor todo de blanco, y sombrero beige panameño, acompañado de otros dos, salen de prisa y se internan en callejoncito empedrado, adornado de balcones con maticas de trinitaria amarillas. Era la vía más expedita para llegar a pie al lugar de la cita sin ser abordado por un enjambre de periodistas.

No los seguimos, sino que fuimos directo al lugar del destino del particular perseguido. Allí nos la ingeniamos hasta llegar a una segunda planta donde se ubican las oficinas del recinto. Teníamos la certeza que al llegar pasaría a saludar al personal que allí labora. Llegó por el sótano. Nuestro plan estaba en marcha. Nos apostamos en frente del ascensor sin hacer caso a su llegada. Sentimos que nos miró pensando “aquí están los sabuesos”. Ni nos inmutamos. Pasados unos diez minutos. Salió  Gabo con su disminuida custodia. Llamaron el ascensor, allí aprovechamos de unirnos al grupo. Una vez dentro le digo a mi acompañante: “entrevistaremos al resto de los participantes, Gabo ya lo ha dicho todo”. Se abre de nuevo el ascensor y al salir siento que una mano se aferra a mi brazo izquierdo. “Oí lo que dijiste, si me entrevistas, cómo titularías”, “No morimos en soledad”, le dije. “Me gusta”, ripostó, “aunque sé que lo acabas de pensar, por eso te daré una corta entrevista, porque a los dos nos apasiona inventar”. “Gracias Gabo, por todo lo que nos diste”. Este relato es un invento.  


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EL VUELO DEL BÚHO - Cuando Tomás Cazorla quiso ser mexicano

Juan José Prieto Lárez

    Sentado en el umbral de sus sueños, Tomás Cazorla puso pie en el zócalo de la capital mexicana. De allí partió a los cuatro puntos de los vientos en busca de aventuras, como los grandes rancheros de Monterrey, Jalisco, Tijuana, Taxco y la gran cortina divisoria con tierras norteñas. Así los veía en las películas mexicanas que proyectaban los domingos vespertinos en el cine La Asunción, de Félix Silva.

Aprendió a bailar como Resortes, hizo morisquetas tintaneras y de Cantinfla, el abolengo lingüístico, arrastrando gracia y ocurrencias. Usaba un pistolón juguetón como Jorge Negrete, y se internaba en el Cerro #2 cantando a lo Miguel Aceves Mejías, se pensaba el más aguerrido charro de Sonora. Caminaba erguido, anchando los brazos, como viviendo un permanente duelo contra nadie.

Irremediablemente lo agarró la adolescencia. A los diecisiete años comenzó a vivir otro de sus sueños, hacerse artista plástico, y escogió la cerámica como portento de sus habilidades manuales. La Escuela Pedro Ángel González, sería la plataforma para alzarse unos años luego, como el mejor ceramista neoespartano, y entre los mejores de todo el país. Quizás el candor de los arenales chicanos lo inspiraron sin darse cuenta que de alguna manera tenía que ser manito.

Encausado en sus serios propósitos de enseñar, llega a la Escuela el profesor Vicente Alvarado Padilla, mexicanito puro, de Jalisco y ceramista. Tomás se dijo; demasiada coincidencia, ahora sí es verdad. Con este profesor Tomás aprendió nuevas técnicas para la doma del barro, pero sobre todo alimentó su pasión por la tierra del chile y el tequila, luego no había mata de chirel que se le pusiera en frente.

A tan corta edad fue el alumno más aventajado de Padilla, dicho por propio Padilla. Tanto, que lo convirtió en su asistente, así devengó sus primeros cobres; cinco bolívares a la semana. Lo suficiente para estrenar los filmes aztecas. Llegaba de primero y se iba de último, acompañaba al profe a quemar las piezas, a leña. Regresaba a media noche a su Buenos Aires querido, los de La Asunción, en su bicicleta Benotto. En esas tenidas laborales-culturales se aprendió muchos corridos, con  Padilla charrasqueando su vieja guitarra, mientras la candela hacía lo suyo. Al tanto de un tiempo, ya supo que Tomás sería una promesa de peso en las artes de fuego, por lo que pensó en llevárselo a Jalisco. Pero había que dar un paso difícil, decírselo a su abuela, María del Carmen.

Tomás rogaba a todos los santos que su abuela dijera que sí, que Dios le iluminara el juicio, y él poder viajar a aquella tierra de sus sueños.

