El blanco rojo
Juan
José Prieto Lárez
Han pasado veintiséis
años, y aun cuando se miran las calles pareciera que los cuerpos sin vida
siguen ahí. Tendidos a la noche al día, con un charco de sangre a un costado.
Al paso del tiempo se va distanciando en el almanaque aquel lunes 27 de febrero
de 1989, pero en la memoria se aviva en cada venezolano la crónica
contemporánea más dolida. Fue cuando los cerros caraqueños decidieron mudarse
por un rato a la urbe. Nunca se imaginaron, quienes lo habitaban, que serían
protagonistas de la historia que siguió el rastro de los caídos a causa de las
balas de la República. Una masacre signada por un poder resquebrajado por el
Fondo Monetario Internacional, certificado por Carlos Andrés Pérez, un presidente
frágil ante el reto propuesto a su misma razón política.
Ese lunes a las diez de
la mañana presto yo a cruzar los islotes arbolados del estacionamiento de la
biblioteca central de UCV, el edificio rojo como le decían por aquellos días,
rumbo a tomar el colectivo más usado en la Caracas de entonces: el San Ruperto,
ya que por extrañas razones una atmósfera de tensa calma se apoderó de aulas y
pasillos de la máxima casa de estudios. Decidí irme al centro de la ciudad.
Allí me topé con mi amigo Roberto Ruiz, quien en años siguientes se convirtió
en compadre de sacramento y me dijo abriendo el maletero de su carrito Zephir
amarillo: ¡ no hay clases!. Él culminaba sus estudios de Odontología y estaba
parapetando un local cerca de su casa en Los Rosales que sería su clínica
privada. No supo darme más razones de la ausencia estudiantil. Acompáñame a
Catia a comprar cerámica. Enfilamos por la avenida Victoria hacia Roca Tarpeya,
por el canal contrario no pasaba carro, en las aceras de ambos lados mucha
gente a pie. Encendí el radio que habitualmente, Roberto, como músico lo tenía
sintonizado en Radio Nacional. Busque las noticias. Ya hablaban de la
propagación de los desórdenes que comenzaron en Guarenas muy temprano en la
mañana. Algo está pasando me dijo.
Cuando giramos a la
derecha para enrumbar hacia el Helicoide vimos que un centenar de motos y
patrullas venían en manada por la avenida Nueva Granada, con las luces
encendidas parecía un reguero de candela a pleno sol. Roberto se vio obligado a
saltar la isla, y nos adelantamos para adentrarnos por el Cementerio hasta
llegar a Los Rosales, subimos al bloque # 6 donde él vivía. Nos recibió Nicha,
su mamá, muchachos me hacen el favor y no salgan que Caracas está encendida. Los
canales de televisión daban cuenta de manifestaciones por todas partes, en el
barrio la Cruz que colindaba con El Valle se notaban columnas de humo. Cuando
cayó la noche los saqueos eran inminentes, el negocio de los chinos, una
carnicería, una venta de lotería y un abastico que surtía a los vecinos no
tardaron en ser víctimas del pillaje. Un curioso personaje, Julio Quintana, que
vestía de blanco todos los lunes fue apresado por tres guardias nacionales.
Nosotros, desde la ventana de una de las habitaciones que daba justo a la
calle, escoltamos al grupo hasta que la esquina del pequeño edificio truncó el
seguimiento al celaje níveo, segundos más tarde se escuchó una seguilla de
tiros. Al día siguiente con ojos entumecidos vimos trazos húmedos de rojo repitiéndose
en la calle, en las aceras. Caracas amaneció de muerte.
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