Mientras perdure
la noche
Juan
José Prieto Lárez*
Cuando se hizo el
milagro de la luz eléctrica en Margarita, un respiro de consuelo recorrió el
más humilde de los rincones. Una contentura colectiva que duraba pocas horas,
mientras algunos quehaceres domésticos eran posibles gracias al dinamismo que
viajaba por aquellos finos hilos, que parecían más bien venas en las paredes de
bahareque enmudecidas en blanco de cal. Algunos postes sembrados en la tierra
cobriza desplegaban desde su altura el halo amarillento que envolvía el tizne
de las nuevas noches, las mismas calles con tunales en franca guardia contra
cualquier intruso que quisiera tantear en patio ajeno.
Había tanto silencio en
la Margarita de entonces que solo se escuchaba el gorgoreo de otoñales plantas
que daban origen al resuello brillantino. En La Asunción, Basilio Hernández
tenía el poderío de iluminar, de rociar con soberbio brillo la incauta
oscuridad. La contemplación luminosa fue una tregua que pronto se amoldaría a
noches y madrugadas angustiosas. Por aquellos días de penurias los cuentos de
aparecidos invadía la paz interior, apretando el pánico contra las ganas de
sueño. Azuzaba los sentidos, agitando el cuerpo en las protuberancias de las
pesadillas, el zumbido del miedo, las llagas del muerto recién. Las horas eran
un látigo inconforme, en el friso de los párpados, convertidos en testarudos
carcelarios con espinas en los pies entumecidos.
Todo sucedía cuando el
corazón de aquellos monstruos alimentados con gasoil dejaba de latir. La
Asunción se convertía en una vasija desenterrada de siglos corroídos por almas
en pena. Todo ruido era algo. Cada sombra alguien. La luna siempre lucía un
rostro mancillado, como un trazo olvidado en un lienzo. Así se fueron fraguando
cuentos como el del cura sin cabeza que salía en callejón de Franzo Aguilera
con un cabodevela entre sus manos. La chinigua dominando su territorio desde el
Otro del río hasta Cocheima. El guerrero gigantón que bajaba por Cantarrana en
su caballo más grande aun arrastrando pesadas cadenas, decían que era el tirano
Aguirre buscando matar, jamás dejó un rastro. En El Copey la llorona con su
llanto desconsolado por su muchachito muerto. Pero el más original de los
espantos fue el encapotao, que abandonaba su hogar para hundirse en la cama
vecina hasta los primeros efluvios del alba. A pocos meses nacía un niño o niña
sin conocerse su legal concepción. Los vientres sin marido eran comunes en
tiempos de oscurana. Cuando la electricidad se hizo costumbre se acabó la
sinvergüenzura, en conclusión, todo fue un invento para que nadie dejara sus
casas y así la infidelidad daba rienda suelta a cuernos con amores
clandestinos.
*Periodista
elblogdepey.blogspot.com
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