Corto Metraje
(Cuento)
Texto:
Juan José Prieto Lárez*
¡Me gusta que
huelas a puta!
Fueron las
palabras que conmovieron la humanidad de Carolina. Unos temblores la
recorrieron de su cabeza a los pies. Jamás, ante hombre alguno, se sintió tan
desvalida. No supo qué responder a la mole encima de ella hamaqueándola con un
vigor bestial. Creyó tener en su vagina un dragón escupiendo candela. Todo le
gustó. Acabó. Fantaseando un volcán en plena erupción su incandescente lava
recorriendo su entrañable geografía. Cesaron los jadeos. Sin mirar a los ojos,
a quien dominó su vergüenza, se quedó dormida, aliviada. Después de vivir
impetuosos instintos descuartizando sus carnes. No importó la duración de la
posesión que le pareció siglos. Le apeteció la exploración por toda su caverna
y el coro de lamentaciones placenteras resplandeciendo perdones reconciliables,
y una razón apasionada descubierta inmolando lo perplejo.
Encogió las
piernas, resguardó entre ellas sus brazos extenuados. Se sentía arrollada por
una locomotora vertiginosa que nunca se detuvo en su arremetida sobre los
rieles que la llevaron hasta un final intenso, sin ninguna estación donde
desocupar las ansias y renovar los bríos que igualmente se harían añicos. La
ventana de la habitación permanecía abierta, dejando escapar el fogaje y
quejidos y lamentos. Las aspas ruinosas de un destartalado ventilador en el
techo, giraban a intermitente velocidad. Esparcía el rancio perfume de unas
rosas sumergidas en una jarra plástica, transparente con agua amarillenta.
Donde zigzagueaban larvas entre tallos gangrenados, faltos de atención. Su trémula
apariencia describía una convicción aniquilada, solapada por la ralea
benefactora fungiendo de escudo a su arrebato, proveniente de una conspiración
intrínseca, más que de un invento falaz. Era su obra enloquecida, la recreación
de su propia conminación.
Desnuda fue al
retrete. Atravesó el cuarto, dio una palmada al mal sintonizado radio,
instalado sobre una mugrienta y gastada consola de fórmica, quedó mudo, en vez
de pronunciar voces coincidentes para acompañarla. A un lado, el universal retrato
de la diosa María Lionza. Al otro lado un vaso de vidrio empañado de
innumerables huellas dactilares luciendo en el fondo una cucaracha tiesa patas
arriba. Meó sin sentarse en la poceta rosada con agua marrón, poca, pero marrón
al fin. Había una ponchera blanca de peltre con hojitas verdes pintadas en todo
el borde, con otro poco de agua, antes, tal vez fue más cristalina. Como pudo
miró estiró sus arrugas mirándose en el fondo del recipiente que guardaba
tantos secretos, el agua mate sirvió para humedecer un tanto más su intimidad.
No tuvo con que secarse la pepita.
La moribunda luz
del crepúsculo golpeó sus ojos, al dejar la pieza, avivando confusión en el
seño. Caminaba por el único y largo pasillo fingiendo buscar las llaves del
vehículo en el bolso, solo por llevar la cabeza gacha. Esa acción ponía en
evidencia el temor a ser vista en ese paupérrimo antro escogido como refugio a
sus cogederas. Unas gafas oscuras la hacían configurar un hecho de presunción,
una explicación inacabada envuelta en el hartazgo desdoblado muy de sí. Era
súbita su seducción patentada con una autonomía mordaz sobrellevada por los
rasgos pervertidos de la desolación. Respiró profundo detrás del volante. Miró
por el retrovisor, a la vez que emprendía fugaz partida, dejando atrás el
último hálito de su ofuscamiento. Desapareció en el asfalto que comenzaba a
reposar la ardentía. Cuidadosamente el pertinaz vientillo fue desabozando todo
indicio de su presencia. No quedaron huellas de su hermoseada figura en el
chamizo, donde van las muñecas a desteñirse y declararse apreciadas sin
vacilación, porque al estar allí corren desinhibidas con el riesgo del olvido
de los hombres.
Como ejercicio
cinematográfico, conducía auscultando cada instante sucedido en el lúgubre
lugar donde recién colmó su apetencia carnal. Entró al pent-house, donde
cenaría a las ocho en punto con su marido. Importante ejecutivo de una empresa
petrolera. Plácidamente en la tina, espaciosa y confortable de su sala de baño,
se dejó caer sorbiendo una Martini doble, con mucho hielo, servido y llevado
por el mayordomo. Allí recordó los músculos que la prensaron atajándoles el
aliento, como trampa enloquecedora.
El agua tibia,
no lograba relajarla como realmente
quería, sintiendo convertirse el cansancio en deseo por resucitar al brioso
tipo, rudo que copiosamente hartó su coitiva sed. Se acariciaba los erguidos
pezones. Su cosa comenzó a incendiarse nuevamente. Inhaló intensamente para
aliviar el tormentoso arrebato que acosaba su sensual hermosura. La voz de
Roberto, en medio del vapor fluido de los grifos se le calvó en las sienes
advirtiéndole estar en casa.
La esférica mesa
estuvo dispuesta como de costumbre. Él la abrumaba de números, cifras
bursátiles, sobre todo del gris panorama provocado por la crisis económica
mundial en pleno desarrollo. Mientras, ella
acariciaba las piernas de él. Estrujaba el bulto debajo de la bragueta.
Se cimbró en ambos un acto amoroso, esperado desde hacía mucho. Un suculento
beso de lengua trasegaba jugosas mordeduras, aromadas de finas especies.
Despertando ansias de coitar allí mismo, en la mesa, donde sus paladares se
ahogaban en delicateses. Luego, delicado, escrupuloso, abrió la sedosa como
sensible bata, perfilándose deseoso, embrollado en el ardor que produce el
deseo desenfrenado por desbordar su delirante simiente en la oscura parte de
ella. La hembra musitó estar lista para la entrega, sin pantaletas, muy mojada,
con un supuesto exceso de afán por ser encajada y horadada. Él la penetró,
fogoso, sin querer perderse nada como querellante de aquella consumación.
Siguiendo el rastro a los olores expedidos por la presa febril susurraba a sus
oídos destinatarios una frase desvanecida: ¡olerte me recuerda los viajes a
París!
*Periodista
elblogdepey.blogspot.com
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AUTOR.
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