-Señora María quisiera que Tomás se viniera conmigo a México a estudiar, no se preocupe que no le faltará nada, solo va a estudiar.
-Pa’ México? No mijo, déjeme mi muchacho aquí, además yo he visto en las películas cómo matan allá a la gente, y a los muchachitos le disparan a los pies. Olvídense de eso usted y Tomás.

Aquel umbral nunca más estuvo a disposición de soñar a ser mexicano. Ya jubilado y con la gloria de ser un maestro con todos los honores muy pocas veces apretuja la arcilla, y de cuando en cuando entona: México lindo y querido…



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EL VUELO DEL BÚHO - Se ha escapado la voz

Juan José Prieto Lárez

Para el despacho de la crónica de hoy, tenía prevista otra historia. Estaba abocetada, el andamiaje que voy construyendo durante la semana, estaba a punto de fraguado, a decir de la mezcla de los elementos. Pero el jueves pasado a las cinco y media de la mañana, surgió lo imprevisto: Cucho Berbín había muerto. La estocada fue profunda, tanto, que un temblor terminó de sacudirme la soñarrera. La memoria, con tan sorpresivo detonante se afincó en el recuerdo de mi mamá. A Cucho La Asunción lo vivía todos los días, con su andar plantado en el lomo de un bastón, una cachucha lo retrataba como viejo sonero, sus bluyines cortos dejaban ver la torpeza amaestrada de sus otoñales rodillas, y eso sí, los labios ceñudos silbando, silbando, a toda hora, día tras día silbando, era su manía para estar contento, sin bufonadas, sino con afinada prestancia.

Por allá por los setentas, siendo yo un niño y La Asunción alcanzaba el rango de cuna de músicos, la Orquesta Ritmo del Caribe daba el palo en cuanta fiesta se programara en la isla y también en tierra firme. Cucho ya era la voz. Todos aupaban a aquel muchacho blanco y picaresco que hacía mecer las parejas con su tono nato de juglar caribeño. Las letras pegajosas de los mejores boleros mexicanos y portorriqueños le otorgaron el beneplácito de mejor intérprete de boleros en el disputado ambiente tutelar de la rumba. Muchacho al fin, no asistía a estas veladas imponentes de música fresca, hallando lugar en los primerizos amoríos. Cuando el Colegio de Médicos, a dos cuadras de mi casa, inició su época de oro, el escuchar la mejor música era el cielo. Así supe cuánto le gustaba a mi mamá aquella vieja pieza titulada Vieja luna, de Orlando de la Rosa. Cantada por Cucho era la compañía que la ciudad esperaba con ansias para conciliar el sueño propicio. Ella esperaba esa canción. Por la mañana su tarareo era la excusa de la evocación. Jamás, menos a estas alturas, olvidaré la letra tan decisiva: quiero escaparme con la vieja luna/en el momento en que la noche muere.

Ya creciditos y con la anuencia para los debutantes tragos, si no éramos invitados a tal fiesta nos sentábamos en la Plaza Mataíllas entregados al disfrute clandestino. Así nos aprendíamos las canciones que luego rendíamos al pie de alguna ventana de la elegida, no podía faltar Vieja luna y Quisiera, del maestro Augusto Fermín. Quizás con la timidez de emprender viaje Cucho esperó a que apareciera su vieja luna, aprovechando el silencio que hacía guardar su voz. Las madrugadas seguirán siendo las mañanas de la adversidad, como dice la canción.



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EL VUELO DEL BÚHO - Qué camisón tan blanco

Juan José Prieto Lárez

Siempre se dijo en Margarita que músicos y cantantes son de La Asunción. Lo cierto es que los asuntinos amamos la música, hombres y mujeres andamos siempre cantando, silbando, tarareando alguna melodía. Hasta hace poco las madrugadas tenían el motivo intrínseco de la música y el galanteo, las asuntinas dormían pendientes del acorde de una guitarra a altas horas, dejando escurrir una melódica poesía hecha canción. Las calles lucían presentables tal cual fuera un escenario para un espectacular recital. Una serenata dejaba desnudo al pretendiente de la muchacha, si éste no cantaba se colocaba al lado del dueño de la voz con algún instrumento, por lo general unas diminutas maracas acompañando el bolero declaratorio del amor que se sentía por ella. Una rosa pintada de azul, era motivo infaltable en el sublime repertorio. Las vecinas dormían plácidamente esperando algún día la propuesta amorosa a través de la música.

