Hijos de la Lluvia
(Cuento)
Texto: juan José Prieto Lárez*
Un bulevar
bordea la playa. Salpicado del agua fría y salada comprometida con un paisaje
que incluye la existencia embrollada de arbustos anímicamente delicados,
luciendo penachos que parecieran haber renunciado a su condición de vida
hermoseada por la incredulidad terrena de alimentarse de salitre. La arena,
aunque gruesa se torna inquieta bajo el permanente asedio ventisco que la
obliga a convertirse en pájaro minúsculo deslizándose celosamente en diferentes
direcciones, construyendo bancos areniscos que volverán a dispersarse.
El día destacaba
propicio para una cita agradable en familia, con amigos. Ese día hizo sospechar
que nada cambiaría. Todo estaba atado a una perfecta sincronía y esa
prolongación no aceptaba intromisiones irreconocibles que lo amenazaran. Los
niños jugueteando en la arena, otros convertían el arenal en mayúsculos
castillos, los adolescentes no cesaban de golpear una diminuta pelota, cada uno
con una raqueta de madera. En una imaginaria cancha un balón se mueve de un
lado a otro mientras es chutado con los desnudos pies. Adultos obsesivos reposaban
echados a sillas extensivas para que el sol les achicharrara el pellejo, muy a
pesar de la manteca untada para protegerse. Unos pocos sentados a orillas del
rompeolas se enfrentaban cual jurado, a las informaciones aparecidas en diarios
locales o nacionales, debajo de sombrillas multicolores compendiaban las
páginas de un libro ameno como conexión relajante.
Yo caminaba
observando aquella pasividad extendida a todo lo largo del bulevar y su paisaje
humano y marino. Caras representando diferentes estadios dispuestos a la
distracción, logrando disipar abstracciones para concretar una fanática suma de
seducciones confesables a los ojos de todos. Las barcazas, deliberadamente
florecían y multiplicaban perspectivas perfectas de una ciudadela lúcida, caracterizada
en espejos de colores, preferiblemente de todos los colores, aflorando balcones
custodios de una muy original motivación coleccionable a toda su luz. Continuos
restaurantes se orillan luciendo de filiales a la narración visual, incluyendo
sus propietarios, afectivamente complacidos de la asistencia profusa de
comensales. Los meseros y sus sonrisas eran el marco de un retrato justificado
con atuendos felices, sin la tachadura del desaire. La noción folclórica no
requería disfraz alguno, sino más bien el contrapunto de voces infantiles
ofertando empanadas. Todo un contenido cultural marcado por la disciplina de
manos artísticas haciendo descubrir la orgía gastronómica más popular de esta
maravilla de tierra. Con mi cámara fotográfica acusaba estas costumbres
inspiradas por el elemento establecido antes los ojos infinitos del universo:
el mar. Todo él era el rango de desenvolvimiento de creencias y valores
cifrados en la sencillez para encararlas. Más y más fotos me hacían acudir a
matices realmente impregnados de una estelar forma de vida.
A las dos y
media de la tarde comenzó una llovizna pertinaz. Yo me refugié debajo de una
ancha cornisa, pero al poco rato fui invadido por ráfagas de aguaviento, escapando
desconcertado hacia un improvisado refugio ofrecido por el levadizo costado de
un quiosco de pepsicola. El natural enojo fue tal que me impidió la visión. El
cielo fue perdiendo su intencional clarito y fomentó una ilustración opaca. La
brisa, aquella de mordidas impetuosas, de atuendos arenosos se tornó
indisciplinada. Los bañistas sometidos a una aventura de soberbios latigazos
cultivándose un desorden equivalente a estampida. Cada quien buscó ponerse a
salvo de esta circunstancia primitiva sin tener certeza del fin, algunas
sombrillas fueron arrastradas hasta el mar flotando de barriga, algunas toallas
volaban como aves extendiéndose por aquel patrimonio caritativo. Por lo
acaecido, así de repente, el éxodo no se hizo esperar, todas las intenciones
primeras de recogimiento dominguero se esfumaron ante la fenomenal visión, todo
parecía estar dentro de una funda agrisada sin posibilidad lumínica a corto
plazo.
El bulevar cedió
a las fuerzas del mar de leva, dejando a
su merced el entramado esqueleto de cabillas y la mezcolanza de concreto y piedras.
Los truenos y relámpagos terminaron de
empastelar la confusión de la proverbial arrogancia telúrica. Desvié mis pasos
para enfilarme por el centro del bulevar bajo el torrencial aguacero, pero no
había nadie, ni sombras desentendidas moviéndose hacia alguna trinchera. En un
dos por tres todo se apaciguó, el ambiente se hizo explícito, el parentesco
fantasmal cambió de parecer permitiendo que la historia volviera a su curso,
quedó íngrimo. Vista la situación busqué acomodo, aun con previsión, primero en
el amplio porche de un restaurante, y mi sorpresa fue mayor cuando noté que no
había un alma allí, las comidas servidas humeaban ante sillas vacías, los vasos
resumían su gélido contenido. En el espaldar de las sillas descansaban las
toallas húmedas de agua salada y de lluvia. No obstante, frente a la inmensa
interrogante que se cernía sobre mí, tuve la osadía de hacer algunas fotos
explorando el enigma representado por la desaparición de toda propuesta humana,
excepto yo. No sé por cuál razón.
Confieso que
estaba estupefacto, atemorizado quizás sea la palabra indicada. De existir
alguna definición a tal espectáculo se quedaría corta, no había manera de
convencerme a mí mismo la superación de este trauma buñuelesco. Salí del sitio
con toda la prisa que mis pies pudieran proporcionarme, sentía el corazón en la
garganta abriendo paso para salirse. Entré a una casa cuya familia me era
conocida, solo en busca de alguien con quien conversar todo aquello, yo estaba
empapado hasta el tuétano, mi cuerpo mismo era un río, solo la cámara estaba a
buen resguardo por su impermeable estuche. En la vivienda sucedía lo mismo que
en el restaurante. Exactamente igual. Sentí mi estómago achicarse reconociendo
el socavamiento que produce el miedo. Hice otras fotos.
Recuerdo que
caminé bastante hasta hallar un libre que me llevara hasta mi casa. Me di
cuenta a lo largo del trayecto que el pavimento estaba seco, sin señal de haber
recibido una gota de agua. Luego de haberle dicho al chofer hacia dónde
dirigirse entré en un aletargamiento inusual tal vez producto del cansancio.
Una vez enfrente de mi casa me despertaron los ladridos perrunos, cosa que
sucede cuando algún vehículo se estaciona justo allí. Cuando busqué el dinero
para cancelar mi ropa se había escurrido sin dejar rastros del remojón. Mi
expectación era inocultable en un torbellino de implacable misterio.
Fui de inmediato a mi estudio, sugerí el
protocolo tecnológico entre mi ordenador y la cámara fotográfica, toda una
metodología práctica y muy rápida, a mí me pareció un siglo que aquella empatía
técnica se cumpliera a cabalidad, la ansiedad censuró cualquier relación con mi
entorno familiar entregado al dominio televisivo. Solo estábamos yo y mis
sudores asombrosamente implicados en una sugestiva espera digital. En las fotos
aparecía el aquietado mar azul en compañía de barcos pintorescos, un indistinto
bulevar colmado de transeúntes inmóvil. En las tomas del restaurante y la
vivienda cada cual en su puesto, cada quien haciendo lo propio. Nadie miró a la
cámara.
*Periodista
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