lunes, 3 de noviembre de 2014

Fiesta de Luto - Cuento

Fiesta de Luto
(Cuento)


Texto: Juan José Prieto Lárez*


El aroma de los montes se  perdió. Las casas no lucieron los racimos de frutas salvajes, ni el entretejido de las hojas de coco para vestir cada puerta de cada casa en El Copey. Una fatídica decisión amenazó con desaparecer, quizás el mejor velorio de Cruz más concurrido, y colorido de toda Margarita, siendo la única razón: siempre hay un muerto para esas fechas. El último fin de semana de todos los agosto, la Santa Cruz tiene su fiesta.


Es una sola calle, larga, caminado junto al río cumpliendo el compromiso de guarecer sus aguas cuando se torna caudaloso por las lluvias en la cumbre. El monte crece desprevenido, resguardado a la sombra de cocales alzados como jirafas encopetadas bebiendo agua de las nubes. La cal es historia en las mejillas del bahareque puyado con caña brava parapetando el apuntalamiento a las añejas paredes que descubrieron hace poco la quimiquezca pintura de muchos colores. Ahora lucen perchas alegres dando vida al desfile hogareño jugando a ser telón de naturales adornos traídos de las fértiles huertas.


Un veintinueve por la noche, viernes, según el invariable programa, destaca bailes populares protagonizados por grupos musicales de la región, siempre un trabuco, que permita el milagro de a cosquillar los pies a todo el que pise ese renglón de tierra ladeado por una ofídica tubería transportando agua desde la montaña hasta el dique asuntino. La huerta de Filiberto Subero, al lado de la batea que da paso al cauce, recibe ese vendaval musical convirtiendo a los bailadores en sudorosos danzantes. Orillado al río está el Bar de Lucía, templo de la cerveza fría y el baile raspaebilla, consistente en solo mantener en movimiento la cintura de un lado a otro. Ella, Lucía, con rostro moreno surcado de rayas llevando la cuenta de sus años, mirando con sigilo a cada quien, bondadosa y entusiasta contrataba otro conjunto rítmicamente opuesto al de la competencia, además tenía una rokola donde anidaban las mejores voces del bolero, la ranchera y las baladas de oro del cancionero latinoamericano. Pamasñapa, el bar estaba abierto todo el año, eso era una gran ventaja porque atrapaba una clientela numerosísima. Algunos quiscos eran preferidos por quienes disfrutaban más de la conversación y salutación de los llegados de otros lugares de Margarita. O preferían acercarse a las mesas de envite y azar.


El sábado, aun la resaca vivita late en la aturdida cabeza de los amanecidos delirando por un suculento sancocho de gallina criolla en la huerta de Chabola, que los repotencien, después un respectivo baño en las posas frente a Toño Botella o Frank “El Yare” o en la batea de Sicodélico, refrescando el embeleso etílico. A las tres de la tarde se da inicio a las carreras de los ramos, allí los jinetes en elegantes caballos demuestran sus habilidades arrebatando ramos de flores colgados a una cuerda anudada en los extremos. Se inspiran en las lindas muchachas a las que les dedican los  aromados trofeos. El que más agarre gana y recibe una presea dorada.   En la noche a partir de las siete, la actividad central es el canto de galerón con los más afamados galillos del emblemático canto oriental. Comienzan los cantadores, un grito de guerra precede a la improvisada décima saludando a la santa Cruz, es la primera ronda, luego un poco de historia va animando el recital, comienzan los aplausos por quien mejor remate la estrofa, los contrincantes  murmuran para sí la composición en trámite creativo, la buena memoria es imprescindible al momento de pararse ante el micrófono porque debe declamar los diez versos previamente planeado, avanzando la noche el pique se torna personal surgiendo picarescas contestaciones mientras el público pareciera no agotar las palmadas aupando a su favorito, en la joven madrugada se decreta al ganador.  El domingo por la tarde, aun con el canto atrapado en los oídos acude la multitud a la quema de la vaca y el vapor. Se acerca la despedida, la magia va perdiendo el encanto que logra reunirnos todos los años, esa noche de la despedida comienza la cuenta regresiva para el venidero año. Por el medio de la calle desde la plazoleta, donde también está la enramada donde se expone la cruz, casi llegando a la bodega de Fidel estas simbólicas imágenes disparan sus petardos en todas las direcciones. El gusto está en esconderse entre las casas o el gentío mismo para evitar alguna quemadura. La nostalgia gana terreno y el recogimiento se hace en silencio como si nadie quisiera irse a su casa.


Todo esto debió ocurrir exactamente igual  por allá por los setenta, cuando todo estaba dispuesto para el velorio. Ese viernes 27 muere Lucía. Y comienza el dilema entre los organizadores hay o no fiesta. En el rezo de cuerpo presente la incertidumbre reinaba en torno a la realización de éstas, los organizadores tomarían una decisión, si se quiere drástica por lo apremiante de los acontecimientos, luego del entierro. El ritual del velatorio se llevó a cabo sin titubeos, aunque la muerte de Lucía representaba una sensible baja en el telón festivo del remanso copeyero. La incertidumbre dominaba a cada uno de los pobladores, no tan solo a los organizadores. Realizado el enterramiento la junta de las festividades se reúne de manera extraordinaria para tan delicado punto a tratar. Las horas transcurrían, los cantadores llamaban constantemente para asegurar la fecha, así los conjuntos, así todos lo que de alguna manera eran artífices de la romería.


La calle larga de El Copey era de un inédito silencio, una trama con personajes mudos desafiando el consumo de la angustia. No se sabía ni se decía nada. Los miembros de la junta deliberaban cubiertos de imprecisiones, devorando sin remedio la desolación en los anaqueles del convencimiento. Hubo quienes votaban por el aplazamiento, pero encontraron resistencia en quienes presagiaban el fin de los días del velorio, aduciendo que para esas fecha, como mandato de Dios alguien moría, repitiéndose la historia. La voz de Beltrán Brito, en su rol de presidente de las festividades y conocedor como nadie del pueblo de El Copey lanza la propuesta de celebrar el velorio como un homenaje a la finada mujer, ya hecha leyenda inevitable. Validó su argumentación  adjuntando dedicar el  canto de galerón en su nombre como rito funerario para el descanso eterno de su alma, la disculpas sabría Dios entenderlas. La sentencia resonó como un cañonazo aplastando cualquier ejercicio de revuelta inconformidad: todos los años tendrá de celebrarse el velorio, muera quien se muera.


Todos estuvieron de acuerdo, pero había el otro problema; cómo decirla a la gente la coletilla: muera quien se muera. En resumidas cuentas no hubo congregaciones adicionales para tal anuncio. La decisión estaba tomada. Efectivamente la fiesta se plegó a lo pautado, cerveceros, cantadores y grupos musicales se integraron a la farra, la periferia se volcó más entusiasta que nunca al disfrute y ahora muchos copeyeros quisieran morirse en esos días para tener un funeral muy festejado, sea quien sea el muerto.


El cortejo de Lucía convocó los más sublimes sentimientos, para dibujar la impecable compañera que partía con sus flores de contagio amoroso a ese cielo permitido a seres buenos, de dulces redundancias para el peregrinaje etéreo. Los jinetes armados de ramos, como desprendidos poemas repentinos, se preciaron en la cabalgadura soportando el llanto que buscaba acomodo en trompetas y flautines sobrios que dedicaban notas celestiales emblemáticas de adioses resguardados en gratitud y reverencias.  



*Periodista
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