Un particular recuerdo tengo yo con la musicalidad asuntina. Siendo un niño escuché a mi madre cantar: “qué camisón tan blanco, tan blanco tan blanco”, extrañado por tan sincopado ritmo le pregunté el origen de aquellas notas que repetía una y otra vez. Recuerdo que era domingo, ya les diré porqué. Entonces me dijo espera que toquen segundo para misa y sabrás y te aprenderás esta melodía que jamás olvidarás porque en una iglesia siempre habrá campanas, y cuando estas llamen a misa recordarás este día.

            Así lo hice, esperar. Arrimé a la enramada una silleta cerca de la cocina, tenía de frente, por encima de una mata de catuche, el campanario de la iglesia Era la tarde de ese domingo, a las cinco y media observé la figura enflaquecida  de Fidel, el campanero tomar las cabuyas del badajo entre sus manos y comenzar una danza en justa consonancia con el sonido desprendido de la copa de bronce remoto, tomada con la fuerza hercúlea del jubo. A las seis era el último llamado y comenzaba la misa. Siempre los domingos.

Ahí estaba de nuevo mi mamá: “qué camisón tan blanco, tan blanco tan blanco”, entonces me dijo, “oye las campanas y canta al ritmo de ellas”, tenía razón, y la ciudad adquiría un semblante enmarcado de fe, ese patrimonio que llevamos y que Dios nos lo bendice a diario. Nunca más se me olvido aquella letra, aprendida por sus abuelos quienes la trasmitieron a todas las generaciones siguientes. Luego vinieron los cantos enseñados por el padre Agustín con un órgano de tubos que solo él tocaba, de esta manera mi generación se ató al sentimiento musical de La Asunción.

Cuando comenzaron nuestras andanzas en las plazas de Bolívar y Luisa Cáceres se inició la cultura musical propiamente dicha con las interpretaciones de la Banda “Francisco Esteban Gómez”, teniendo como director al maestro Augusto Fermín. También teníamos, y aun tenemos, los paseos de música para celebrar el santoral que reconoce la Santa Iglesia Católica. De allí vienen nuestros músicos de antes. Los de ahora, nuestros hijos, vienen del Sistema de Orquesta Juvenil e Infantil que es ejemplo mundial.

Dedico este sencillo texto al maestro Johnny Escobar Figueroa, el talento musical margariteño con mayor proyección nacional, quien se nos fue demasiado pronto. Lo recordaremos cada vez que unas campanas repiquen en la iglesia más lejana. A su esposa, hijos, familiares y amigos nuestras palabras de aliento por tan inesperado adiós.



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EL VUELO DEL BÚHO - Paz que llegó de lejos

Juan José Prieto Lárez

La calle donde vivo se llamó Fraternidad, también Guarapotú, aquí mismo en La Asunción. Por allá por los años treinta surgió la espeluznante idea de nombrarla: Calle el Diablo. Hubo una razón esgrimida para tan infernal decisión. Los vecinos se la pasaban en una sola pelea, a veces verbal que terminaban a coñazo limpio, ya fuera entre hombres o entre mujeres, el género no era piedra de tranca, ya fuera por cuestiones limítrofes entre anchurosos patios, o la depredadora acción de cochinos y gallinas que se pasaban de la raya. Lo cierto es que entre líneas de cardones y yaguareyes siempre hubo una disputa a flor de lenguas y puños y estirones de cabello. Injustamente fue un conglomerado atacado por las lenguas viperinas. En el viejo mercado la comidilla era alguna trifulca en la terrosa franja de pocas casas pero con mucha gente. Los curas de turno no se atrevían a tomar alguna medida desde el púlpito. Solo lanzaban indirectas a que acudieran a misa para pedir por el alma del prójimo y limpiar la suya de tanta impiedad. Los de aquella calle preferían cuidar de su territorio.

Las autoridades locales solo se transaban en acomodamientos de composturas familiares para evitar males mayores. Para el resto de los habitantes los días seguían siendo previsibles, cercados por la insaciable tortura del escándalo. El ritmo de las veinticuatro horas era constante. Las madrugadas eran perforadas por un griterío ahogado en alcohol, los fines de semana el tono aumentaba hasta la altura del hartazgo, la vigilia en pelotas y el descaro una suerte de fantasma habitando hamacas y chinchorros.

