La mancha del Caballero
Juan
José Prieto Lárez
Lo recuerdo. Arrogante.
Con su traje de arrogante, su montura hipócrita de caballero sobre un corcel de
espejo. Con un rastro insincero sumado a su mano, semejando fidelidad, puesta
en el lado del corazón. Así fue este caballero que recuerdo, porque habitó en
un lugar de este planeta, cuyo nombre no diré. Su historia es triste, no como
la del Quijote bueno que luchó hasta con los fantasmas de su locura. Éste no
supo luchar, su egoísmo fue real y no tan maravilloso. El talento de este
caballero no le sirvió para nada, salvo para dislocar el conglomerado social
con estrategias incómodas donde figuró sólo él como adalid, aun tratándose de
un escenario plural. Él inventó ser un Caballero como los de aquellas
historietas.
Esa actitud ruidosa lo
desencajó de la conciencia colectiva y solo sumó fracasos. Avanzó hacia atrás
por retardatario, dejando al margen la diligencia que debió asumir y no
permitir estragos de la ignorancia. Su vanidad medieval repercutió en amagos de
galería, un ámbito donde se cuelgan aplausos rasantes e intrascendentes. Este
aspirante quijotesco se habituó al piropo desentendido de aduladores trogloditas,
con sólidas intensiones de participar en un carnaval de improvisaciones y
vicios que más adelante se tornarían en violentos hachos de insensatez.
La resignación invadió
a quienes esperaban cambios con vientos favorables de sabiduría, nunca
llegaron. El madero de su lanza era fofo por lo que nunca pudo ajustarse al
corpus de la huella de las ideas. El rostro se hizo musgo para dormir silente,
envuelto en silencio para hacerse lejano al clamor que reclamaba signos altivos
de sapiencia. ¡Oh! caballero perdiste la lucha en el despeñadero de tus manos
donde no brillaron ideas, pero si la fuente oscura de tu incapacidad. Ahora
cojeas por entre los trechos de la vergüenza, a orillas del pantano del olvido,
de ese olvido que dejas por ser inaudito.
Los azotes del tiempo
rondarán tu espada sorda, alzada en la nada por no saberla guiar cuando la
cordura te exigía convicción. Y no fuiste quien debías ser. Para cubrir tu paso
hará falta el arrebato del verso proclamando el vuelo a la montaña donde se
aparecen los sabios que colman el valle con piélagos de razón, y miran de noche
el amanecer en cada comarca porque disipan la niebla invisible con gajos
verdaderos brotados del conocimiento puro. Así termino, yo Sancho, el conjuro
de quien quiso ser Caballero más que Don Quijote. De quién solo deja una mancha
en la planicie, donde aún existen molinos con sus sables de viento.
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