La Bella de los Jardines
(Cuento)
Texto: Juan José
Prieto Lárez*
Era la hembra más bella y hermosa
de la ciudad. Alta, estilizada, elegante, siempre llamando la atención con
accesorios haciendo juego perfecto con sus inigualables atributos naturales.
Era una real hermosura moldeada increíblemente con la maestría del mejor de los
maestros, traduciendo una obra alucinante imposible de calcar.
Codiciada hasta más no poder, su
delicado estereotipo homenajeaba con matices dulces su espectacular puesta en
escena. Cada ademán suyo correspondía a un trazo habilidoso en perspectiva
fulgurante delineando un rostro impecable, influido solo por la belleza, un
pedazo de paraíso expuesto a los ojos insinuantes de los hombres. Cuando digo
de todos los hombres me refiero a todos, sin excepción. Era la musa de todas
las fantasías humanamente imaginables. Solía proclamar una especie de
encantamiento, y ella intuitivamente se ufanaba sonriente de una ingenuidad
convincente y angelical. Los cumplidos se hicieron costumbre, armonizaron coros
destacando atributos corporales prominentes acogidos en telillas sugerentes y
desprejuiciadas, frecuentes guiños picarescos buscando congraciarse con aquel
monumento esculpido sin censura, incubando apetitos despabilados, un mecenazgo
intranquilo por tan apreciada obra
-El mundo para
ti, mi reina.
-El arrullo de
tu voz es cascada de dulzura.
-Solo cuando
estás tú, tengo la vida.
-En tus ojos de
profundo brillo busco caminos.
-Tus labios como
frutas hacen de tu boca una fortuna.
-Al mirarte en
las mañanas se desnuda mi alma.
Así todos los días la llaneza
consagraba el campechano pregón sembrado a cada milímetro de su cadenciosa
semblanza y refinada estampa. La ciudad era la portada de sin nombre del
revistero resumiendo en sus páginas el gustazo de contener a sus anchas el
retrato de aquella mujer, prólogo antológico de un apasionamiento remitente de
una esfera insoslayable y distinguida raigambre por la magnificencia
femenina.
Al pasar el tiempo su corazón se
fue conmocionando, atendiendo causas arrogantes
que despertaron propósitos irreconocibles como pronósticos evidentes de
sobrevaloración a sí misma, engreída. Descolló, entonces, involucrada en un
arrebato insensato de felonía a su natural pose de diva. Sus propias amigas,
contrariadas por el repentino cambio de actitud denigraban cada instante sus
desaires vueltos inquisidores contra todas y todos quienes le rodeaban, era una
función degradante, donde lo extrañamente concluyente era una demencial
postura. La indiferencia fue una meta
trazada colectivamente a modo inmediato por deshacerse de insufribles dotes
displicentes surgidos de la nada, o de una catapulta donde residían seres
endemoniados esperando el momento justo para infligir su incomprensible
absurdo. Años más tarde fue presa de la soledad, ahora debía batallar,
desamparada o declarar su error para que el perdón la asistiera elogiando su
capacidad reflexiva. Quedó sola, sin amigos, sin familia, irremediablemente
atormentada. Un día visitó a una de sus amigas solicitándole en préstamo, unas
zapatillas, unos zarcillos y un collar. No importó si aquellas prendas combinaran
de alguna forma, color o llevara un descriptivo detalle que fuera acorde con su
estilo principesco. La sorpresa fue apoteósica. Estaba anonadada por la sórdida
solicitud, viniendo de la mujer que debía poseer cualquier cantidad de estos
artículos, puesto que la lluvia de regalos recibidos de incontables admiradores
resultaba insultante en comparación a sus allegadas que sacrificaban un
importante porcentaje de sus salarios para adquirir alguna prensa de vestir.
A pesar del abrumador desconcierto,
extrajo de un armario enseres dispuestos al desuso previendo no verlos más. Sin
preguntarle nada, hizo un bojotico con lo recolectado y se lo entregó sin
mediar palabra más que un beso en la mejilla y un adiós recrudecieron viejos
momentos estelares, ahora insólitos, ahora recubren la memoria embargada de un
curioso caballete arruinado por la ausente inspiración, en compañía de una
paleta lúgubre, incolora, muy lejos de
toda dimensión cromática. La amiga, creyó conveniente dar a conocer al resto de
las conocida, la actitud de la antigua compañera, para ello que la mejor manera
sería hacer una convocatoria donde estuvieran todas y así brindarles con puntos
y señales lo acontecido unos días atrás. Todas accedieron y en una cafetería
cercana realizaron el cónclave.
La narración de los hechos fue
impecable, tanto, que a ratos su voz se resquebrajaba, obligándola a hacer una
pausa para luego continuar con la truculenta experiencia. Abiertamente se
pronunciaron casi al unísono, de una posible pérdida de la razón. La expresión
en los rostros tradujo loas al desencanto. Concluyeron inmersas en un silencio
de siglos, enfrentadas a una dura realidad compitiendo con el vigor influyente
de quienes se resisten a entrar en años. Marta nunca se imaginó la pena sufrida
por el resto de sus amigas. Pero una de ellas intervino infiriendo haberle
ocurrido el mismo episodio, solo que prefirió esperar algo semejante para
determinar de grado de desquiciamiento padecido por Ángela. Ahora tales
confesiones derivaron a la conclusión inapelable: locura. La aflicción las hizo
estallar en un llanto quejoso. Dejó traslucir en dejo de lástima.
No volverían a verla sino mucho
después, cuando los muchachos de la cuadra se la pasaban jeringándole la vida a
una anciana, cuya manía consistía en escarbar con un palo los jardines de las
casas y plazas, los hoyos se incorporaron al paisaje urbano, en franca competición
con bachacos. Usaba un andrajoso vestido abocado a una silente cosecha de
inmundicia. Pelo desatado, insuflado por bichos ensañados a degradarlo ante la
falta mínima de higiene. Endilgaba a sus pies descalzos huellas de confesas
rajaduras, su cuerpo encorvado en afinidad a una imagen atrapada en un retrato
gris holocausto. Registraba las bolsas de basura procurando algo comestible. En
alguna esquina, donde la agarrara la noche, improvisaba un colchón con
periódicos y cartón para asirse al sueño. Los vecinos en vista de tal situación
denigrante, lograron un cupo en el ancianato de la ciudad. Allí quedó recluida.
Todas las mañanas, luego de la revisión médica colectiva y recibir adecuada
alimentación, era llevada a un paseo mañanero por larguiruchos pasillos
sombreados por trinitarias ceñidas a un cielo de celosías. A viva voz se le
escuchaba decir:
“llévenme a mi
jardín de zapatillas, a mi jardín de aretes, a mi jardín de collares”
*Periodista
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