Las aguas del
olvido
Juan José Prieto Lárez*
Parecieran ser nubes
con las que duerme el cielo. Pero no, el cielo está más arriba, azul. Lo que
vemos son sombras de pólvora que sentencia a los hijos de África buscando cómo
alzar vuelo entre cuerpos destrozados, los cuerpos de su propia gente, de rojo
se tiñe el suelo. A tientas se mueven en los días más oscuros que antes, cuando
el sol ardía, plácido, en sus lomos y corrían libres por la llanura, con
rastros desnudos remontando arco iris, cuando en las noches se veía la luna.
Ya no es lo mismo,
ahora sus oídos son sordos por el trueno de las metrallas, delirantes,
impacientes por dibujar agüeros en el corazón. Ahora huyen al mar donde les
espera la promesa, y miran la raya aquella que se acuesta inmóvil, que guarda
lo incierto. Una incierta fuga los mueve a desafiar el sobresalto de las olas.
Huyen vestidos de ilusión color ceniza, sin vino y sin pan, solo llevan amarrado
al cinto el querer vivir. Sin escuchar baladas, ni entonar canciones, solo oyen
el chapotear del agua contra el costillar de madera afligida de un bote
sostenido por el rezo en silencio. No caben en él, son más los que sueñan lo
mismo, por eso juntos, parece la misericordia clamada por la vastedad del
mediterráneo, un mar con la cortadura inocente de no saber que ellos huyen.
Pasan soles y lunas
criando desesperación. La última gota de leche se acabó y murió el niño en los
brazos de su madre, con el rostro lustroso por la lluvia de sus ojos, un dolor
en el pecho la atraganta, y qué gritar con tanta confusión. Lo envuelve y se lo
entrega a las profundidades a jugar en las arenas sosegadas de la eternidad.
Otros hijos igualmente condenados, con dientecitos de leche floreciendo duermen
con un cuento de caballitos de mar, sin saber qué les depara la siguiente
página del destino. Todo se vuelve extravío porque el hambre llega con la
suerte alzada en la desdicha, con la mudez asolando las fuerzas, mientras la
quebradiza barcaza va dando paso a la desventura como una costumbre escrita en
la piel.
Pasa lo inevitable. Los
cuerpos flotan en un cielo brioso y salado, aunque no hayan balas hay un
agónico final, sus entrañas se ahogan sin alcanzar una orilla de aquella línea
que los llamó, ni regresar a la que dejaron atrás. Ya no importan sus cuerpos
especulados por cuanto tenían. La vida se les llenó de agua sin tiempo para
florecer. Quienes perduran seguirán dibujando a un costado de la encrucijada
por donde afianzar refugio, sin el temor a la lava que llevan las armas por
dentro. Cuántos adioses aferrados al esplendor de una tierra nueva, sin
aullidos de muerte, con solo la victoria de estar vivos.
*Periodista
elblogdepey.blogspot.com
@juancho_pey
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