Fiesta de Luto
(Cuento)
Texto:
Juan José Prieto Lárez*
El aroma de los
montes se perdió. Las casas no lucieron
los racimos de frutas salvajes, ni el entretejido de las hojas de coco para
vestir cada puerta de cada casa en El Copey. Una fatídica decisión amenazó con
desaparecer, quizás el mejor velorio de Cruz más concurrido, y colorido de toda
Margarita, siendo la única razón: siempre hay un muerto para esas fechas. El
último fin de semana de todos los agosto, la Santa Cruz tiene su fiesta.
Es una sola
calle, larga, caminado junto al río cumpliendo el compromiso de guarecer sus
aguas cuando se torna caudaloso por las lluvias en la cumbre. El monte crece
desprevenido, resguardado a la sombra de cocales alzados como jirafas
encopetadas bebiendo agua de las nubes. La cal es historia en las mejillas del
bahareque puyado con caña brava parapetando el apuntalamiento a las añejas
paredes que descubrieron hace poco la quimiquezca pintura de muchos colores.
Ahora lucen perchas alegres dando vida al desfile hogareño jugando a ser telón
de naturales adornos traídos de las fértiles huertas.
Un veintinueve
por la noche, viernes, según el invariable programa, destaca bailes populares
protagonizados por grupos musicales de la región, siempre un trabuco, que permita
el milagro de a cosquillar los pies a todo el que pise ese renglón de tierra
ladeado por una ofídica tubería transportando agua desde la montaña hasta el
dique asuntino. La huerta de Filiberto Subero, al lado de la batea que da paso
al cauce, recibe ese vendaval musical convirtiendo a los bailadores en
sudorosos danzantes. Orillado al río está el Bar de Lucía, templo de la cerveza
fría y el baile raspaebilla, consistente en solo mantener en movimiento la
cintura de un lado a otro. Ella, Lucía, con rostro moreno surcado de rayas
llevando la cuenta de sus años, mirando con sigilo a cada quien, bondadosa y
entusiasta contrataba otro conjunto rítmicamente opuesto al de la competencia,
además tenía una rokola donde anidaban las mejores voces del bolero, la ranchera
y las baladas de oro del cancionero latinoamericano. Pamasñapa, el bar estaba
abierto todo el año, eso era una gran ventaja porque atrapaba una clientela
numerosísima. Algunos quiscos eran preferidos por quienes disfrutaban más de la
conversación y salutación de los llegados de otros lugares de Margarita. O
preferían acercarse a las mesas de envite y azar.
El sábado, aun
la resaca vivita late en la aturdida cabeza de los amanecidos delirando por un
suculento sancocho de gallina criolla en la huerta de Chabola, que los
repotencien, después un respectivo baño en las posas frente a Toño Botella o
Frank “El Yare” o en la batea de Sicodélico, refrescando el embeleso etílico. A
las tres de la tarde se da inicio a las carreras de los ramos, allí los jinetes
en elegantes caballos demuestran sus habilidades arrebatando ramos de flores
colgados a una cuerda anudada en los extremos. Se inspiran en las lindas
muchachas a las que les dedican los
aromados trofeos. El que más agarre gana y recibe una presea dorada. En la noche a partir de las siete, la
actividad central es el canto de galerón con los más afamados galillos del
emblemático canto oriental. Comienzan los cantadores, un grito de guerra
precede a la improvisada décima saludando a la santa Cruz, es la primera ronda,
luego un poco de historia va animando el recital, comienzan los aplausos por
quien mejor remate la estrofa, los contrincantes murmuran para sí la composición en trámite
creativo, la buena memoria es imprescindible al momento de pararse ante el
micrófono porque debe declamar los diez versos previamente planeado, avanzando
la noche el pique se torna personal surgiendo picarescas contestaciones
mientras el público pareciera no agotar las palmadas aupando a su favorito, en
la joven madrugada se decreta al ganador.
El domingo por la tarde, aun con el canto atrapado en los oídos acude la
multitud a la quema de la vaca y el vapor. Se acerca la despedida, la magia va
perdiendo el encanto que logra reunirnos todos los años, esa noche de la
despedida comienza la cuenta regresiva para el venidero año. Por el medio de la
calle desde la plazoleta, donde también está la enramada donde se expone la
cruz, casi llegando a la bodega de Fidel estas simbólicas imágenes disparan sus
petardos en todas las direcciones. El gusto está en esconderse entre las casas
o el gentío mismo para evitar alguna quemadura. La nostalgia gana terreno y el
recogimiento se hace en silencio como si nadie quisiera irse a su casa.
Todo esto debió
ocurrir exactamente igual por allá por los
setenta, cuando todo estaba dispuesto para el velorio. Ese viernes 27 muere
Lucía. Y comienza el dilema entre los organizadores hay o no fiesta. En el rezo
de cuerpo presente la incertidumbre reinaba en torno a la realización de éstas,
los organizadores tomarían una decisión, si se quiere drástica por lo
apremiante de los acontecimientos, luego del entierro. El ritual del velatorio
se llevó a cabo sin titubeos, aunque la muerte de Lucía representaba una
sensible baja en el telón festivo del remanso copeyero. La incertidumbre
dominaba a cada uno de los pobladores, no tan solo a los organizadores.
Realizado el enterramiento la junta de las festividades se reúne de manera
extraordinaria para tan delicado punto a tratar. Las horas transcurrían, los
cantadores llamaban constantemente para asegurar la fecha, así los conjuntos,
así todos lo que de alguna manera eran artífices de la romería.
La calle larga
de El Copey era de un inédito silencio, una trama con personajes mudos
desafiando el consumo de la angustia. No se sabía ni se decía nada. Los
miembros de la junta deliberaban cubiertos de imprecisiones, devorando sin
remedio la desolación en los anaqueles del convencimiento. Hubo quienes votaban
por el aplazamiento, pero encontraron resistencia en quienes presagiaban el fin
de los días del velorio, aduciendo que para esas fecha, como mandato de Dios
alguien moría, repitiéndose la historia. La voz de Beltrán Brito, en su rol de
presidente de las festividades y conocedor como nadie del pueblo de El Copey
lanza la propuesta de celebrar el velorio como un homenaje a la finada mujer,
ya hecha leyenda inevitable. Validó su argumentación adjuntando dedicar el canto de galerón en su nombre como rito
funerario para el descanso eterno de su alma, la disculpas sabría Dios
entenderlas. La sentencia resonó como un cañonazo aplastando cualquier
ejercicio de revuelta inconformidad: todos los años tendrá de celebrarse el
velorio, muera quien se muera.
Todos estuvieron
de acuerdo, pero había el otro problema; cómo decirla a la gente la coletilla:
muera quien se muera. En resumidas cuentas no hubo congregaciones adicionales
para tal anuncio. La decisión estaba tomada. Efectivamente la fiesta se plegó a
lo pautado, cerveceros, cantadores y grupos musicales se integraron a la farra,
la periferia se volcó más entusiasta que nunca al disfrute y ahora muchos
copeyeros quisieran morirse en esos días para tener un funeral muy festejado,
sea quien sea el muerto.
El cortejo de
Lucía convocó los más sublimes sentimientos, para dibujar la impecable
compañera que partía con sus flores de contagio amoroso a ese cielo permitido a
seres buenos, de dulces redundancias para el peregrinaje etéreo. Los jinetes
armados de ramos, como desprendidos poemas repentinos, se preciaron en la
cabalgadura soportando el llanto que buscaba acomodo en trompetas y flautines
sobrios que dedicaban notas celestiales emblemáticas de adioses resguardados en
gratitud y reverencias.
*Periodista
QUEDA
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