Rosario
Juan José Prieto Lárez
La corta infancia de
Rosario fue un rosario con sus cuentas marcadas por el infortunio. Cuando se
apagó el último aliento de la última llama de la vela de sus doce años, fue la
última vez que estuvo al lado de su madre, su padre y sus tres hermanos menores
que ella. También el último día en que llevó el signo de la impoluta niñez, su
virginidad. A la mañana siguiente su casa amaneció bajo un grito ensangrentado.
La alegría se tornó ebria de desolación. Un pacto de silencio hizo presencia en
cada cuerpo hecho trizas, con latidos ciegos queriendo despertar del fondo de
la muerte. Rosario despertó a los tres días encima de unos mugrosos atados de
paja, hedionda, anegada en sudores, sin un camisón que cubriera sus partes
desesperadas por el pánico. Por sus muslos mordidos, amoratados, se desplomaba
una costra amarronada de sanguaza vieja. La despertó el rancio olor de su
cuerpo ahogado, seducido sin proponérselo a hombre alguno. Su nariz buscaba el
aroma de las flores de jazmín que su madre colocaba en su pelo los domingos
para asistir a la misa. Enmudeció de golpe.
Miró a través del
esqueleto de una ventana a cinco tipos sentados alrededor de una mesa que
bebían y comían desaforados, el sol calcinaba la tierra. De vez en cuando
alguno de ellos echaba una ojeada al reclusorio de su presa, alimento de sus
bajos instintos. Cuando estuvo muy despierta se abrió la puerta de tablas
enredadas en un alambre y entró uno de los varones, se acostó a su lado y la
usó. Los que estaban afuera hicieron lo mismo uno a uno. El último llevó
consigo un pedazo de carne y un pocillo con agua, no tan fresca pero calmó una
sed de días. Al paso de muchos soles con sus lunas, Rosario se convirtió en la
mujer de todos y todos la querían para sí por lo buena que aprendió a ser con
los hombres. Llegado el momento comenzó la guerra entre los bandidos por poseer
a Rosarito, y ella fue tomando el control de la bandada de forajidos. Desde
villas y castillos hasta fortunas insospechadas prometía cada bandolero. Ahora
era ella quien daba las órdenes mientras crecía la horda de salteadores bajo su
régimen. Los que llegaban juraban lealtad con la disposición de sus vidas por
servir al mando de Rosarito.
Así fue creciendo su
fama de mujer férrea, con el clamor fecundo en su rostro, con la venganza atada
a sus pies y manos, indomable al abrazo ni palabras de presagios maravillosos.
Rosario se convirtió en la reina de Ríogrande, hubo quien dijera que de todo Durango.
La proeza de Rosario fue su encarnizada lucha contra la violencia hacia las
mujeres, se habla que a muchos hombres ejecutó luego de confesar sus
violaciones a mujeres y niñas. En Durango, en muchísimo tiempo no se habló de
arrebatos carnales. Las mujeres vivieron en paz con sus familias, bajo la
protección de Rosarito, y el respeto de los machos. Más de uno prefirió halar
del gatillo de su colt antes de caer en las manos de la reina. Cuenta una
leyenda que Pancho Villa le obsequió un manojo de flores de jazmín.
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