Apropósito de su adiós
La contentura de Gustavo con las
Guarichas de Punda el 15 de agosto de 2014.
Autor: Juan José Prieto Lárez “Pey”
Juan
José Prieto Lárez
Llegué un viernes en la
madrugada a Ciudad Bolívar, hace treinta años. La intención era visitar a mi
hermano José Grabiel, quien desde hace rato vive por esos lares y echó raíces formando
su bonita familia. Cansón el viaje. Pero como suele suceder uno sale a respirar
aires nuevos, mirar nuevas caras, conocer sitios. La tarde del viernes fui a
conocer el Paseo Orinoco, una orilla del Orinoco hermoseada donde se acude para
relajarse mirando la inmensidad de nuestro río emblemático.
Cayendo la tarde, entre
la multitud que va desalojando el arbolado bulevar distingo una figura conocida
por su modo de andar, ese es Gustavo Núñez, me dije. Apuré el paso hasta lograr
tocarlo por el hombre antes que se adentrara sobre el asfalto hasta alcanzar la
otra acera. Muchacho! Qué haces tú porai? Conversamos unos minutos hasta
despedirnos, no sin antes invitarme para el domingo a dar una vuelta por esos
parajes históricos, así lo acordamos. Ese domingo cerca de las diez de la
mañana Gustavo pasó buscándome, y nos largamos.
Como lo dicta la
costumbre asuntina, pero me imagino que es normal en todo paisano, comenzamos a
hablar de la gente de La Asunción, este, aquel, aquella, esa, siempre Gustavo con
sus divertidos comentarios, sus cuentos de muchacho en El Mamey, su paso por el
hospital de la localidad. Así fuimos haciendo un recorrido rápido, porque la
intención era la de irnos al otro lado del río, a Soledad, a tomarnos unas
cervezas en un balneario en una vertiente que alimenta al gran afluente. Cuando
íbamos por la mitad del Puente angostura me dijo bájate rápido para que sientas
la fuerza del río. No lo creía. Pero lo hice. Abrí la puerta del carro y me
paré en medio de esa mole y confieso que de verdad es una experiencia
inolvidable: aquel piso tejido de acero temblaba bajo mis pies y un ruido
descomunal parecía el ronquido abrupto de un gigante dormido. Me asustó la
vaina, y le grité, arranca que esto se puedo caer.
El resto de la tarde fue
reírnos de mi cara sorprendida. Así era Gustavo afable, siempre con el humor en
sus recetas médicas, reír en altas dosis era la indicación que tenía a mano
para cualquiera que se le acercara por alguna dolencia. Esa sonrisa nos la dejó
estos días cuando nos dijo adiós.
elblogdepey.blogspot.com
@juancho_pey
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