Parecía no haber salida, solo la el tiempo permitiendo el aguante individual. La costumbre se dispuso como una mecha de cañón listo para el desafío en cualquier momento. Nada funcionaba a excepción del cansancio, gargantas carrasposas con el argumento de empezar otra vez. El resto de los asuntinos repetía no hay nombre mejor puesto en estas calles de Dios. No sé si sería por las incesantes oraciones, que un día se apareció un joven cura llamado Agustín María Costa Serra, venía de por allá, de aquella España más antigua. No sospechaba este emisario del Altísimo que el mismísimo Diablo era un vecino muy cercano moraba en la misma calle destinada para su misión pastoral. La primera confesión que llegó felizmente a sus oídos fue esa: ¡padre usted vive en la Calle el Diablo! Es fácil adivinar la inmediata señal de la Cruz y un ¡Ave María purísima! Los espasmos recorrieron  su enjuta humanidad. Ese domingo desde el estrado lanzó los primeros dardos contra la herejía implantada. Los domingos siguientes los dedicó a conversar con sus vecinos. De seguidas propuso que en lo sucesivo esa calle llevaría el nombre de Virgen del Carmen. A partir de ese día glorioso, la paz reinó en esa comunidad. Creo ser el único en recordar ese pasado irreligioso cuando apunto: saludos desde la Calle el Diablo.



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EL VUELO DEL BÚHO - Aun se reclama justicia

Juan José Prieto Lárez

            Ante el duro golpe asestado por la desaparición física del Comandante Hugo Chávez, cada cual que guardara un episodio trascendente de la vida política nacional acudió a él. Es que la memoria tiene recursos que se agigantan y avivan mecanismos que nos permiten dilucidar estrechos vínculos atesorados que cobran vida y hacen entender el compromiso de ser un patriota. Gracias a los avances tecnológicos podemos recuperar información que hace cuarenta años desaparecieron físicamente en el devenir del tiempo, de ese ajetreo cotidiano que va relegando al olvido tantos papeles que de un momento a otro cobran vida por alguna circunstancia. Hace unos años, por mi afición a la música, preservé algunos discos de vinilo como recato a la memoria musical nuestra y universal. En ese momento pude leer una dedicatoria en la contraportada de un LP del cantante norteamericano Andy Williams con el siguiente título: “Moon River and other great movie themes”, mi fatal inglés me hace presumir que son temas de películas reconocidas. Dice la nota:
“Para ti Maruja de un amigo”
  Rafael Bottini
Maruja es una de mis hermanas y el firmante es el mismo Rafael Bottini Marín que fuera asesinado junto a Ramón Antonio Alvárez , el comandante Rúben,  por los esbirros de la Disip comandados por el “Inspector Basilio”, quien no era otro que el asesino llamado Luis Posada Carriles, el mismo que hizo volar el avión de Cubana de Aviación. Fue el 2 de junio de 1972 en el gobierno de Rafael Caldera, cuando luego de haber sido secuestrado el “Rey de la hojalata”, el industrial Domínguez por un comando de la FALN, en sendos allanamientos a sus residencias los secuestran torturan y bajo fuerte sedación los meten en una carro y lo estacionan en las inmediaciones de la casa del industrial en la urbanización El Paraíso en Caracas, allí mismo ante las cámaras de televisión y una docena de periodistas son acribillados y colocadas armas de fuego entre sus ropas con la finalidad de simular un enfrentamiento.

Siendo yo muy pequeño conocí a Rafael y a su hermano Federico por que venían mucho a Margarita y se hospedaban en la casa de Nené Prieto y Aura su esposa, justo al lado de la bodega “El Almendrón”, comadre de su mamá Elba Marín, quien fuera la otrora dueña de la actual Residencia de Gobernadores ubicada en La Asunción. Sobre todo Rafael se hizo amigo de mi papá, dueño de la bodega, y mis hermanas y hermanos, muchas veces desayunaba en mi casa, de paso, es la única persona que he visto en vida comerse un huevo frito con limón, y así todo lo que comía.

Antes de escribir este relató conversé con mi hermana Maruja para que me aportara algún otro dato sobre el camarada personaje, recordó guardar aun dos libros que él le regalara aunque sin su firma: “Madre”, de Máximo Gorki y “Así se templó el acero”, de Nikolai  Ostrovski.

Así como se recuerdan sucesos recientes hay unos pasados como el relatado que sugiere de respuestas urgentes y los asesinos pagar por sus atrocidades, la memoria colectiva reclama justicia.



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